Desde el diván: ‘El gran Gatsby’


Por José María Bardavío

    Estamos en el verano de mil novecientos veintidós, en las afueras de Nueva York, muy cerca de Long Islan, concretamente en East Egg. Y en una de esas mansiones tan cinematográficamente espléndidas. Es propiedad de Tom Buchanan.


  Título original: ‘The great Gatsby’. Nacionalidad: Estados Unidos. Año: 1973. Productor: David Merrick (para Newdon Company). Director: Jack Clayton. Guion: Francis Ford Coppola. Argumento: novela homónima de Francis Scott Fitzgerald. Fotografía: Douglas Slocombe (color).  Música: temas supervisados por Nelson Riddle. Director artístico: Eugene Rudolf y Robert Laing. Montaje: Tom Priestley. Intérpretes: Robert Redford, Mia Farrow, Sam Waterston, Bruce Dern, Lois Chiles, Karen Black, Scott Wilson, Howard da Silva, Roberts Blossom, Edward Herrmann. Duración: 143 minutos.

   Daisy ( Mia Farrow), su encantadora esposa, está  disfrutando de un baño en uno de los cuartos de baño de última generación mientras habla por teléfono. Una sirvienta uniformada  mantiene el receptor cerca del oído izquierdo de su señora y, con la otra mano, el emisor cerca de la boca con cuidado de no rozar  el rostro de su señora y para que nosotros, los espectadores, podamos ver a una Mia Farrow verdaderamente guapísima.

    Daisy está feliz hablando con su primo Nick Caraway, que le gusta y le encanta algo más de lo que parece discreto. Ha llegado hace unas semanas desde Chicago para trabajar en la Bolsa. Y Nick  está proponiendo a su riquísima prima una cita estrictamente privada. Casi nada hay de engañoso en la cita; ninguna inclinación perversa entre ellos, son honrados y leales primos hermanos. Lo que realmente está tramando Nick es llevar a Daisy ante el multimillonario Jay Gatsby que está secretamente enamorado de ella.  Pero Daisy, que sufre de la precariedad de una telefonía en plena ebullición tecnológica, lo único que entiende de la conversación es que su primo -¿he dicho que le encanta?-  quiere verla a solas y en secreto:

-Nick, amor mío… ¿Desde dónde me llamas?, ¿desde China?… ¡Habla más alto! ¡No te oigo!.. Sí, sí… Iré encantada, ¿cómo n…? ¿Que no vaya Tom? ¿Qué Tom? (ríe). Adiós cariño (hace ademán de mandarle un beso).

    Si Daisy no estuviera en el cuarto de baño – quizá, no lo sé, es una suposición- no aceptaría cita alguna sin su marido. Pero, y aquí está la clave, la sensualidad de su propio cuerpo desnudo en la bañera de última generación y el hablar por teléfono mientras se baña, resultan ser dos circunstancia tan históricamente nuevas y, el resultado tan  divertido, tan chic, tan picante, tan sensorialmente delicioso que  Daisy, seducida del todo por tanta novedad tecnológica y de la otra, acepta la cita encantadísima sin saber muy bien el porqué de su decisión.

    El cambio de moral de la joven dama (el acudir a  una cita que incluye una pequeña guinda incestuosa) supone una revolución tan enorme en las costumbres que  merece la pena reflexionar un poco sobre el asunto. Vemos en la película (que recoge el espíritu de la excepcional novela de Francis Scott Fitzgerald) lo que está de moda  en casa de los multimillonarios neoyorkinos de la década. Y que consiste en hacer las cosas sin pensarlas dos veces, dejarse llevar por impulsos instintivos espontáneos, que de eso va el sprit de temps, esos años veinte norteamericanos que introdujeron a Occidente, además, en la revolucionaria tecnología del siglo XX.

   Las fiestas nocturnas de puertas abiertas en la mansión del multimillonario Jay Gatsby (Robert Redford) convierten la utopía del vivir festivo y a lo grande en realidad tangible: lo nunca visto. Llegaron a creerse las gentes neoyorkinas de los veinte que el paraíso estaba en la tierra. Las diversiones pantagruélicas y el hacer cada uno lo que le venía en gana avalaban  la certeza un tanto alcohólica  del creerse ya en el edén. Las nuevas tecnologías del automóvil, el teléfono, la utillería doméstica, los cosméticos, ¡la falda por encima de la rodilla!, la mujer económicamente independiente, etc, etc, consiguieron acercar, tocar, creer que vivían ya – como la voz de Nick llegando a Daisy a través de un hilo de cobre- dentro de un milagro. El titulo This side of Paradise, otra de las novelas de Fitzgerald, sintetiza ese vivir la utopía del vencer al Tiempo y al Espacio con el automóvil, el ferrocarril, el teléfono y la electricidad a disposición de casi todos.

   Y sin embargo podríamos deducir que el trágico final  de The Great Gatsby descansa en la paradójica inexistencia de la tecnología del aire acondicionado. Esa ola de calor que sufrió Nueva York en el verano de 1922 que volvió locas a las gentes. Como no hay refrigeración adecuada (no se ha inventado) en la suitedel hotel Plaza de Nueva York en donde han  ido a pasar la tarde, estalla la paciencia de los exasperados multimillonarios:  Tom  Buchanam y Jay Gatsby se enzarzan en una pelea que resulta insoportable para Daisy, que abandona a toda prisa la suite hacia el impresionante automóvil amarillo de Jay aparcado frente al hotel. Gatsby le sigue y la alcanza cuando el despampanante vehículo ya está en marcha.

   En este  nervioso viaje de vuelta a casa, Daisy atropella a Myrtle que ha creído ver a Tom (su amante) en el coche de Gatsby que ahora conduce Daisy pero que a la ida (en la dirección de ida a Nueva York)  conducía el propio Tom Buchanam. El absurdo accidente le cuesta la vida a Myrtle.  El marido de Myrtle al saber, por la acusación calculadamente falsa de Tom Buchanam, la identidad del causante del atropello, asesina a tiros a Gatsby;  luego se suicida.

    Pero volvamos con Daisy que está disfrutando de lo lindo en su bañera parlante mientras la impecable y servicial doncella sigue perpetuada en la más remota antigüedad. Las separa el infinito cableado del teléfono y las tuberías de última generación. Podría opinarse que sin estar desnuda y acariciada por el agua aterciopelada (con la temperatura requerida automatizada) a voluntad, no se hubiera dado al frívolo desacaro de la cita ilegítima. El gozo incomparable de la bañera, el teléfono, la fuerza derivada del tenerlo todo, de poseerlo todo, pulveriza a cañonazos el granito sacrosanto de la fidelidad conyugal. Esta secuencia muestra la caída  de las mores por obra y gracia de las nuevas tecnologías  que redundan en autocomplacencia y megalomanía, eso sí, pero raquitizan la moral que, en cualquier caso, se estaba oxidando por el triunfo de la pérdida de sentido, del sentido nacional. Lo material está desbancando deprisa  lo que hasta ahora se tenía por espiritual.

   La secuencia, siendo muy corta, resulta excepcional. Esa fenomenal sumisión de la chica de servicio tan respetuosa ante su joven señora, sosteniendo el nuevo mundo que cabe en una mano, no tiene precio histórico.  Gesto y postura de la criada persisten inalterables mientras que la dama en la bañera parlante modifica el rumbo de la Historia con el goce de las nuevas complacencias sensuales y sexuales que la magia tecnológica está haciendo posibles.

   Cuando al final de la secuencia la cámara muestra el perímetro del cuarto de baño, contemplamos el nuevo santuario privado para la adoración del ego. La libido histórica ha encontrado desde los baños babilonios (6000 antes de JC) un lugar especializado para atender y disfrutar el cuerpo, ahora, en íntima libertad, el sentirse corporalmente libre. Daisy conquistó a su riquísimo marido con su bellísimo cuerpo (léase la genial novela), y lo sigue conquistando (aunque luego no se prive del amante que la conversación telefónica con Nick inaugura), renovando belleza en el tecnificado laboratorio secreto del  cuarto de baño dotado de sirvientas, útiles, espejos, y productos cosméticos. Y Nick Caraway, el primo de Daisy, al otro lado de la línea, presente pero invisible, le anuncia a Daisy, reina de la ociosa voluptuosidad chic, un mundo secreto, divertido y cool, para que el sacrosanto dinero de su marido no la arrastre por el desagüe del aburrimiento.

   Cuando muere Mirtle, que Daisy atropelló dándose a la fuga, Tom habla con Daisy  para urdir el plan que evitará que caiga sobre ella el peso de la ley. Tom convence al marido de Mirtle de que fue Gatsby el que conducía el coche amarillo que mató a su mujer. Y Tom le convence a Daisy de que acusar a Gatsby es la única salida para evitar la catástrofe.

   Lo que estoy insinuando es que Daisy, en la secuencia de la bañera, está exageradamente atendida por una criada para que advirtamos lo poco que le importa nadie, y lo mucho que se importa a sí misma; que todos están a su servicio, todos. Gatsby, su amor oculto, también. La aventura con Gatsby ha sido un divertimento, un afeite, un golpe cosmético, una frivolidad del esprit du temps. De forma tal que la secuencia de la bañera condensa magistralmente el materialismo ilimitado, el hedonismo desaforado, la exaltación egoísta de los nuevos tiempos y de los nuevos ricos. La acumulación de dinero y las nuevas tecnologías proporcionan a  los que ya son multimillonarios un poder ilimitado, desconocido, que les impide evaluar cualquier aburrida consideración moral.

   Lo que convierte al baño de Daisy en excepcional es la acumulación barroca de asistencias humanas (sirvienta), objetales y de belleza que lo convierten en una versión pintoresca del arquetípico baño de Cleopatra. El baño paradigmático de la ostentación del Lujo, el Poder, y la Sexualidad. Esa infinidad del poder incluye el uso de la sexualidad con su tono ligeramente perverso dedicado a su primo, Nick Caraway, que en realidad actúa de correveidile o Celestina para acercar secretamente Gatsby a Daisy.

El blog del autor: http://bathtubsinfilms.blogspot.com.es/

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