El patrullero de la filmo: Las alas de Juanma Bajo Ulloa


Por Don Quiterio 

  Pese a ciertos subrayados molestos y una tendencia al lugar común y lo previsto, las películas de Juanma Bajo Ulloa (Vitoria, 1967) son interesantes ejercicios de estilo sarcástico e historias sórdidas de abstracción metafórica, siempre sobre la cuerda del género de suspense.

    Dotado de un excelente sentido visual, cursa estudios de técnico en imagen y sonido, así como producción, guión y realización. A los diecisiete años crea su propia productora, Gasteizko Zinema, y realiza su primer corto en pequeño formato, ‘Cruza la puerta’ (1984), codirigido por Fernando Blanco. Cinco años después recibe el primer Goya que la academia concede en la categoría de mejor cortometraje por ‘El reino de Víctor’. Entre ambos, ya en súper ocho, ya en dieciséis milímetros, ya en vídeo, Bajo Ulloa rueda también ‘El último payaso’, ‘A quien pueda interesar’, ‘Cien aviones de papel’, ‘Calor’ o ‘Akixo’. La filmoteca de Zaragoza, en colaboración con Joxean Fernández (director de la cinemateca vasca), ha programado una exhaustiva retrospectiva de su obra, con sus cinco largometrajes hasta la fecha y sus numerosas piezas cortas o documentales para grupos musicales.

  Con su primer largometraje, ‘Alas de mariposa’ (1991), Bajo Ulloa se convierte en el más joven ganador de la concha de oro en el festival de San Sebastián, además de conquistar varios premios Goya. El cineasta vasco nos introduce en las desventuras de una adolescente, desde la angustiosa infancia de una niña despreciada por su madre empeñada en tener un hijo varón hasta la caída en picado hacia los infiernos de la madurez, con violaciones, ataques, peleas y la sombra de un asesinato. Es, en efecto, el sórdido relato de una niña de seis años, no deseada, y la extraña relación de amor y odio que se establece entre esta y su madre. La protagonista crece creándose su mundo propio, en el que toma importancia el mundo de las mariposas. Al quedar su madre nuevamente embarazada, la niña decide tomar una terrible decisión.

  Estamos ante un retrato de niña en dos tiempos, y con dos (estupendas) actrices. El primero es el mejor y más delicado: cine de tiza y lápices de colores, de sentimientos y frustraciones. Y cine de muebles, casa vieja y olor a cocina y ajos. El filme encierra indudables aciertos formales y narrativos, más allá de sus sólidos intérpretes -Silvia Munt, Fernando Valverde, Susana García, Laura Vaquero, Karra Elejalde, Txema Blasco, Alberto Martín Aranaga, Rafael Martín-, en los que tienen mucho que ver la imagen del tándem compuesto por Aitor Mantxola y Enric Daví y la banda sonora de Bingen Mendizábal, un habitual. El resultado es un relato sobrio, duro, sin concesiones, que evita cualquier atisbo de planteamiento melodramático (o solución folletinesca), así como cualquier salida efectista o truculenta, y que funciona en cuanto aproximación minuciosa al microcosmos de las relaciones familiares.

  Con guion propio y de su hermano Eduardo, su segundo largometraje, ‘La madre muerta’, realizado dos años más tarde, y que también consigue la concha de oro en San Sebastián, es otro drama oscuro, terrible e irrespirable, a la manera de una cruel pesadilla. Bajo Ulloa, otra vez, entrega una puesta en escena de insólita precisión, gracias a una austera fotografía de Javier Aguirresarobe, y dibuja unos personajes sangrantes, que obligan al espectador a asomarse al horror de unas vidas devastadas. El protagonista, un portentoso Karra Elejalde, da vida a un ladrón de poca monta que ha cometido varios asesinatos y, en uno de ellos, la hija de la víctima presencia el crimen. Dos décadas después, la chica sigue traumatizada, y el hiperbólico villano quiere asegurarse de que no le reconoce. El conjunto es una extraña combinación de géneros y referencias, con imágenes de peculiar fuerza y resoluciones discutibles. Pese a estas irregularidades, ‘La madre muerta’ se erige en una claustrofóbica historia de crímenes y locura, de odios y dolor extremo, de violencia y desgarro descomunales, sin que no haya dentro de ella ninguna flecha que apunte hacia ningún lado. Un sicópata, una mujer frágil -que inspira la mayor de las ternuras-, una obsesión y una amenaza constante.

  Antes de realizar su tercer largometraje, ‘Airbag’ (1997), Bajo Ulloa dirige, entre 1994 y 1995, el mediometraje documental ‘El reverso tenebroso de la elipse’ o los cortometrajes ‘Los enemigos’ y ‘Barricada’. Con ‘Airbag’ cambia radicalmente de registro y se enfrenta a una frenética comedia de acción, con un guion coescrito junto a los actores Karra Elejalde -otro habitual- y Fernando Guillén Cuervo, donde tres jóvenes de la alta burguesía vasca celebran la despedida de soltero de uno de ellos, pero el anillo de compromiso lo pierden en el lugar menos apropiado -un burdel-, y se sumergirán en un mundo desconocido de droga, mafia y prostitución. Una película gamberra, divertida, con suspense y una fuerte dosis de vitriolo dentro, todo ello ilustrado con el uso imaginativo y brillante de unos medios técnicos solventes, al modo de una farsa ciertamente insólita. Un filme de tiros y persecuciones donde no muere ni un solo figurante. O al modo de un dibujo animado en un espectáculo de acción y humor estilizados. Lo que aquí cuenta es la provocación y el puro divertimento, aunque la película sufre inexplicables caídas en la vulgaridad y otros deslices gratuitos, sin otra justificación que insistir en la provocación de todo el juego. Y el que no entra al trapo, claro, no juega. Y se irrita.

  En el fondo, ‘Airbag’ es una disparatada comedia de gánsteres castigada por su propio desmadre y desmesura, en demasía estrafalaria y autocomplaciente, elefantiástica e hiperacelerada, sin apenas ritmo, pese a varios alicientes: las tortillas envenenadas, la chica que levita Albert Pla cantanto ‘Soy rebelde’… En fin, un disparate imparable que entra sin miramientos, y a codazos, en el terreno del humor ácido, con un arranque espectacular y unos personajes que luchan a brazo partido por arrancarle las risas al espectador, en especial el “concetual” Manuel Manquiña. Tan irreverente, maldita sea, que puede no acabar de vérsele la gracia.

  Tampoco con ‘Frágil’ (2005) alza el vuelo el cineasta vasco. Ocho años van de su anterior largometraje a este, aunque por el camino no pare de rodar cortometrajes y documentales -‘Especial Golpes Bajos’ (1998), ‘Ordinary americans’ (1999), ‘Pippi, misión improbable’ (2001)-. Es ‘Frágil’ un drama romántico en torno a una joven y dulce montañesa (Muriel), pero poco agraciada físicamente. El padre, una mañana, aparece muerto y ella abandona el hogar para salir en busca de su amor, un actor (Julio Perillán) a punto de rodar una producción en Hollywood. El libreto de Catalina Gilabert y el propio director parece una pretenciosa fábula de ambiente más o menos realista y cruel conclusión, sobre la búsqueda del amor verdadero y también sobre la importancia de la belleza física para desarrollarse en la sociedad actual.

  Con un inicio prometedor que va paulatinamente decayendo, ‘Frágil’ no carece de momentos interesantes, entre el humor ‘freak’, el tebeo vanguardista, el feísmo y la experimentación, pero deviene todo un batiburrillo de imágenes e ideas, en una mezcla apenas ajustada de drama y comedia (o tragicomedia), que incluye una ácida visión de la industria cinematográfica. Eso sí, Bajo Ulloa vuelve al terreno del riesgo en este cuento de hadas que disecciona, esto es, el mundillo del cine, en un experimento no del todo desdeñable, incluso válido, cuyo tono fallidamente ingenuo y rebuscado guion impiden el disfrute pleno.

  Una década después de ‘Frágil’, el cineasta vasco dirige su quinto largometraje, ‘Soy gitano’. Situado en las horas de la coronación de Felipe VI, es una farsa desbocada, a la manera de ‘Airbag’, que reúne múltiples personajes y tramas paralelas en “un tono de parodia política, esperpéntica y escatológica, donde predomina la sal gruesa y el chiste fácil”, afirma el crítico Jordi Battle Caminal. “Elejalde y Manquiña, en plan Mortadelo y Filemón, encabezan un nutrido reparto con caricaturas grotescas de Albert Pla, una Rosa Maria Sardà andrógina y un Santiago Segura en silla de ruedas con el inesperado look de Joan Capri”, remata el historiador. Otra vez, pues, la gracia en entredicho. O la película construida sobre la imperfección. El error incluso. Pero lejos de jugar en su contra, es eso lo que la hace inexpugnable. El resultado, se quiera o no, es una provocación pagana (o santa, vaya usted a saber) que discurre por la pantalla ajena a reglas, conceptos, géneros y fronteras. Es melodrama con idéntica vocación que disparate. Es rancia con el brillo del más deslumbrante glamur. Es, definitivamente, otra cosa, otros ojos, otras alas.

  Los ejes de su filmografía -a la que hay que añadir las piezas ‘Historia de una banda de rock: Distrito 13’ (2008), ‘Camino a Baeza’ (2012) o ‘Rockanrollers’ (2016), también programadas por la filmoteca cesaraugustana-, son los relatos claustrofóbicos, las explosiones de humor, una independencia radical y una auténtica pasión por la música. Su cine está basado en la imagen, a la que da prioridad sobre los diálogos, con puestas en escena milimétricas, que se reinventan para cada una de sus historias. “Más cercano a las influencias del cómic y del rock que al cine más literario de generaciones anteriores”, por decirlo con Jesús Angulo y Antonio Santamarina (autores del libro ‘Juanma Bajo Ulloa, cine en las entrañas’), el autor de ‘Alas de mariposa’ pertenece al grupo de cineastas que aparecen en Euskadi entre finales de los ochenta y principios de los noventa del siglo veinte: Julio Medem, Álex de la Iglesia, Daniel Calparsoro, Enrique Urbizu… La penúltima renovación.

  Termino con estas reveladores palabras del propio Bajo Ulloa: “Considero que la moralina en el cine es insultante. Procuro huir de todos los clichés y trato de actuar de una forma intuitiva, sin dedicarme a explicar las cosas y dejando que cada uno las piense como quiera. Y añade: “El proceso más largo y costoso a la hora de realizar una película es el decidir qué decir y, sobre todo, el cómo hacerlo, porque el siguiente proceso, el contenido, es una cuestión de trabajo, y trabajar cualquiera puede hacerlo. Al montaje, por su parte, se le presupone cierta importancia (Spielberg dice que es aquí donde realmente crea la película), pero, equivocadamente, se suele sobrevalorar de forma incomprensible, ya que, como todo el mundo sabe, el verdadero mérito de la película está en verla”. Pues eso.

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