‘Nuestros amantes’, largometraje de Miguel Ángel Lamata

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Por Don Quiterio

    El jesuita Baltasar Gracián advertía en ‘El arte de la prudencia’ que no era bueno crear demasiadas expectativas, porque la esperanza es la gran falsificadora de la verdad, así que había que corregirla con la cordura y procurar que la satisfacción fuera superior al deseo.

    Es oportuno recordar este consejo del ilustre moralista ante el estreno de la nueva película del zaragozano Miguel Ángel Lamata. Uno, en efecto, esperaba mucho de ‘Nuestros amantes’ (2016), sobre todo porque su director –y productor, junto a Vanessa Montfort y José Pastor- ha calificado este su cuarto largometraje como el más personal de su filmografía, la película que tenía ganas de hacer, la que llevaba dentro, la más localista, “lo más íntimo de mí”. Sus anteriores trabajos –‘Una de zombis’ (2003), ‘Isi/Disi: alto voltaje’ (2006) y ‘Tensión sexual no resuelta’ (2010)- eran meros artefactos comerciales, faenas de aliño más o menos gamberras, más o menos macarras, tendentes al desmadre y a los estereotipos del cine más convencional: sucesivos intentos, en definitiva, por encontrar un sitio dentro de la industria, pero con los que el realizador aragonés no avanzaba en su carrera.

  Me temo, sin embargo, que el pretendido despegue, por así decir, se queda en agua de borrajas, pues esta comedia romántica chirría en exceso, resulta demasiado impostada, desprende verborrea y pedantería por los cuatro costados. Porque este acercamiento al amor desde el desamor no termina de funcionar, salvo, acaso, en las escenas donde participa el secundario Fele Martínez, como el amigo consejero que nos remite tanto a los característicos personajes de Woody Allen como aquel que interpretara Eusebio Poncela en el filme de Adolfo Aristaraín ‘Martín (Hache)’: un tipo, recuerden, más allá del bien y del mal.

  Lamata cuenta una historia en la que la incertidumbre une, con ternura, a un cuarentón y a una treintañera que se cruzan por azar en una cafetería, y de ahí surgirá una atípica relación. Él, encarnado por Eduardo Noriega, es un guionista de cine en bajas horas profesionales y sentimentales, y ella, interpretada por Michelle Jenner, una joven en paro y soñadora nata, que se propone el juego de convertir unas vidas anodinas en una excitante aventura, en una ensoñación, sin reglas ni intercambio de teléfonos. La única norma es no enamorarse el uno del otro. Y, a través de este juego, empezarán a verse y a descubrir todo lo que tienen en común. O lo que no tienen. Juntos harán lo imposible por lograr ser felices. Porque sobre ambos, con sus heridas recientes de amores no correspondidos, se invita un poco a jugar, a vivir, a reírte, a enamorarte. La discrecionalidad en los encuentros acabará saltando por los aires cuando descubran la suerte que han corrido sus respectivas exparejas (Amaia Salamanca y Gabino Diego). Las sombras inexorables de sus antiguas relaciones aún planean sobre sus vidas.

  Más allá de ciertos personajes abandonados nada más ser presentados -la madre de la protagonista (María José Moreno), metida con calzador, una mera excusa para lucir la coqueta plaza del Torico de la capital turolense-, las debilidades del guion –escrito por el propio Lamata- vienen precedidas por unos estirados y forzados diálogos, nada espontáneos, tan largos como petulantes y ‘leídos’, con todos los tópicos habidos y por haber acerca de las relaciones de pareja, las rupturas y el existencialismo. Cada vez que abren la boca los protagonistas, maldita sea, a cualquier espectador sensato le puede dar por rechinar los dientes y arañar la butaca. O cuando, al inicio y al final, aparece Jorge Usón en el breve papel de bendito camarero, con botella de coñac o sin ella.

  La vacuidad pretende ser disfrazada con ínfulas literarias, intelectuales, de una profundidad artificial y pretenciosa, donde Noriega, en ese rol de un hombre con la brújula existencial estropeada, cuya monocorde existencia cambiará cuando se cruza en su camino esa mujer que alterará por completo su vida, se limita a soltar frases ajenas enarbolando a Bukowski o Capote. Las citas literarias, empero, mejor sin capote, que, ya se sabe, acaban mareando. A la película le falta la muleta y, claro, entrar a matar. Todo se queda, ay, en una hinchada faena de aliño. Y ahí lidia Lamata como puede, en una puesta en escena decididamente teatral, entre primeros planos y sus correspondientes contraplanos, planos secuencia tan largos como gratuitos o puntuales coqueteos con el dictatorial estilo dogma impuesto por el danés Lars von Trier.

  La edulcorada dirección artística da paso a una especie de recorrido turístico por los rincones de Zaragoza (la plaza España, la calle Alfonso -con el Pilar al fondo-, el parque José Antonio Labordeta, la cafetería en el Coso -justo enfrente del teatro Principal-, el hotel Palafox, la terraza del museo Pablo Serrano), Huesca (el municipio de Boltaña, la piscina natural de la Gorga) y Teruel (la mentada plaza del Torico, la escalinata mudéjar del paseo del Óvalo, el mausoleo de los Amantes). La película, así, plantea un guiño evidente a los famosos novios del drama de Juan Eugenio Hartzenbusch, que son el gran símbolo de la capital bajoaragonesa. Se desprende, por tanto, un canto de amor del realizador a su querida comunidad, eficazmente fotografiada por Fran Fernández Pardo. Aragón en estado puro, pues. O impuro, porque tanta cita literaria ahoga la fluidez de una historia teñida de separaciones, infidelidades, desamor, celos y traiciones. Enreda, que algo queda. O, mejor, a río revuelto, ganancia de pescadores. Aunque sea a tiro limpio. Pero, ya puestos, mejor a pedradas, Fele, mejor a pedradas…

  El amor a una tierra, digo, se plasma asimismo en el equipo, plagado de muchos profesionales aragoneses: Enrique Bunbury (canciones), Javier Macipe (‘making of’), Arantxa Ezquerro (vestuario), Iñaki Villuendas (imagen), Borja Echeverría (ayudante de dirección), Nacho Blasco (montaje), Patricia Alcolea (jefa de producción), Raúl García Medrano (director de producción) y Vórtice (postproducción digital). Y bajo la banda sonora de Roque Baños o la partitura de Schubert se va hilvanando esta historia de amor con humor, de hadas chaladas y duendes chiflados, una suerte de canto a los sueños y los deseos, a la sumisión y el despecho, a la fragilidad y la incomunicación, a la voluntad y la fe. Pero el cineasta zaragozano no es tan brillante e incisivo como para trascender esa perspectiva sarcástica con respecto a los sentimientos amorosos, el absurdo de nuestras vidas y las relaciones con el prójimo. El apasionante y poético estudio sobre la pasión amorosa es cosa de Max Ophüls. Y de otros –pocos- iluminados que se pueden contar, ay, con los dedos de una oreja.

  Lamata utiliza la ironía y el sarcasmo de un modo inocente, pero el guion no es un dechado de originalidad y no ayuda, y en modo alguno logra su intención de seguir la estela de las crónicas generacionales que protagonizan los urbanitas imaginados por el autor de ‘Manhattan’. Tampoco aquellos de Richard Linklater (‘Antes de amanecer’), Bob Reiner (‘Cuando Harry encontró a Sally’), Eric Rohmer (‘El rayo verde’) o Ventura Pons (‘El porqué de las cosas’). Si estos nos ofrecen en su dramas o tragicomedias excelentes retratos de personajes, cercanos, certeros, vivos, tan fascinantes como ambiguos, y saben mirar con insólita placidez, con la maestría de quienes pueden enmascarar una puesta en escena de milimétrica complejidad tras una apariencia de desnudez, Lamata también quiere asistir imperturbable a todo ello. Pero lo hace desde la comedia sentimental, y se acerca más al impersonal Herbert Ross (‘La chica del adiós’) que al gran autor de Brooklyn y sus delirantes comedias, tan desinhibidas como amargas y sinceras.

  Acaso el zaragozano pretende llegar a esa magnífica simbiosis de sencillez y complejidad, de ligereza y hondura, todo un modelo rico en matices del que directamente sale atropellado. Porque el cine discursivo es algo más que poner a una pareja que habla y habla de una forma más o menos culta, en este caso como intento de dar una vuelta de tuerca a la comedia romántica. Loable pero insatisfactorio. Los protagonistas de ‘Nuestros amantes’, efectivamente, hablan y hablan, y no paran de hablar, y la película parece más bien un homenaje a la conversación. Y las conversaciones fluyen como inspiradas por todos los libros que han leído, lo que les lleva a un juego consistente en controlar las emociones. Porque hablan de vivir. Porque hablan de amar. Porque hablan de odiar. Porque hablan, en fin, de morir. Como antes de los teléfonos móviles, cuando la vida era simplemente la vida, cuando se charlaba y no había ‘e-mails’ ni ‘iphones’ y cada uno iba por ahí suelto, a solas con su metafísica, y aún era posible que dos personas, en medio del desvarío general, dialogaran sobre el mundo.

  Pero a Lamata no le interesan estos asuntos. Todo lo contrario que hace su paisano Ricardo Huerga en sus singulares cortometrajes ‘Enredados’, ‘Un minuto más’, ‘Una historia de ruido’ o ‘Link!’. Porque las redes no curan el sentimiento de soledad de la gente. Hay, esto es, sed de conversación. La idea de esa relación sin teléfonos móviles de por medio es interesante, aunque Lamata no la desarrolla. Pese a ello, los protagonistas de ‘Nuestros amantes’ son sus físicos, no quieren vivir su aventura en el aire ni en las redes: necesitan, en resumidas cuentas, tener al otro delante para comunicarse.

  La comedia de Lamata es liviana, entre la extravagancia y el humor romántico, sin llegar a descifrar el intríngulis del paso del tiempo, los designios del azar o las relaciones personales, por mucho adorno que le quiera dar a una trama de enredos amorosos estructurada con poca enjundia. Y pese a que, en conjunto, resulte más o menos simpática, más o menos agradable de ver, a la manera de los libretos de Neil Simon con chico y chica que hablan mucho entre sí y se mueven en un ambiente culto o universitario. Una comedia romántica de frustraciones e ilusiones, con un tiempo que se apolilla y otro que se renueva, que parece mucho más moderna de lo que verdaderamente resulta ser. Se echa en falta algo que vaya más allá de la mera ocurrencia y no sea una comedia superficial, un relato romántico más, aunque Lamata quiere darle un toque diferente, como de un surrealismo que no llega a cuajar.

  Hay dos maneras de hacer una película romántica: bien y mal. Pero no es tan sencillo averiguar si lo que estamos viendo va en un sentido o en otro, a menos que seamos unos expertos en estas cosas del amor idiota. O gilipollas. Y aun así, no todo el mundo quiere mojarse. ‘Nuestros amantes’ es más un calculado ejercicio de ingenio que una rotunda obra de genio, y el mecanismo, al final, no carbura. Lamata, en sus diálogos, quiere ser ingenioso todo el rato, y agota tanto ingenio perenne. Ser ingenioso todo el rato debe ser algo poco deseable. A fin de cuentas, bordea el filo de la navaja del estereotipo, no en vano los personajes se convierten en arquetipos. El flirteo con la infelicidad y con las patéticas relaciones sentimentales carece de entidad. Lo que necesitaba un título como el presente era diseccionar hasta los zancajos el alma de los diferentes personajes… y soñar.

  Si en la película Gabino Diego es un gran poeta y un gran seductor, insoportablemente fatuo (y que solo aparece en momentos contados de la historia, aunque siempre se está hablando de él), Lamata puede ser el mejor director de las faenas de aliño del cine español. O aragonés, vaya usted a saber.

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