Finalistas de los premios Simón

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Por Don Quiterio

    Cuando Paco Rabal fue a ver a Luis Buñuel en México, para rodar ‘Nazarín’, por consejo de Foxá le llevó una frasca de vino y le dijo que, como tenía que hacer escala en Cuba, no dejara de ir a la Tropicana, que era el Vaticano cubano.

    Paco quemó la noche caribeña y cuando conoció a tío Luis se emborracharon y lloraron de risa y de melancolía. Fue un flechazo. Pero, maldita sea, ese flechazo no lo consigue plasmar Javier Espada, calandino como Buñuel y responsable en esa localidad del centro cultural que lleva su nombre, con el documental ‘Tras Nazarín’, programado por la filmoteca de Zaragoza en una muestra en la que participan todas las películas finalistas, cortas o largas, reales o ficticias, de los premios Simón 2016 que organiza la academia del cine aragonés. ‘Tras Nazarín’, que lleva por subtítulo ‘El eco de una tierra en otra tierra’, narra el periplo de Luis Buñuel, esto es, por tierras mexicanas durante el rodaje de la película ‘Nazarín’, y se fija en los vínculos que hay en el cine del turolense entre los escenarios mexicanos y los que el cineasta conoció en su infancia y juventud en su Calanda natal. No acierta Javier Espada, sin embargo, en su homenaje a la memoria de esa película buñueliana, en un largometraje que más parece un reportaje convencional que un documental propiamente dicho, unas memorias que se manejan sin fluidez y con cierta inoperancia estilística.

    Otro cineasta turolense, Segundo de Chomón, es el protagonista de ‘El hombre que quiso ser Segundo’, documental con ficción reconstruida dirigido por el valenciano Ramón Alós. Al igual que el francés Méliès, el aragonés es recordado como un mago de la imagen cuyo mejor truco consiste, ¡ale hop!, en trasladar sus vastos poderes imaginativos a un nuevo medio que por aquel entonces da sus primeros y balbuceantes pasos, a través de sus fantasías endiabladas y sus pequeñas transformaciones, sus alardes equilibristas y sus luchas fraticidas. Con Chomón se fragua la importancia cultural del cine como espectáculo o, efectivamente, como vehículo nuevo de expresión. El cine mudo español no cuenta con otro investigador de su talla, diluyéndose en buena parte sus hallazgos, mejor aprovechados por otras cinematografías. Un atractivo documental, singular en su concepción y producido por el vasco afincado en Zaragoza Gaizka Urresti, quien, precisamente, dirige el largometraje de ficción ‘Bendita calamidad’, según la novela homónima del madrileño, también afincado en Zaragoza, Miguel Mena.

    ‘Bendita calamidad’ es una comedia decididamente baturra, en la que el localismo chirría demasiado en esa clave de cómic con ecos costumbristas, más allá de esas aventuras de dos atribulados hermanos que, en graves apuros económicos, intentan el secuestro exprés de un adinerado constructor durante la tradicional fiesta del Cipotegato en Tarazona –cuna de Paco Martínez Soria, a quien, de paso, se le homenajea-, pero por error acaban llevándose al obispo de la zona. A través de un guion escrito con mucha brocha gorda, esta especie de ‘road movie’ por tierras del Moncayo resulta errática y poco consistente, blanca y desarrapada, que recurre a clichés mil veces vistos.

    En manos de Paula Ortiz, ‘La novia’, que es como la cineasta zaragozana prefiere llamar a ‘Bodas de sangre’, el verso trágico del poeta adquiere la textura de lo aún más desmesurado, lo hiperbólico, lo demencial. Se trata de una libre y afectada adaptación, una bacanal de dolor, cante y pasiones truncadas, en la que la directora se abandona a una estética visual relamida, empalagosa, barroca hasta el paroxismo, incapaz de transmitir con rigor e inteligencia el contundente drama lorquiano. Paula Ortiz se pasa de vueltas, ahoga el original, engrana un filme tan aparatoso y ostentoso como huero e inane, tan preciosista y lujoso como excesivo y efectista, con unos personajes masculinos poco consistentes, más iconos que caracteres, un problema que ya se detectaba en su ópera prima ‘De tu ventana a la mía’. Si en aquel debut la gravedad de lo narrado se perdía en un ejercicio estético tal vez pueril, ahora ya no hay más narración que la propia formalidad.

    Todavía más artificial y falso resulta el relato autobiográfico de Pablo Aragüés ‘Novatos’, la historia de un zaragozano de dieciocho años que se marcha a Madrid a estudiar periodismo y allí se instala en un colegio mayor, pero los veteranos harán de su estancia una auténtica pesadilla. Como comedia absurda es una obra maestra, pero como documento serio es un auténtico desastre. Sin llegar a esos límites, ‘Muchos pedazos de algo’, de David Yáñez, y ‘Refugios’, de Alejandro Cortés, son dos trabajos tan personales como fallidos, tan sugestivos como irregulares. Más atractivo resulta el largometraje ‘El bandido Cucaracha’, una esforzada animación realizada al alimón por Héctor Pisa y Juan Alonso que narra las aventuras de este bandolero mítico de los Monegros del siglo diecinueve, transfigurado en una especie de ‘Robin Hood’ altoaragonés, que robaba a los ricos para dar a los pobres.

    Uno de los mejores documentales de los nominados a los premios Simón es ‘Mi tío Ramón’, de Ignacio Lasierra, una indagación en la búsqueda de la memoria y el olvido, el pasado y el presente, la herencia y el legado, más allá de los recuerdos del protagonista, el familiar del título, su adolescencia marcada por la guerra civil española y el tiempo actual a través de los suyos: su casa, sus espacios, sus quehaceres. La voz del tío Ramón, recogida en una grabadora por su sobrino –el propio cineasta, de adolescente- va introduciendo las imágenes de esos ambientes rurales. Una historia narrada con buen gusto, con elegancia, que nos hace reflexionar de las aparentes pequeñas cosas sin importancia, porque el director prefiere la sugerencia a lo explícito y sabe que los mínimos gestos, las miradas, las dudas, los detalles, pueden ser mucho más reveladores que los discursos. El realizador de Candasnos callejea por el pueblo que le vio nacer, dialoga con su memoria, sopesa las cualidades de las personas que encuentra en el camino, y escucha la naturaleza de su propio material. Lasierra, sin tapujos, aborda la inevitabilidad de la vida, el paso inexcusable del tiempo, porque la búsqueda del amor absoluto, al fin, solo es posible a través del acto simple de morir.

    Sin embargo, el documental ‘Ducay, el cine que siempre estuvo ahí’, dirigido por Vicky Calavia, permite facturar una crónica validadora de un ‘status quo’ cultural que engalana a la realizadora y los propios núcleos de la gente del cine de un territorio provinciano e inmortal. Pero bajo tan nobles apariencias, el documento de la zaragozana sobre el también zaragozano productor de ‘Tristana’ no supera, al igual que sucede en ‘Aragón rodado’ o ‘La ciudad de las mujeres’, el estadio de plus turístico para la ciudad que lo acoge, un escenario vidrioso para los intereses de un sector de esta actividad. O un ejercicio de burbuja y autismo al gusto de parroquias cinéfilas varias. ‘Ducay, el cine que siempre estuvo ahí’ delata la medianía de relato revenido, formalizado con una minuciosidad desangelada propia de alumnos que hubiesen cursado estudios en la misma academia global. Cine menos interesado en pensar las formas que en mimarlas, en deleitarse en la propaganda propia como alivio a su impotencia para suscitar cambios.

    La importancia de Eduardo Ducay, en cualquier caso, sobrepasa la mediocridad del retrato ejecutado por Vicky Calavia. La personalidad y obra del referenciado se impone al desarrollo rutinario de cualquier planteamiento. Premio Simón de honor, Ducay ha impulsado también hitos cinematográficos tan importantes como ‘El bosque animado’, de José Luis Cuerda, o ‘La Regenta’, la serie televisiva de Fernando Méndez-Leite. O numerosos productos de cine industrial, publicitario y musical (Marisol, Los Bravos) de la historia del cine español. O su impulso en la creación del cineclub Zaragoza en la década de 1940. O la traducción de libros de cine y su participación en las conversaciones de Salamanca, fundamentales para el germen del futuro cine español.

    El resto de documentales nominados se completan con los singulares ‘Nanotecnología, el futuro ya está aquí’, de Beatriz Orduña, y ‘Discovering Lindane: el legado del HCH’, de Arturo Hortas. Igualmente programa la filmoteca los siguientes cortometrajes finalistas: ‘Spanish Street’, de Antonio Tausiet; ‘Portrait of a wind-up maker’, de Darío Pérez; ‘Existencial’, de David Goñi; ‘Zero’, de David Victori; ‘Milkshake Express’, de Miguel Casanova, y ‘Descubriendo a mosén Bruno’, de Maxi Campo. También se programa la obra dirigida por Javier Muñoz ‘Sicarivs, la noche y el silencio’, que opta a la mejor fotografía, y la de Raúl Guíu ‘Selección de personal’, que lo hace al mejor guion.

   Como broche, por su calidad, me extiendo en el cortometraje ‘Un sueño breve’, de Rosa Gimeno, que opta a la mejor dirección y a la mejor interpretación a cargo de Ana Esteban. Se trata de un subyugante trabajo que se abre con un largo y poderoso prólogo a través de una voz en off que nos advierte del secreto clandestino del lienzo de Caravaggio ‘La degollación del Bautista’, para desarrollar una compleja trama de un mundo consciente y el vertedero inconsciente de los que participan Mussolini, Martin Luther King, el mayo del 68, Andy Warhol, el feminismo, los roqueros, los turistas, los mitos griegos, el ‘Sigfrido’ wagneriano o las pinturas de Zurbarán o Velázquez. La realizadora organiza su trabajo en dos bloques, en dos cultos: el de la tradición y el de la ética del cambio. Se apoya, para ello, en uno de los ensayos de Spinoza, cuando el escritor advierte que “el fin último de la ética es la alegría; nada bueno surge del dolor y la tristeza; lo sano es la alegría y con ella la risa”. El plano final de la mujer solitaria sentada en un banco cualquiera de cualquier ciudad e invadida de la miseria de sus carros y cartones, mirando el paso de un vértigo inédito, es el reflejo de la desgarradura, de la ausencia, de la poderosa desmemoria de los que pueden –podemos- hacer algo, porque la pérdida del cielo y del mundo y del infierno seguirá perdiendo. Y Rosa Gimeno lo envuelve todo en un bello itinerario que nos llena de placer. Es lo que tiene el tiempo cinematográfico bien entendido.

    Todos estos finalistas de los premios Simón de la academia del cine aragonés que ahora programa la filmoteca de Zaragoza han sido seleccionados entre más de sesenta trabajos presentados este año entre largometrajes, cortometrajes, documentales y videoclips. Estos últimos son los que dan el toque musical, más allá de ‘La Ramona’ de Fernando Esteso, ante tanta disonancia, en un envoltorio apoyado por las bandas de Calavera (‘Un gran fracaso’, realizado por Iván Castell), Copiloto (‘Los puentes hundidos’, de Gustaff Choos y David Fernández Vidal), Gran Carvin (‘Crónica de un asesinato a corazón abierto’, de Mar Arruga y Beatriz Visa), Yani Como (‘Olvídate de mí’, de Ignacio Bernal), Cuti Vericad (‘Malcolm, en la parte de atrás’, de Javier Macipe) y Dadá (‘Ritmo veraniego’, ejecutado por el propio líder del grupo). Los premios se entregarán el próximo día veintinueve de este mes de abril durante una gala que se celebrará en el auditorio de Zaragoza Allí iré y a ustedes se lo contaré. Y mucha suerte para todos los nominados. Hasta entonces, pues.

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