King Vidor. La música de las imágenes

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Por Fernando Usón Forniés

ESTUDIO: King Vidor.

    Nos resulta una gran alegría la coincidencia de la publicación de esta segunda parte denuestro estudio sobre King Vidorcon todo un feliz acontecimiento: por primera vez en España, y quizá mundialmente, se edita, por fin, una película del cineasta en Blu-ray, nada menos que “El gran desfile”, objeto precisamente del primer capítulo de la entrega actual. No sólo eso, también se anuncia el lanzamiento inminente de otra de sus obras maestras: “Guerra y paz”. ¡A disfrutarlas!

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Por Fernando Usón Forniés.

PARTE 2. La plenitud: “El gran desfile” y “La bohème”.

La vorágine de la Historia.

 “El gran desfile” (1925) fue el gran punto de inflexión en la carrera de King Vidor, el film que lo catapultó a la cumbre comercial y artística de su profesión. Propulsada por el propio director y auspiciada con entusiasmo por Irving Thalberg (uno de los grandes productores del Hollywood clásico, injustamente vilipendiado por el caso de “Avaricia”), basada en una sucinta historia original de Laurence Stallings desarrollada en detalle por Harry Behn y el propio Vidor, esta obra maestra, lo mismo por su tono y su perspectiva que por algunos desarrollos formales, fue una de las películas más revolucionarias de la etapa muda y supuso una gran sacudida en el mundo del cine. No es exagerado afirmar que, dejando de lado el óptimo desarrollo que ya había alcanzado el slapstick, “El gran desfile” en América, al alimón con“El acorazado Potjomkin” en Europa, inicia la recta final y período de máximo esplendor del cine silente.

    “El gran desfile” comienza donde terminaba “Bud’srecruit”, en el sentido de que plantea, con mayor madurez, la necesidad de la asunción de un compromiso: luchar en una guerra “justa”. Pero, anticipando la futura “Guerra y paz”, evidentemente va más allá, pues la asunción de dicho compromiso acaba revelando la futilidad del mismo, por más que permita a sus protagonistas, JimApperson por un lado y por otro Pierre Bezuxov y NatashaRostova, o tal vez porque de hecho se lo permita, tomar una conciencia más rica y profunda del mundo, de sus injusticias, miserias y contradicciones. Es de admirar que tan complejo proceso de conciencia, salvo dos o tres secuencias espectaculares y una sola parrafada evidente en exceso, aparezca en “El gran desfile” delineado con la gran sencillez de la que solía hacer gala el cineasta: sin apenas movimientos de cámara, con planos fijos poco llamativos y con gestos e imágenes tan sencillos como certeros.

    Así, al inicio, el narcisismo y la vida muelle del adinerado Jim los muestra Vidor con un leve gesto: al untarle la cara el criado para afeitarle, Jim se quita la espuma de los labios con el dedo. Y su falta de ideales viene dada por omisión: mientras en la presentación en paralelo de los tres futuros soldados protagonistas, Jim, O’Hara y Slim, los dos trabajadores, ante la alarma comunitaria y en muestra de su toma de conciencia, dejan sus herramientas de trabajo (cierre en iris sobre el vaso que limpia O’Hara, inserto sobre el taladro de Slim), no hay plano equivalente en el caso del niño de mamá Jim. Al contrario, su cerrazón e indiferencia los delata una imagen tan sencilla como contundente: mientras todo el mundo se revoluciona por la llegada de la guerra, Jim ni se levanta del sillón y su rostro permanece oculto por el paño caliente; sólo asoma, en ligera ironía, la nariz. Y es que el joven pretende continuar con su vida de siempre.

    El cómo JimApperson acaba sumergido en el remolino de la Historia ya difiere enormemente del caso de Pierre Bezuxov: mientras el ruso, en Tolstoj y en Vidor, es un hombre atormentado que se lanza a la actividad con plena conciencia, el frívolo americano lo hace sin pensar y simplemente, algo muy vidoriano, se deja arrastrar por la masa: durante el desfile patriotero y belicista, Jim marca el ritmo de la música de manera mecánica, con un pie primero, luego con los dos. Hay una bonita idea visual que certifica que Jim se sube al vendaval de la Historia con la misma frivolidad con la que suponemos que ha vivido hasta entonces: se apea de su coche para subir al de esos amigos que van a alistarse, y en el plano consecutivo, ya por la tarde, baja de ese último coche, en marcha, frente al portal de su casa, casi sin que el espectador haya podido discernir que venía en él (y olvidando, de paso, tanto Jim como Vidor, el vehículo donde al comienzo iba el joven: una incongruencia cometida a conciencia para mejor transmitir la idea; o de cómo la academia se sacrifica en aras de la inventiva). Por en medio hay una elipsis importante, pues Vidor no ha mostrado a Jim alistarse, con lo que se sugiere que el joven se ha enrolado contagiado por la euforia de las masas, casi sin darse cuenta,ni mucho menos reflexionar. En descargo de Jim, es cierto que un indicio había en la secuencia intermedia entre la introducción y la del desfile: primero, en casa, como Reggie en “Bud’srecruit”, había tranquilizado a su madre, asegurándole que no se iba a alistar; pero, a continuación, en la calle, su novia Justyn había mostrado sus deseos de verlo en uniforme. Si la conversación con la madre se había registrado desde un único tiro de cámara, lógico pues los dos puntos de vista concordaban, la sugerencia de Justyn comporta en la suya un tiro novedoso que recoge a Jim en primer plano casi frontal, mirando ligeramente a izquierda: una nueva posibilidad ha surgido en el mundo del joven. Tanto es así, que, tras su alistamiento, en la secuencia con la familia, cada vez que a Jim le viene a la cabeza su repentina decisión, con su madre, con su padre, Vidor repite el mismo tiro con la misma dirección de la mirada de Jim que en la conversación con Justyn.

    Una vez lanzado a participar activamente en la Historia, ya en Francia, el atildado joven al que le molestaba una espumita en los labios pasará a sufrir el cansancio, pisar el lodo, excavar estiércol, dormir encima de una pocilga o rascarse los piojos. Sin embargo, la primera parte francesa de “El gran desfile” no hace ningún drama de este tipo de detalles escabrosos, pues el film abraza un campechano sentido de la comedia (un género que, como vimos en la entrega anterior, Vidor gustaba de practicar en esa época), incluso con alguna imagen cercana al slapstick, como es el caso de Jim desplazándose por la granja embozado en un tonel: más que estar en guerra, parece que nuestros soldados estén de campamentos. Esto no es ningún reproche, pues los momentos distendidos ayudan al espectador a congeniar mejor con los protagonistas, y a éstos entre sí. Incidentalmente, hoy en día, con tanto telele de trascendencia mal entendida en el cine y en las demás artes, es algo casi perdido, pero los directores de la generación de Vidor sabían que debían resaltar los momentos de felicidad (que, aunque a algunos artistas amargados les parezca mentira, también los tiene la gente), para realzar mejor los momentos dramáticos, y también, por qué no, para disfrutarlos por sí mismos (¿se atrevería algún director de pro a rodar una especie de “True HeartSusie” hoy por hoy?).

    En “El gran desfile” hay momentos de comedia excelentes: el deambular de Jim con el tonel y las reverencias que se dedican mutuamente él y Melisande; la presunción de los amigotes de Jim de que los tres han de compartir todo, incluida Melisande, y los esfuerzos de ésta por mantenerlos a raya; el paseo de la pareja en plano general en la arboleda, con el primer amago de beso por parte de Jim y la respuesta de Melisande en forma de bofetada; la famosa escena del chicle; la alegría de Jim al ser definitivamente aceptado por Melisande, exteriorizada por un brinco incontenible y que enlaza, en montaje, con la danza de un soldado en otro momento de esparcimiento y gran vitalidad; las chirigotas que le dedican a Jim sus colegas al verlo ponerse de punta en blanco para su nueva cita con la joven, y el hato de heno que le tiran desde el granero, llenándolo de briznas y polvo; la lectura de las cartas de los franceses, en particular, por parte del abuelo que escenifica batallitas haciendo botar a Jimal suelo…

    Pero la ligereza en el tono de esta parte de la película no significa, ni de lejos, que Vidor pierda perspectiva sobre el conjunto. Por un lado, la puesta en escena, de forma sumamente sutil, parece hacer que Melisande simbolice a su amado en las piernas, lo que hace más amarga la futura mutilación de Jim al mismo tiempo que la anuncia fatalmente: bajo el barril, al recluta sólo le asoman las extremidades y una de las piernas se le queda atorada en el lodo durante un instante; al dejar a Melisande, se le deshace el fajado de una de las botas y, al poco, será la muchacha quien, en plano detalle, vuelva a anudárselo; el toque final en el arreglo de Jim para acudir a su cita con Melisande es lustrar las botas; pasado un número de días indeterminado, a Melisande le basta ver unas piernas asomando de un carro para reconocer a Jim, y una vez más le acaba de enrollar la cinta; es más, en la escena de la despedida de la pareja, la joven se abraza desesperadamente a la pantorrilla de Jim, y éste, como recuerdo, le arroja todo lo que tiene a mano, incluida una bota…

    Por otro lado, el enamoramiento de la campesina Melisande es otro hito en el proceso de maduración emocional del hijo de mamáJim, la etapa crucial en su toma de conciencia de una realidad más amplia que su barrio residencial. Y es de notar cómo Vidor le dedica a este proceso, cuyo momento central es la escena del chicle, planos de la pareja sumamente largos, con interacciones muy matizadas: nada de besos fogosos y glamourosos, sino pequeños avances y retrocesos, caricias y roces, que hacen que la relación vaya decantándose de la forma más cotidiana posible; y todo en tomas muy prolongadas. Primero viene el plano americano en que, en un portón, Melisande le anuda a Jim en la pierna la cinta suelta; luego, el plano medio de la pareja sentada a la orilla del río, con Jim inclinándose hacia una todavía algo reticente Melisande, casi arrinconándola en el cuadro (ofreciendo un contraste vertical- oblicuo que Stiller, otra vez Stiller, ya había utilizado en las escenas de galanteo de “El tesoro de HerrArne” y “Johan”); y finalmente, el prodigioso plano en que Jim le ofrece un chicle a Melisande y le enseña a masticarlo, plano que se prolonga durante más de minuto y medio ininterrumpido y que pertenece a una toma más amplia que dura más de tres minutos, tan sólo rota por los necesarios intertítulos que muestran los intentos de comunicación verbal de la pareja.Se ha de dejar constancia de que estos planos suponen una de las culminaciones de la mímica silente, en este caso ondeando la mayor naturalidad imaginable, y que ello no habría sido posible sin el concurso de los actores, RenéeAdorée como Melisande, y sobre todo, en el papel de Jim, John Gilbert, cuya interpretación es fuera de serie. Y también se ha de comentar algo más: el ritmo del cine silente solía ser, salvo el slapstick y ciertas muestras del cine soviético, mucho más lento que el del posterior sonoro. Esto en parte se debía a una cuestión social, pues la vida entonces transcurría con mayor placidez; y en parte a una meditada opción de los directores. Lo habitual era que ese ritmo pausado se obtuviera ralentizando los gestos de los actores (como en Murnau, Sjöström o Borzage) o mediante el montaje (como en Stroheim). Pero el caso de Vidor es distinto, pues en estos planos lo mismo se renuncia al montaje alterno que se potencia la vivacidad de los actores: la lentitud tiene más que ver con la descripción de un proceso que se desenvuelve naturalmente. Esto anuncia algunas películas suyas del sonoro (“Thestranger’sreturn”, “Cenizas de amor”), e incluso, tal vez para sorpresa de algunos, gran parte del cine más contemplativo de la actualidad. Y aún otra cuestión: en el cine mudo de los años 20 los planos no solían durar tanto; sí en el cine primitivo, pero se trataba de planos generales, normalmente trabajados según una concepción pictórica o teatral del espacio escénico (mencionemos sólo unos ejemplos, ya bastante avanzados en la etapa: en el lado negativo, el de lo teatral mal asumido, “Quatre-vingttreize”,de Albert Capellani;y en el positivo, el de su reasunción bajo parámetros puramente cinematográficos, “Thewishing ring”, de Maurice Tourneur, e “IngeborgHolm”, de Sjöström). Nunca hasta entonces se habían ofrecido planos medios de tal duración; y de hecho, no sería algo relativamente generalizado, al menos tan desnudos, tan concentrados en las expresiones de los actores (sí lo serían aquéllos en los que se realizaba alguna acción), hasta que se asentaran ciertos autores del cine moderno, como Bergman, Rohmer o Eustache. La cuestión con Vidor es que es tal la naturalidad de estos planos que el tour de force que suponen pasa desapercibido; más todavía cuando el cineasta no repitió el recurso hasta la saciedad de film en film…, lo que de cara a cierta crítica amante de las evidencias ha dificultado enormemente su ingreso oficial en el Olimpo de los autores.

     Lo que, desde luego, es imposible no apreciar es la antológica secuencia de la partida de los soldados americanos del pueblo francés para pelear al frente. Explica Vidor en sus memorias que fue aquí cuando comenzó a usar ritmos musicales para pautar los movimientos de actores y extras (aunque pensamos que esto ya lo había ensayado a pequeña escala en películas anteriores, como mínimo en “Thefamily honor”), y que varios directores de orquesta coordinaban en el set a los numerosos figurantes. ¡Y qué resultado! La secuencia, admirablemente pautada, es una de las más brillantes de toda la historia del cine; curiosamente, ese mismo año se rodaba otra de la que cabe decir lo mismo: la de las escaleras de Odessa de “El acorazado Potjomkin”. Ambas secuencias antológicas son profundamente musicales por su concepción basada en términos rítmicos que, lejos de anular lo dramático, lo potencian; pero, por desgracia, siempre ha tenido más predicamento la de Eisenstein, suponemos que porque era soviético, que la de Vidor, ya que muchos críticos, americanos incluidos, parecen reacios a admitirle a un tejano altura intelectual. La secuencia de “El gran desfile” es pasmosa por la conjugación de sus ritmos, conseguidos fundamentalmente por los movimientos de los figurantes hechos riada humana (apuntemos que en las escenas de batalla Vidor lo haría más mediante el montaje, y muy brillantemente); movimientos que tienden a hacerse cada vez más rápidos mientras Jim y Melisande se buscan desesperadamente entre la multitud, hasta llegar a ser frenéticos en el momento en que la pareja se encuentra y se besa, casi conformando trazos abstractos que los rodean, para finalmente ir amainando poco a poco hasta el vaciado total del camino, con la solitaria y trémula presencia de una Melisande postrada. Pero si la secuencia alcanza una potencia emocional abrumadora no es sólo por la magistral orquestación de los ritmos. Es también porque, hasta este momento, la relación entre Melisande y Jim ha transcurrido de una forma muy cotidiana y ligera, y, ahora, con la separación, ambos sienten como una quemadura toda la potencia de ese amor que iban larvando, y la pasión explota con vehemencia física e incontrolable (un tipo de fisicidad, por cierto, ya extinto en el cine): Jim, una vez ha abrazado a Melisande, es incapaz de soltarla hasta que le obliga el oficial, y de hecho, la lleva abrazada hasta su camión; Melisande, desesperada, agarra la pierna de Jim en un fútil intento de impedir su partida, llega incluso a intentar parar el camión agarrando la cadena… y casi es arrastrada por él. Y aún más, ese precioso invento visual de Vidor de colocar a sus protagonistas, separados o juntos, en plano medio o primer plano, mientras, al fondo, por delante o a su lado, las multitudes se desplazan a paso, ora firme, ora diabólico; ese hacer bullir físicamente el mundo en torno a los individuos, encapsula el tema fundamental de la película: el vendaval de la Historia que arrambla con las personas.

    Tras más de una hora de metraje, comienzan las escenas bélicas de “El gran desfile”. De nuevo, el cineasta hizo uso del metrónomo para pautar los movimientos de los soldados, muy en especial en la extraordinaria secuencia en la que los americanos avanzan por un bosque infestado de francotiradores alemanes, ese ballet de muerte que decía Vidor, donde los soldados van cayendo a un ritmo inexorable y durante el cual el director solicitó que dejara de tocar la orquesta que acompañaba el film, en una nueva muestra de que las imágenes podían elaborar su propia música (una sugerencia, por cierto, que Carl Davis no respetó para su partitura de los 80). Aquí ya no hay lugar para el humor, y la película se decanta definitivamente hacia el melodrama más que hacia un cine bélico propiamente dicho, de acción, entonces todavía en ciernes. Las penalidades ya no pueden tomarse a la ligera, y los tres amigos, rendidos, se refugian en los hoyos provocados por los obuses, y pasan de compartir alegremente un pedazo de pastel o una chica a pasarse mortecinamente el último cigarrillo o la reserva de tabaco de mascar.

     El asalto final sobre las posiciones alemanas, en una noche impenetrable donde los soldados se ocultan como ratas en agujeros, es la etapa final en la concienciación de Jim, dada en dos tiempos consecutivos. El primero, su reacción ante la agonía de Slim, es tal vez el único momento discutible de la película, no por la interpretación de Gilbert, que sigue siendo tan adecuada al momento como extraordinaria, sino por la evidencia de los rótulos: una diatriba contra la guerra en toda regla, quizá necesaria en su día para dejar clara la posición de su autor, pero tal vez evidente en exceso. Por fortuna, el segundo tiempo en esta toma de conciencia de Jim lo constituye una escena absolutamente magistral, que transmite con elegancia y contundencia superior a la anterior el pensamiento de Vidor: tras la muerte de sus amigos Slim y O’Hara, Jim, alcanzado en la pierna, ha herido a un soldado alemán y, en su furia, lo persigue para rematarlo, arrastrándose por el suelo y acabando los dos por caer al mismo hoyo. El alemán moribundo, un adolescente de rostro angelical, le pide a Jim un cigarrillo; éste se lo da, el último, a regañadientes. Vidor corona la escena con un plano admirable, de más de dos minutos y medio de duración, en el que nos muestra al exánime soldado cuya cabeza cae sobre Jim, los continuos rechazos de éste, bruscos, pero cada vez más amortiguados, y la muerte final del alemán. Aparte de la soberbia orquestación de los gestos, que, dada la distinta nacionalidad de los jóvenes, comienzan un poco, como con las escenas de Melisande, con el lenguaje de los signos, aunque por la gravedad del momento enseguida se zambullan en lo esencial, la duración es precisamente lo que más llama la atención de este plano, pues, en contraste, los de la muerte de los amigos Slim y O’Hara son bastante breves. Es más, la relación entre los tres amigos la ha desarrollado Vidor fundamentalmente, escena tras escena, en planos separados; tan sólo en la última secuencia juntos cambia algo la pauta, sólo que en tomas mucho más breves que la del soldado alemán. Así, para encontrar en “El gran desfile” otros planos medios de dinámica idéntica a la de ese momento de imposible confraternización entre el americano y el alemán, hay que ir a la primera conversación de Jim con su madre y a sus cortejos con Melisande; es decir, a su relación con las mujeres que ama: quizá la violencia en el rechazo de Jim al contacto físico con el enemigo sea el antídoto contra el deseo de un abrazo fraternal. Pues está claro que Jim, con esta experiencia terrible, con los jalones propuestos por una americana, una francesa y un alemán, ha superado ese superficial compromiso patriotero que lo llevó a la guerra a favor de algo mucho más profundo, no lejano de ese amor a la humanidad entera que postulaba Tolstoj y que el mismo Vidor citará al final de su versión de “Guerra y paz”.

     El carácter antibelicista de “El gran desfile” queda aún más patente tras la experiencia en el campo de batalla. Vidor esquiva la previsible escena de la agridulce victoria final, y la única celebración visible es la de ese confuso, histérico y dolorido Jim compartiendo agujero con el alemán muerto. Luego, llega la secuencia de ese lúgubre hospital, con sus largas filas de camas, así como la nostálgica visita de Jim a la granja de Melisande, destrozada por los bombardeos (escena hermana del paseo final de Natasha por la derruida casa solariega en “Guerra y paz”). Pero Vidor aún va más lejos, al introducir un par de planos inversos a sendos anteriores, mostrando el ineludible reverso de la exaltación belicosa: sus dolorosas consecuencias. El primero replica al último plano de los reclutas encaminándose de Estados Unidos a Francia, y aún más precisamente, al de esos camiones repletos de soldados, avanzando desde la granja francesa hacia el frente por una carretera rectísima que se perdía en el horizonte; es un plano desde exactamente el mismo emplazamiento de cámara que el último, que muestra una fila no menos impresionante de ambulancias volviendo ahora desde la lejanía hacia cámara: “el otro desfile”, reza el intertítulo. El segundo ejemplo es más sutil al no venir subrayado por ningún rótulo; en él, con Jim de vuelta a casa, Vidor muestra al mutilado entre sus padres, la madre abrazándolo a la izquierda de plano, y el padre a la derecha, tras su hijo, observándolos. Pues bien, este plano es exactamente simétrico, como un reflejo, a otro anterior a la partida de Jim, de nuevo con el joven en el centro, sólo que con la madre a la derecha y el padre a la izquierda. Y si Mrs. Appersony Jimestaban igualmente emocionados en la secuencia anterior, la gran diferencia la aportaMr. Apperson, el cual, antes, contemplaba a su hijo todo ufano, fumando un purazo, orgulloso de que por fin se comportara “como un hombre” al alistarse en el ejército, mientras que, ahora, aparece abatido, acusando la responsabilidad de laterribleexperiencia que ha soportadoJim.

     Pero antes de este plano que apuntala magistralmente las intenciones del cineasta, éste nos ha ofrecido uno de los momentos más emocionantes del film, melodramático sin duda, pero sin desdoro y con distinción: la emoción materna al reencontrar al hijo y la sentida rememoración por la petrificada mujer de la infancia de Jim. También aquí, por enésima vez, innova Vidor. El travelling de aproximación a la madre que la aísla del otro hijo y la novia, independiente de cualquier movimiento físico pero ajustado a un cambio emocional, algo que innumerables directores volverían a utilizar, tantos, que pareciera que nadie lo hubiera inventado y fuera propiedad común; ese travelling es tanto más significativo cuanto que Vidor apenas movía la cámara durante la época silente, y aun más, con esa intención no le conocemos precedente en la historia del cine. Hay dos similares en “El último” de Murnau, pero no con el mismo matiz: una aproximación al portero cuando se pone a leer la carta de su despido, y otra a la vecina que lo descubre trabajando en los lavabos; pero la primera tiene lugar antes de que el portero haya leído la noticia y es, por tanto, más una marca enunciativa del director, un aviso de en qué personaje se va a concentrar la acción significativa, mientras que la segunda, más próxima en principio al sublime travelling de Vidor, busca más el efectismo (la mueca de la criada al gritar) que una honda repercusión emocional. Después, durante el abrazo al hijo, la rememoración materna es también magistral: no se trata de un flash-back al uso, meramente narrativo y de raigambre literaria, sino de pequeños retazos de tiempo que se agolpan en la cabeza de la mujer (el niño en el regazo, sus primeros pasos, su enfermedad, sus correteos y caídas), un torbellino de sensaciones sin orden intelectual. Habrá que esperar a Resnais para que se vaya más lejos…; pero, como sucede tantas veces en Vidor, está todo tan perfectamente imbricado en el magma emocional del film, mostrado de una forma tan natural y sin subrayados, se siente con tanta intensidad, que parece tan fácil y sin mérito.

     Tras estos momentos, Vidor ya ha brindado lo más asombroso de “El gran desfile”, aunque esto no significa que los escasos minutos restantes no estén a la altura. El abrazo materno acunando a Jim es un momento de gran belleza que corona la reacción de la mujer ante la desgracia sufrida por el hijo. Y el inmediato reencuentro de Jim con Melisande no es inferior: desde que la francesa atisba, o más bien intuye milagrosamente, al americano en la lejanía, hasta el momento del abrazo culminante, bajo una arboleda que recuerda la de su despedida, sólo que ahora despoblada, Vidor estructura la secuencia con planos alternos de los amantes que corren el uno al otro inconteniblemente, en algunos momentos incluso Melisande casi arrastrándose por el suelo. Es el primer reencuentro apasionado de una pareja vidoriana dado en montaje alterno y culminante de todo el film, situación que será recurrente en muchos de sus mejores títulos: “…Y el mundo marcha”, “Paz en la tierra”, “Duelo al sol”, “El manantial”, sin olvidar las variantes de “La bohème”, concentrado en uno de los miembros de la pareja, y los dos de “Guerra y paz” (de Natasha con Andrej y de Natasha con Pierre), sucintos y casi fantasmagóricos, reducidos a lo esencial.

    “El gran desfile” es una obra clave del cine. Es la piedra angular del melodrama moderno, pues, por más que Stiller en “Johan” y “La leyenda de GunnarHede” y el mismo Vidor en “Flor del camino” hubieran propuesto perspectivas muy avanzadas y elegantes, habían construido dichas películas, soberbias por lo demás, sobre las convenciones del folletín, entonces omnipresentes en el melodrama y el maurodrama cinematográficos (Murnau, por ejemplo, no se desembarazaría de ellas hasta su póstuma “Tabú”; Stroheim y Griffith, nunca). En ello, sin duda, tuvo mucho que ver que el guión fuera original, sin fuente literaria preexistente, y que gran parte de las aportaciones proviniesen del mismo director, que participó activamente en la escritura. También “El gran desfile” alcanzó la mayor altitud emotiva que había hollado el cine, pues nunca hasta entonces se había rodado una película tan emocionante en todos los aspectos (ni siquiera los Griffith más sentidos, “Lirios rotos” y “La aurora de la dicha”; tan sólo, como por casualidad estrenada en el mismo noviembre de 1925, ese elegante y contenido folletín que es “El tumbón, de Borzage). Es más, desde “El nacimiento de una nación”, y ésta más por acopio de los avances de la anterior ingente obra griffithiana, ninguna película, ni siquiera “Nosferatu” o “El tesoro de HerrArne”, había atesorado tal asombrosa cantidad de innovaciones; algunas, como hemos visto, de tal calado y vaticinio que no se harían comunes hasta décadas después. Y absolutamente ningún film anterior había sabido articular de forma tan precisa un discurso en imágenes que superara la anécdota narrativa, ni, aún más, adecuar las elecciones formales a la idea rectora de una forma tan coherente y deslumbrante. Eso, sin tener en cuenta la variedad de humores que consiguió articular el film, su vigor impetuoso, su sentimiento desbordante, su humanidad…

El amor tiene dos caras.

     De entrada, resulta sorprendente que Vidor, tras haber inaugurado el melodrama moderno, lo abandonara por dos temas de gestación decimonónica: “Vida bohemia”, más conocida por su título original de “La bohème”, y “El caballero del amor”, ambas de 1926. En concreto, la primera está basada, muy libremente, en la celebérrima ópera de Puccini, a su vez inspirada por “Escenas de la vida bohemia” de Henry Murger. En apariencia, se trata de un franco retroceso, de una clara asunción del folletín más recalcitrante: hay una rubia angelical e indefensa, y por supuesto huérfana y acosada por la miseria, y hasta una especie de malvado con perilla… La explicación de por qué Vidor se hizo con semejante proyecto, no obstante, es sencilla: mientras “El gran desfile”, como al poco “…Y el mundo marcha”, eran proyectos personales suyos, “La bohème” era una película a la medida de la gran LillianGish, cuya persona cinematográfica siempre había estado anclada, desde sus comienzos con Griffith, en los terrenos del folletín decimonónico, los de la pobre rubia ingenua acometida por la adversidad. Normalmente, Vidor elegía a sus actores y a su equipo, pero aquí fue Gish quien lo eligió a él (como también haría con Sjöström para “La letra escarlata” y “El viento”: inteligencia le sobraba a la actriz), imponiendo de paso a su director de fotografía, HenrikSartov. Esto conllevó, aparte del tema, otras peculiaridades: abundan los primeros planos más que en ninguna otra película de Vidor, y aquéllos en los que aparece Gish en primer término nunca hacen uso de la profundidad de campo y sí, con frecuencia, de un leve flou; incluso algunas secuencias parecen haber sido orquestadas por la actriz, como el beso que el anhelante Rodolphe le da en la mano a Mimi ¡a través de un cristal! Recomendamos sobre este tema el capítulo correspondiente a “La bohème” de las memorias de Vidor“Un árbol es un árbol”, capítulo que es una pequeña obra maestra del género biográfico, inolvidable por la irresistible ironía de la que hace gala su autor.

    Vidor tuvo muy en cuenta el trayecto escénico de la obra de partida por el teatro y por la ópera; especialmente en lo que respecta a la concepción de muchos planos, que no intentan disimular, antes al contrario, su esencia teatral, tanto por los movimientos de los actores, como por la composición del encuadre en unión con el decorado, o por la distribución del atrezzo. Un par de ejemplos de movimientos de actores: la vuelta de los cuatro amigos bohemios a su buhardilla de uno en uno, como entrando en un escenario; y la silenciosa salida de los amigos tras la muerte de Mimi, como abandonando las tablas. De encuadre y decorado: la presentación de Rodolphe, al fondo de un plano general, reencuadrado por un arco, habitando un espacio un escalón por encima de su amigo pintor; y la presentación de Mimi, también en plano general, en la alucinante buhardilla que le sirve de habitación, con la joven costurera casi perdida al fondo, y en primer término, la serie de tablones que debe pisar para llegar al habitáculo: casi como un escenario teatral y el foso que lo separara del público. Y ejemplos de atrezzo, un par de planos relacionados: ése en que la pareja brinca de alegría en el cuarto de Rodolphe, donde, al levantarse, dejan al descubierto en el mismo centro de plano un taburete cuya testaruda inmovilidad contrasta con la alegría de los jóvenes; y otro en que, en plena discusión en la buhardilla de Mimi, la silla cae, y ésta y la mesa ocupan el primer término del plano. Claro está queVidor sabe extraer cine del teatro, y así, por ejemplo, imprime distinto carácter a estos momentos gracias a los asientos: estabilidad frente a movimiento; erguido frente a caído. Es más, la silla y la mesa donde Mimi trabaja, que conforman el segundo grupo de objetos, se repiten obsesivamente en muchos planos del film, como si fueran mudos testigos de todo el drama, y se recuperan en el devastador cierre, donde Rodolphe y el cadáver de Mimi aparecen casi perdidos, como en sus respectivas presentaciones, al fondo, en una esquina del plano, mientras el término más próximo lo ocupan las omnipresentes silla y mesa.

     Ciertamente, un par de momentos escapan a ese aire teatral que exhuda“La bohème”, inexistentes en la ópera que le sirve de base y que, curiosamente, marcan los dos extremos entre la más brillante luz y las más ominosas tinieblas. Por el lado de la luz, la excursión al campo, de luminosidad impresionista (se piensa en ciertos cuadros del primer Monet, especialmente “Le déjeuner sur l’herbe”), así como el baile en plena naturaleza de Rodolphe y Mimi, ritmado admirablemente mediante la coreografía con los actores y los movimientos de cámara, secuencia que no es de extrañar que se corone con el primer beso, pues al aire libre los personajes, lejos de sus sofocantes habitáculos, por fin parecen respirar… Y por el lado de la oscuridad se alza el angustioso trayecto final de la agonizante Mimi hacia Rodolphe en una noche despoblada y hostil.

    Pero si, dejando de lado estos dos momentos excepcionales, tanto más vigorosos cuanto que contrastan con los restantes, Vidor insistió tanto en la idea de lo teatral, ello fue por un motivo profundo: porque todos los personajes representan, y en especial, Rodolphe y Mimi. Así, al principio, dentro de unas coordenadas más joviales, las de ese humor vidoriano tan recurrente en su obra muda, vemos a los cuatro amigos bohemios abandonando la vivienda consecutivamente, bailando y canturreando sendas estrofas de una canción. Más tarde, con la misma jovialidad, veremos a Rodolpherepresentar literalmente a Mimi una escena de la obra que escribe, y luego, a Mimi hacer otro tanto con el rijoso vizconde para intentar conseguirle a Rodolphe una cita con un empresario. Pero… Más preocupantemente, Mimi y Rodolphe también han hecho de su vida una representación; y ambos intérpretes, LillianGish y John Gilbert, cada uno haciendo gala de su estilo, lo entendieron perfectamente. Mimi, como buena heroína de folletín (y en la tradición de la carrera más significativa de Gish), pretende no interesarse por el amor terrenal, comunicándole a Rodolphe una imagen de pureza un tanto cursi y desfasada: bien lo muestra esa pose deliberadamente teatral con que rechaza el primer intento de beso de Rodolphe en la campiña… para luego sonreír juguetona. Es más, Mimi finge frente a su amado que su vida es un lecho de rosas, cuando resulta que debe pasar privaciones e insomnio para conseguir el dinero que, presuntamente, el periódico le paga a Rodolphe; e incluso le miente ocultándole sus esfuerzos por dar a conocer su obra: un precioso primer plano, cortesía de Sartov, la muestra etérea, tras el encaje que borda en una noche en vela…, pero por tanto prisionera de esa realidad artificial que ella misma se ha fabricado. En cuanto al literato en ciernes (Gilbert, por el contrario, ofrece una interpretación en las antípodas de la muy contenida de “El gran desfile”, a veces muy operística), parece ser uno de los héroes de esas obras baratas que, imaginamos, son las que ha debido de escribir hasta el momento: los aspavientos son norma en él, y de cada gesto hace una gesta. Así sucede, por ejemplo, cuando en el campo Mimi le declara su amor y él se lleva la mano al pecho aparatosamente; o cuando, tras ver a Mimi atendiendo al vizconde, tira, con salero, sombrero y capa al suelo, y luego, al marcharse el noble, hace mofa de él imitándolo. Incluso, cuando, muerto de celos, destroza aparatosa, teatralmente, el vestido de Mimi, Vidor se permite desdoblar el momento en un par de planos (Rodolphe sale del primero para entrar en el segundo), calcados de la escenificación que de su obra hizo a su amada.

     Volviendo a las dos representaciones de la obra elaborada por Rodolphe, llama la atención que, si bien tanto Mimi como Rodolphe encarnan a dos o tres personajes de ella, Vidor muestra la escenificación de la muchacha en un único plano, mientras que en el caso del joven reserva dos tiros de cámara, uno para cada lado del decorado, para que cada vez que Rodolphe cambie de personaje, desdoblándose en héroe y en malvado, se lo muestre en planos distintos, para lo cual brinca de un lado al otro. Este desquiciamiento dado en clave cómica (como, casualidades del cine, el que Charley Chase mostraba en “Mightylike a moose”, de McCarey, ese mismo año) apunta, sin embargo, a algo más profundo, mediante la traducción de los síntomas en pura puesta en escena: Rodolphe padece una suerte de trastorno afectivo bipolar. Se alegará que no basta una secuencia para aseverarlo, pero hay más detalles de la puesta en escena: en su último furioso ataque de celos, la expresión de su rostro cambia, en primer plano, de la ira más agresiva al amor más franco; luego, en el estreno de su obra, una sombra divide verticalmente su rostro. Además, ahí están sus cambiantes humores, que viran de la euforia infantil al desánimo sombrío, casi sin término medio y a veces en el mismo plano, así como su relación con Mimi, que oscila continuamente entre, por un lado, la veneración más cursi y rendida (de hecho, la postura más recurrente en la pareja es Mimi sentada y Rodolphe arrodillado, de forma que éste siempre aparece más bajo en cuadro que ella), y por otro, una agresividad a veces brutal, rayana en el maltrato (lo que genera, subrayado además por el contraste entre la apostura de Gilbert y la fragilidad de Gish, más de un momento de gran incomodidad en el espectador).

     Y así, resulta que, a la chita callando, partiendo del género y argumento más manidos, Vidor volvió a ser pionero: casi por primera vez en la historia del cine, un héroe con pintas de buen chico, un galán simpático, no un malvado declarado, oculta un lado siniestro (lo que, años más tarde, a partir de “Sospecha”, se convertiría en la especialidad de Hitchcock). Y si decimos casi, es porque, previamente, tan sólo Stiller (¡otro nexo entre los dos cineastas!) había mostrado galanes con doblez, en “La canción de la flor escarlata” y “El tesoro de HerrArne”, aunque no de esta forma tan cotidiana y patológica a la vez: a “El tesoro de HerrArne” le falta lo primero, y a “La canción de la flor escarlata”, lo segundo. Y aún más, por algo Vidor equilibró la importancia de los personajes encarnados por los extraordinarios Gish y Gilbert, haciendo la película mucho más rica que un simple vehículo para una sola actriz, ya que, ahora sí, por primera vez en el cine, que sepamos, un film ofrece una doble lectura con éxito (doble lectura real, subrayamos, propuesta por la misma película, y no adosada artificialmente desde fuera, como, por ejemplo, hizo Ado Kyrou cuando afirmó que “Nosferatu” trataba sobre el totalitarismo), de forma que la película oficial encubre otra subterránea que discurre paralela. Es algo que después sería muy habitual en el Hollywood clásico, casi siempre de la mano de directores europeos (Tourneur, Hitchcock, Sirk…), pero también fuera de él (Buñuel, Mizoguchi…). En concreto, en “La bohème” la superficie es el típico folletín de la joven virtuosa que sacrifica su bienestar, y finalmente su vida, por amor; pero lo que bulle en el fondo es una relación tumultuosa, erigida sobre la falta de confianza mutua, marcada por los cambios de humor y los celos rabiosos de Rodolphe, y rayana en el sadomasoquismo: Rodolphe puede arrodillarse frente a Mimi como ante una Virgen, pero lo mismo la zarandea y la arroja al suelo; Mimi a todo dice amén, y cuanto más la injuria Rodolphe, más dispuesta está a sacrificarse por él; y ambos parecen extraer un morboso placer de sus respectivos roles de víctima y verdugo. Así que el film, secretamente, parece proponer cómo una personalidad trastornada (…o dos) puede acabar condicionando negativamente una relación. Vidor, no cabe duda, era un sagaz observador de la vida de pareja…

     Se elija la lectura que se elija, “La bohème” es una historia de amor. Vidor la condensa en varias hermosas imágenes, relacionadas por elementos verticales del decorado o atrezzo: el tubo de la estufa en el primer encuentro entre los jóvenes; el tronco del árbol en el que se reclinan en la escena del bosquecillo donde se declaran su amor; el manuscrito enrollado cilíndricamente que lleva Mimi al teatro; y ausente ya Mimi, tras el éxito de la obra de Rodolphe, nada de calor, naturaleza o proyectos de ilusión, sino la barra de pan en la que el hombre, sentado en el lugar de honor, se apoya como un rey que sujetara un grotesco cetro. Es de resaltar que esta última imagen es singularmente densa, pues además rememora a Mimi, al retrotraer a ese momento en que los alegres bohemios le ofrecieron sus viandas y ella sujetaba una copa de vino en una mano y un pedacito de pan en otra; exactamente como Rodolphe, sólo que ahora, al final, se ha desalojado eloptimismo.

     Vidor muestra la evolución desde el amor como representación que parecía proponer la escena de la campiña (no sólo por esos contados gestos teatrales de Mimi y de Rodolphe, también porque su baile tiene mucho de danza de apareamiento) hasta el amor como necesidad literalmente vital. Por en medio, lo hace avanzar, ¡y cómo!, en esos tableaux noblemente teatrales, a algunos de los cuales ya hemos hecho referencia: la rendida adoración de Rodolphe, arrodillado, a Mimi, sentada en el taburete, y la juguetona despedida de la pareja; en la buhardilla de Mimi, partiendo de idéntica posición de los personajes, la airada reacción de Rodolphe ante la inocente mentira de la chica, que desemboca en la violenta discusión final; el abrazo de Mimi para retener a Rodolphe (como en “El gran desfile”, el hombre de desplaza con la mujer colgada de él), y cómo éste se desembaraza de ella, dejándola tirada en los tablones. Hasta el plano final, tras la muerte de Mimi, todo quietud…

     Con esos jalones fundamentales, con esas sombras que se ciñen sobre el alma de los personajes, Vidor acaba, milagrosamente, transformando el amor ñoño en amourfou: Rodolphe ansía a Mimi tras la cristalera de su buhardilla (inesperado paralelismo con “Nosferatu”), y llega a cruzar por los tejados hasta la ventana de la chica para intentar penetrar en su habitación por la ventana (como, por cierto, ese mismo año trataba de entrar Fausto en la estancia de Margarita, en la versión de Murnau); meses después, en el discurso posterior al estreno, la imagen de Mimi se superpone obsesivamente en la mente de Rodolphe; luego, en plena celebración del éxito, el solitario dramaturgo, asomado a esa misma cristalera, llama a su amada (“Mimi, vuelve conmigo”), aunque ella evidentemente no puede oírle físicamente; sólo que Mimi, en la otra punta de París, en su camastro, sabiendo que va a morir, sí parece oír la petición de su ídolo (comunicación telepática heredada de, otra vez, “Nosferatu” y común también con “Fausto”) y, agonizante y exánime, se lanza hacia él, en lo que será el trayecto hacia su muerte. La siguiente continúa siendo, casi un siglo después, una de las escenas más impresionantes de la historia del cine. La fuerza del amor, no las suyas propias, es la que impulsa a Mimi en su angustioso y desesperado trayecto: se escurre por las callejuelas; se sujeta a un carro para vencer una cuesta, como en la discusión se había agarrado a Rodolphe, y lo sigue a trancas y barrancas hasta que cae; se sienta en la escalera de subida a un coche de caballos y cae por segunda vez; acaba arrastrándose literalmente hasta la puerta de la casa de Rodolphe… Luego, de poco importa que el bohemio vuelva a adorarla: en el preciso momento en que el joven va a buscar el pajarillo de Mimi, la muchacha muere, prácticamente sola, en un inolvidable plano que la muestra ya en otro mundo, mirando hacia otra dirección, su rostro tan puro como demacrado (y apenas hizo falta maquillaje, pues la entregada Gish estuvo tres días sin beber líquidos y casi sin dormir para conseguir esa apariencia cadavérica: Vidordixit). El último primer plano del apesadumbrado Rodolphe rima con otro anterior: en el previo, tras la crisis tuberculosa de Mimi, la mano de ésta entraba en plano para acariciar amorosamente el rostro de Rodolphe; en el final, ya muerta Mimi, es Rodolphe el que lleva la mano inerte de la desdichada hasta su cara. Un poco a la manera de los planos con el padre tras JimApperson en “El gran desfile”, estos dos primeros planos de Gilbert y la mano de Gish revelan la responsabilidad que Rodolphe siente por la muerte de Mimi, su remordimiento por no haberla tratado mejor…, a la par que hacen sentir al espectador su defunción, su ausencia, como una punzada. “La bohème” pudo nacer como un encargo, pero es una de las obras maestras de Vidor. Y por ende, del cine.

Apéndice.

     Un dato revelador que muestra los amplios intereses culturales de Vidor así como su concepción musical del cine es que rodaría otro film con fuente literaria y adaptación operística preexistentes: “Guerra y paz”, aunque en este caso motivado por la novela original y no por la partitura. Ambas óperas, “La bohème” de Puccini y “Guerra y paz” de Prokofiev, son obras maestras de la música; y ambos filmes, “La bohème” y “Guerra y paz” de Vidor, son obras maestras del cine. Ya hemos comentado que la adaptación de “La bohème”, a diferencia de la posterior de “Guerra y paz”, fue sumamente libre: algunas variaciones sin duda eran ajenas a Vidor, pero otras parecen aportación suya. Al comienzo, Mimi es más una heroína desvalida en la tradición de Griffith, abocada a la miseria, que la desenvuelta costurera del libreto que Illica y Giaccosaidearon para Puccini; y también, siguiendo idénticos patrones, su actitud frente al sexo es mucho más mojigata. Esto parece provenir del proyecto que se puso en marcha a la medida de LillianGish. Por el lado contrario, es bien factible que Vidor introdujera las escenas más abiertamente cinematográficas, o cuando menos su desarrollo: muy probablemente la fiesta campestre, y sin duda el angustioso trayecto de la agonizante Mimi hacia Rodolphe. Es más, la evolución del amor de Mimi y Rodolphe está pautada con mayor detalle y consistencia en la película: es bien sabido que las óperas, y en particular las de Puccini, suelen esgrimir una concisión que casa mal con los patrones realistas (abundan los enamoramientos fulminantes), pues las tramas se desarrollan en escasísimas escenas con muy parcos diálogos, y los caracteres, imposibilitados de evolucionar de otra forma, deben definirse por la partitura. En el cine, en cambio, lo hacen (o deberían hacerlo: hoy en día sólo cuentan los diálogos) con elementos de expresividad ubérrima: los gestos, las miradas, las posturas… Y Vidor hizo gala, como tantas veces, de una dirección de gran sensibilidad. Piénsese en el primer beso de la pareja: ahí Gilbert roza con los labios, arrobado, el cabello de Gish, antes de besar a la joven en el rostro y los labios. Claramente es también cosa de Vidor, por cuanto compete exclusivamente a la puesta en escena, el giro que finalmente se imprime al punto de partida folletinesco, es decir, el retrato de la bipolaridad que afecta a Rodolphe, de lo que no existe nada, ni lejanamente similar, en la ópera; es más, en ella, Rodolphe finge más que siente los celos, ya que, sabedor de la enfermedad de Mimi, altruistamente quiere que le abandone: es él quien se sacrifica y no la chica. Es importante resaltar estas cuestiones, por cuanto demuestran cómo una adaptación, convenientemente moldeada, puede acabar siendo una obra absolutamente personal.

     Décadas más tarde, en 1992, el sobrevalorado AkiKaurismäki rodó un remake, “Vida de bohemia”. Lo mejor que se puede decir de él es que parece un competente ejercicio de escuela de cine. Es curioso que Kaurismäki, auteur (así, en français) anclado supuestamente en la estética del mudo (falso: su estilo minimalista, su blanco y negro y escasos diálogos, son de caligrafía de párvulo) también perpetrara un remake de una de las obras maestras de Stiller: “Johan”, a la sazón convertida en “Juha” (1999). La comparación es devastadora para el finlandés: toda la pasión de Vidor y Stiller se esfuma a favor de ese sonambulismo tan marca de la casa como mal aplicado: funcionaba bien para la crónica negra de “La chica de la fábrica de cerillas”, pero no para historias de amor como “Vida de bohemia” y “Juha”. Mientras Vidor y Stiller partían de la sencillez para alcanzar la complejidad, Kaurismäki parte de la cita culterana y el distanciamiento postmoderno para encallarse, por más que adobe sus películas con una pizca de crítica social, en el esquema y la mera simplificación…                                                                             

Continuará.

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