Solo se vive una vez / por Don Quiterio

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Por Don Quiterio

     Inauguramos en esta sección cinematográfica un apartado con el mítico título de uno de los grandes filmes del maestro Fritz Lang, ‘Solo se vive una vez’ (1937), lírico y depurado reflejo sobre la fatalidad del destino, para dar cuenta de las personalidades que nos van dejando y relacionadas, de un modo u otro, con el hecho fílmico en esta tierra nuestra.

    Porque no hay mejor antídoto contra la muerte que la memoria, ni memoria honda que la que se comparte. Todo en la vida, en fin, es como una rueda. La rueda de la fortuna. La rueda del destino. Gira y gira como un susurro. Da vueltas y más vueltas. Y siempre contando historias. Las viejas historias de unas existencias que han sido una sucesión de planos fílmicos vividos de forma apasionada hasta producirse el fundido en negro. Un fundido en negro que ha apartado, definitivamente, a José Ramón Larraz, Blas Calvo, Álvaro Mutis o José Garasino de la pantalla de la vida.

     Dejando tras de sí una sólida labor en diversos territorios –el tebeo, el cine de terror, el erótico, la nunca reivindicada fotonovela-, el catalán José Ramón Larraz, fallecido recientamente en Málaga, ha sido un vitalista impenitente, a la manera del también desaparecido Jesús Franco. No en vano, Franco, de ascendencia aragonesa, es el ayudante de dirección de Joaquín Romero Marchent en las dos películas de ‘El coyote’ en 1954, año en que Larraz recibe el encargo de adaptar a la historieta las aventuras del legendario personaje de José Mallorquí. Pero Larraz, sobre todo, es el autor de la prestigiosa serie televisiva ‘Goya’, realizada con mucho oficio en 1985, una biografía, interpretada por Enric Majó, de las etapas vitales del genial pintor de Fuendetodos, en la que destacan los momentos dedicados a las relaciones amorosas con la duquesa de Alba, los del exilio francés y los de su muerte.

     También nos ha dejado recientemente el aragonés Blas Calvo, autor, precisamente, de un conjunto de videoclips en torno a pintores de Aragón, agrupados bajo el título ‘Salón de otoño’ y realizados, a lo largo de 1985, en colaboración con el turolense Jesús Lou y el zaragozano Emilio Casanova, con quienes realiza un año después el cortometraje documental ‘Centenario de los tranvías en Zaragoza’. Calvo, por esa época, realiza dos cortos documentales más, uno en torno a la arquitectura teatral en España y otro sobre la obra gráfica de Natalio Bayo, esta vez codirigidos por el igualmente aragonés Víctor Barrios.

     Curiosamente, Jesús Lou, el turolense de Muniesa anteriormente citado, estudia en la escuela de cine y televisión de Cuba, de la que es profesor y director Daniel Díaz Torres, cineasta nacido en La Habana y fallecido recientemente en esa ciudad. Gran admirador de Luis Buñuel, Díaz Torres es un documentalista y realizador perteneciente a la segunda generación de directores de la ICAIC, y ejecuta, entre 1975 y 1981, un centenar de noticiarios. Autor de una veintena de largometrajes, Díaz Torres debuta con ‘Jíbaro’ (1984), sobre un campesino conocido por su pericia en la caza de perros salvajes (llamados ‘jíbaros’ en la sierra del Escambray) que se distancia de los cambios sociales durante los primeros tiempos de la revolución. En 1990 realiza ‘Alicia en el pueblo de Maravillas’, ácida crítica de la burocracia y la vida cotidiana en la revolución cubana. Después sigue haciendo películas, también bastante ácidas (su última, ‘Lisanka’, en 2009), marcando las contradicciones que tiene la construcción socialista en Cuba, que son muchas. Dice el realizador argentino Fernando Krichmar, coordinador de la cátedra de dirección de la escuela de San Antonio de los Baños, que “cuando Díaz Torres te contaba una película, lo hacía plano por plano, aunque la hubiese visto treinta años antes. Era un cuentero de aquellos, impresionante, de voz profunda, muy buena gente, con un léxico muy rico. Era muy culto, muy cinéfilo, tremendamente apasionado del cine”.

    Ninguno de nuestros sueños, ni la más tenebrosa de nuestras pesadillas, es superior a la suma total de fracasos que componen nuestro destino. Algo así podría decirse del narrador y poeta colombiano Álvaro Mutis –evito la broma-, fallecido por la edad en la capital de México, donde reside desde 1956 y llega con varias cartas de recomendación, una de ellas dirigidas a Luis Buñuel, con las que consigue trabajo en la publicidad. Es asistente personal del calandino en ‘Nazarín’ (1958), ese anticipo de la genial ‘Viridiana’, y gracias a este entra a trabajar de representante en distribuidoras cinematográficas como la división española de la 20th Century Fox o la Columbia Pictures, en la que dobla al castellano la voz que abre cada capítulo de la serie televisiva ‘Los intocables’, en la década de 1960. Influenciado en sus inicios por escritores surrealistas, Mutis, quien escribe con elevada gracia llevado por un irrefutable impulso íntimo (y nunca, como tantos, por afán de notoriedad o lucro), trabaja para revistas dirigidas por el mexicano Octavio Paz e incluso presenta el programa televisivo ‘Encuentros’, dedicado a entrevistas con escritores. Su novela ‘Ilona llega con la lluvia’, otra de las entregas del ciclo titulado ‘Empresas y tribulaciones de Maqroll en Gaviero’ y que Mondadori publica en 1988, es llevada al cine ocho años después por su compatriota Sergio Cabrera, con libreto de Ana y Jorge Soldenberg, acerca de la peculiar relación que se establece entre un holandés, un libanés y una italiana, una película algo superficial y pomposa pero de innegable audacia artística. También su libro ‘La mansión de Araucaima’ es llevado a la pantalla, pero mejor nos olvidamos de esta adaptación. El escritor deja un universo desesperanzado y aventurero, en la estela de Conrad, Melville o Stevenson, y cumple, al cabo, el deseo de su poema ‘Amén’: “Que te acoja la muerte / con todos tus sueños intactos. / Al retorno de una furiosa adolescencia, / al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron, / te distinguirá la muerte con su primer aviso. / Te abrirá los ojos a sus grandes aguas, / te iniciará en su constante brisa de otro mundo. / La muerte se confundirá con tus sueños / y en ellos reconocerá los signos / que antaño fuera dejando, / como un cazador que a su regreso / reconoce sus marcas en la brecha”.

     Hijo de la escritora y periodista Carmen Rico Godoy, y exdirector de la academia de cine española, el parisino José Garasino ha fallecido prematuramente a la temprana edad de los cuarenta y nueve años. Pasa por casi todos los puestos en los departamentos de dirección y producción de la empresa de su padrastro, el productor Andrés Vicente Gómez, y acaba como independiente con su propia compañía. En esa etapa fructífera, colabora con Carlos Saura e interviene en la película ‘El dorado’ (1987), uno de los títulos más irregulares del director oscense, basado, en parte, en ‘La aventura equinoccial de Lope de Aguirre’ de su paisano Ramón José Sender. También integra, en 2009, el equipo de producción de otra película de Saura, ‘Io, don Giovanni’, una sugestiva relectura fílmica de la famosa ópera.

     Siempre el enigma de la muerte, maldita sea. No sabemos nada de la muerte, es inútil hablar de ella, pero es bueno invocarla para mantenerla controlada. Sí, solo se vive una vez, como el mítico filme del gran Fritz Lang, ese lírico, emocionante y depurado cineasta alemán afincado en Hollywood, que sabe reflejar en todas sus historias la idea de la fatalidad del destino, como esa su balada subyugante y ‘encubridora’, tan lejana, tan cercana: “Escuchad con atención la leyenda de Chuck-A-Luck; escuchad la leyenda de la rueda de la fortuna. Todo empezó un día de verano, cuando el sol ardía implacable. Fue allá por 1870, en un pueblo de Wyoming. ¿Dónde está y qué es Chuck-A-Luck? Escuchad la rueda del destino, gira y gira como un susurro, da vueltas y más vueltas, contando la vieja historia de odio, muerte y venganza”. Y la pantalla, ¡zas!, se funde definitivamente en negro… 

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