Por Don Quiterio
Una mujer desnuda se encamina, a gatas, hacia las fauces abiertas de un cocodrilo. Así empieza ‘El ejercicio del poder’. Pocos arranques tan sugerentes. Tan hambrientos. Pocas maneras tan contundentes de exigir puntualidad a la hora de ir al cine.
“La escena está inspirada”, afirma el director francés Pierre Schoeller, “en una foto de Helmut Newton, que, a su vez, la había tomado de una coreografía de Pina Bausch”. Lo que sigue a la onírica escena es un thriller político que consigue una fría disección del poder y una reivindicación apasionada (y hasta cruel) de la política. La auténtica, no la otra.
Casi arbitrariamente, la película nos introduce en la vida de un ficticio ministro del gobierno francés. Como auténticos “voyeurs” observamos su día a día, desde sus reuniones de gabinete a su intimidad en un cuarto de baño. De este modo, el espectador se va contagiando de una forma de vida, de un estado de ánimo que conjuga estrés, soledad y desencanto. El gran actor Olivier Gourmet interpreta al ficticio ministro de transporte. Michel Blanc, a su jefe de gabinete. La lealtad, la traición, los chantajes, las medias verdades… Todo vale, y lo que menos cuenta es la realidad. Como dice el ministro, “lo importante no es la realidad, sino la percepción que se tiene de ella”. La película ofrece una imagen muy desazonadora de la alta política, muy pesimista, y parece concluir que, en ese mundo, es muy difícil mantener la propia dignidad humana. Una película que hay que enmarcar en el creciente descrédito que padece la clase política.
Cree el cineasta, como Michel Foucault, que allí donde el poder se hace visible ya no es poder. “El poder”, dice, “se manifiesta cuando se esconde. Ese es el auténtico corazón de la política. No es verdad que toda la política sea simplemente un nido de víboras. Pensar así es la manera de no solucionar nada. No somos tan diferentes a los políticos. No somos más honestos. Ellos son un reflejo de nosotros”. Pocas actividades, en cualquier caso, resultan más surrealistas que el ejercicio cotidiano del poder. Como ocurría en el medioevo durante el carnaval, lo sagrado y lo profano, lo noble y lo trivial, lo bello y lo feo, todas las jerarquías tradicionales se invierten. Pocas actividades, en efecto, resultan más surrealistas que el ejercicio del poder político.
Al fin y al cabo, se trada del discreto encanto del poder y la política, como se demuestra en otros estrenos de la cartelera zaragozana: ‘Díaz, no limpiéis esta sangre’ (Daniele Vicari), una coproducción entre Rumanía, Francia e Italia que reconstruye, con imágenes de archivo, el asalto policial en 2001 en una cumbre del G-8 en Génova, del que el zaragozano Chabier Nogueras fue una de las víctimas, quien participa en ‘Black black’, de Carlo Bachschmidt, un documental que sirve de borrador para el filme que nos ocupa; ‘Objetivo: la casa blanca’ (Antoine Fuqua), un tan convencional como enérgico filme estadounidense que plantea un ataque terrorista norcoreano contra la residencia del presidente norteamericano que recuerda, entre bombas, cuerpos voladores y ensalada de balas, la película de Wolfgang Petersen ‘En la línea de fuego’; y ‘La mula’ (Michael Radford), una decepcionante tragicomedia producida entre España e Inglaterra y basada en la novela homónima de Juan Eslava Galán, en el marco de la guerra civil española, cuyo director, ante el desaguisado (artístico y económico), abandona el rodaje y lo concluye, encapuchado, Sebastián Grousset, con la ayuda de la productora Alejandra Frade y la montadora Teresa Font.
O también la estadounidense ‘El gran Gatsby’ (Baz Luhmann), una historia de amor, corruptelas, adulterios, ascensión social y supervivencia sin la grandeza lírica de la prosa de Scott Fitzgerald, capaz de combinar, eso sí, espectáculo deslumbrante con delicado intimismo, a la manera de un Minnelli, pero abusa de demasiados subrayados visuales innecesarios para recrear las torturas e infiernos interiores de una sociedad basada en la simulación y el aparente poderío económico, dentro de una Norteamérica salida de la ley seca y encaminada hacia el “crack” bursátil de 1929. Ya lo decía el gran Billy Wilder: “Intentar llevar a Scott Fitzgerald a Hollywood es como poner a un escultor a arreglar cañerías”.
La ración de thrillers viene servida por ‘Stoker’, primera incursión estadounidense del cineasta surcoreano Park Chan-Wook, una hipnótica propuesta de terror, opresiva y llena de tensión morbosa, con un desenlace acaso convencional, en torno a una mujer mentalmente inestable que debe hacerse cargo de un inusual familia después de que su marido muera en un misterioso accidente; ‘Marea letal’ (John Stockwell), una prolija, morosa y letárgica película norteamericana de aventuras marítimas con escualos, sin esconder su tópica anécdota sobre la relación de pareja o de padre e hijo, que no se la tragaría ni el tiburón de Spielberg; ‘A todo gas 6’ (Justin Lin), espectacular sexta entrega de la franquicia sobre ruedas, con mucha acción, muchos coches, muchas persecuciones, muchas peleas, muchos músculos y muy poco cerebro; y ‘La venganza del hombre muerto’ (Niels Arden Oplev), burda y plana historia de venganzas con la que el director danés debuta en la industria hollywoodenca.
Un buen puñado de comedias alegran (por así decir) la cartelera: ‘Dos más dos’ (Diego Kaplan), desangelada producción argentina sobre el intercambio de parejas como revitalizador del matrimonio, que recuerda los filmes del español Manuel Gómez Pereira; ‘La gran boda’ (Justin Zackham), nueva versión norteamericana del filme francés ‘Mon frère se marie’ (Jean-Stephane Bron, 2006), una atrabilaria comedia sobre la esterilidad, el alcoholismo, la virginidad adulta y la infidelidad, con personajes de cartón piedra y ciertos apuntes racistas, misóginos y homófobos; ‘The trip’ (Michael Winterbottom), brillante “road movie” donde se mezclan la crítica gastronómica y el humor inglés, basada en una serie televisiva de la BBC, libre adaptación, a su vez, del inadaptable original literario de Lawrence Sterne; ‘Un amigo para Frank’ (Jake Schreier), sutil e inteligente comedia futurista que habla de cómo la tecnología y la humanidad cada vez están más unidas, cuyo protagonista recuerda al Eastwood de ‘Gran Torino’, un viejo cascarrabias al que le cuesta adaptarse a los tiempos modernos y que habrá de superar el rechazo inicial que le produce la presencia de un cuidador robotizado en su casa; y ‘Scary movie 5’ (Malcolm Lee), automática, inocua y poco imaginativa quinta entrega de la saga que parodia las películas de terror ‘Paranormal activity’, ‘Posesión infernal’, ‘Origen’, ‘El cisne negro’, ‘Mamá’, ‘Insidious’, ‘The cabin in the woods’, ‘Sinister’, ’50 sombras de Grey’ o ‘El origen del planeta de los simios’;
En el apartado dramático se han estrenado la neerlandesa ‘Kouwboy’ (Boudewijn Koole), un drama infantil de corte intimista sobre la pérdida y la amistad entre un niño y un grajo, que recuerda al Ken Loach de ‘Kes’ (1969); la rusa ‘Fausto’ (Alexandr Sokurov), un drama de fantasía ambientado en el siglo XIX, basado en la leyenda alemana de Fausto, un sabio que hace un pacto con el diablo, y en las adaptaciones literarias del mito por parte de Goethe y Thomas Mann; y las españolas ‘La última isla’ (Dácil Pérez de Guzmán) y ‘La estrella’ (Alberto Aranda). La primera es una modesta fábula infantil cargada de ingenuidad, previsible moraleja y ciertos componentes mágicos que reivindica el poder de la imagincación. La otra se basa en la novela homónima de Belén Carmona, también guionista, sobre los problemas sociales de la gente humilde, con mucha rumba catalana, mucha cerveza de Santa Coloma de Gramenet (la del título) y un tono documental para un conjunto superficial e impostado.
El cine de animación no es, aunque pueda parecerlo, un terreno reservado a los más pequeños. La animación lleva años reivindicando su lugar: la norteamericana ‘Buscando a Nemo’ (Andrew Stanton y Lee Unkrich), aventuras submarinas acerca de un sobreprotector pez payaso y su hijo que se ven obligados a separarse y el pequeño va a parar a la pecera de un dentista de Sidney, posee una emocionante narrativa y un sentido de la aventura y del suspense superiores a los de cualquier realización con intérpretes de carne y hueso;
La fauces abiertas de un cocodrilo, decía al principio. No, no es ninguna película de animación. Tampoco ningún documental. Son los personajes dispuestos a todo, incluso al crimen, con tal de alcanzar y mantener el poder. Nunca el poder es absoluto porque los espacios de ese poder se lo disputan a dentelladas lobos de la misma camada. Puesto que el poder de clase difumina sus perfiles, las luchas dentro de ese poder son feroces y sin escrúpulos ni conciencia. Las víctimas y los verdugos mezclan sus traiciones e intereses. Y el sujeto más acendrado lleva bajo el esmoquin una pistola o, por lo menos, el puñal de Bruto.