Landa, el navarrico de nobleza baturra


Por Don Quiterio

“Si hay que morirse pues se muere uno, que ya he vivido lo mío. Mi vida ha sido cojonuda. En algún momento tiene que acabar”, afirma Alfredo Landa en su polémica biografía ‘Alfredo, el grande’, escrita por Marcos Ordóñez en 2008.

Y como el que avisa no es traidor, o eso dicen, la muerte le ha llegado a este actor de Pamplona, de ojos vivaces y andar patizambo, bronco y tierno, tumultuoso y socarrón, de pequeña estatura y regordete, muy conservador en sus opiniones y extremo en sus declaraciones. De hecho, en esa biografía se despacha a gusto con varios de sus colegas de profesión: insinúa invitaciones a camas redondas del productor Alfredo Matas y la actriz Amparo Soler Leal, acusa de trapicheos en el premio que comparte con Francisco Rabal, apoda de “morito” a José Luis López Vázquez por cómo robaba los papeles, a José Luis Dibildos lo cataloga de timador profesional y más sospechoso que un gitano haciendo “footing”, arrea –sin compasión- al “desmesurado” Manolo Gómez Burr, al “chirriante” Tony Leblanc, a Josele Román (“se metía de todo y se salió de órbita”), a Gracita Morales (“caprichosa, despótica e intratable, dejaron de llamarla porque no la aguantaba nadie”), a Fernando Fernán Gómez (“maltrataba a su mujer, Emma Cohen, porque al tercer güisqui se volvía hosco”), al francés Jean Sorel (“más soso que la mierda de pavo”), a Pilar Miró, a Luis García Berlanga, a Laura Valenzuela, a Imperio Argentina…


Debuta en el cine con un pequeño papel en ‘El puente de la paz’ (Rafael Salvia, 1958), pero da el salto al ser descubierto por el director José María Forqué –el del “gancho”-, tras verlo actuar en el madrileño teatro María Guerrero, época en la que también trabaja como doblador de numerosas películas del oeste y la memorable “interpretación” del emperador de China en el filme de Nicholas Ray ‘Cincuenta y cinco días en Pekín’, labores que le sirven para dominar los matices y los silencios. Su bautismo cinematográfico, en efecto, se produce de la mano del realizador zaragozano en ‘Atraco a las tres’ (1962), una divertida y atmosférica comedia con un conjunto de excelentes comediantes (Cassen, López Vázquez, Gracita Morales, Manuel Alexandre, Agustín González), todos en su salsa, aportando el combustible necesario para reflejar los tics, las neuras y las frustraciones de la España del momento. La fuerza de la película radica en un guion, escrito por Pedro Masó, Vicente Coello y Rafael Salvia, de humor salvaje, una puesta en escena sencilla y una contrastada fotografía en blanco y negro del gran Alejandro Ulloa, para desembocar en un homenaje paródico a las películas de atracos perfectos, y sirve, de paso, como despiadada excusa para radiografiar arquetipos sociales de la época. A saber: el cínico Alexandre (¡esa voz de soniquete!) piropeando a una chica por la calle y recibiendo de ella un improperio; López Vázquez haciendo la pelota a la bella cliente Karia Loritz con ese inolvidable “¡Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo…!”; o el mismísimo Landa que se pasa toda la película con cara de susto. “Siéntate”, le decía nuestro paisano, “pon cara de susto y te vas a casa”.


Satisfecho queda el zaragozano con la cara de susto del navarro, que le llama en cinco ocasiones más, ya sin la frescura de la primera vez: ‘Casi un caballero’ (1964), comedia en torno a un ladrón de altos vuelos redimido por amor; ‘Las viudas’ (1966), filme de episodios codigirido por Julio Coll y Pedro Lazaga; ‘Las que tienen que servir’(1967), adaptación del nefasto homónimo de Alfonso Paso y música del turolense Antón García Abril; ‘Un diablo bajo la almohada’ (1967), adaptación de ‘El curioso impertinente’ a ambientes cosmopolitas; y ‘El canto de la cigarra’ (1979), otra obra teatral del ínclito Paso en la que Landa interpreta a un hombre burgués felizmente casado y que descubre la vocación de… ¡vagabundo!

En tierras aragonesas se rueda en 1965 la tercera versión de ‘Nobleza baturra’, dirigida por Juan de Orduña (uno de los protagonistas de la que realiza el almuniense Florián Rey en 1934), y Landa tiene un pequeño papel junto a los protagonistas (Vicente Parra, Irán Eory, José Moreno, Roberto Rey), pero el resultado de esa historia de una moza baturra que pierde honra por culpa de una copla infame (“A eso de la medianoche dicen que han visto saltar a un hombre por la ventana de María del Pilar…”) es, efectivamente, infame. Como tampoco es muy afortunada ‘La ciudad no es para mí’ (Pedro Lazaga, 1966), que ‘Moncayo films’ rechaza la oportunidad de producir (luego sería una de las películas más taquilleras del cine español), una populachera adaptación de la comedia homónima escrita por el zaragozano Fernando Lázaro Carreter y protagonizada por el cómico turiasonense Paco Martínez Soria (“le han cascado de lo lindo, pero era un genio”), en su clásico papel de paleto paternal y moralista enfrentado a los cínicos y sinvergüenzas habitantes de la gran ciudad, muy similar a los que más adelante interpretaría el propio Landa. Es decir, la perfecta encarnación del apacible hombre llano, el buen español, sencillo, trabajador y campechano, ajenos a las inquietudes sofisticadas del mundo moderno y a las revoluciones contraculturales.

Una década, la de 1960, en la que don Alfredo, erre que erre, no para de trabajar para cineastas como Berlanga (‘El verdugo’), Fernán-Gómez (‘Ninette y un señor de Murcia’), Eceiza (‘De cuerpo presente’), Sáenz de Heredia (‘El alma se serena’, ‘Historias de la televisión’), Summers (‘La niña de luto’, ‘No somos de piedra’) o el singular Pedro Mario Herrero en ‘No disponible’ (1969), un melodrama curioso y estimable, repleto de ternura y sentido del detalle, en el que interpreta eficazmente a un boxeador fracasado, bebedor e infeliz, que se enamora de una sofisticada prostituta.

Ya en la década de 1970 llega a poner nombre a una etapa de un cine cutre, del destape, un subgénero denominado “landismo” (y sus exponentes: Antonio Ozores, José Sazatornil, Jesús Guzmán, Juanjo Menéndez o el zaragozano Antonio Garisa), en unas películas que retratan a un prototipo de hombre español machista, fanfarrón y reprimido, sistemática y magníficamente excesivo, rijoso ligón de suecas y sempiterno adúltero frustrado, dirigidas, en tono burlesco y sin mucha convicción, por los taquilleros Ramón Fernández, Pedro Lazaga, Fernando Merino, Mariano Ozores, Javier Aguirre, Vicente Escrivá o Luis María Delgado. Los atropellados títulos, casi un centenar y medio, son elocuentes, un cine de alpargata y fiambrera, al modo de los zurriagazos de Fernando Esteso, que ciertamente no firmaría Antonioni: ‘Aunque la hormona se vista de seda’, ‘París bien vale una moza’, ‘Cuando el cuerno suena’, ‘Los pecados de una chica casi decente’, ‘Paco, el seguro’, ‘Manolo, la nuit’, ‘Un curita cañón’, ‘Una vez al año ser hippy no hace daño’, ‘Vente a ligar al oeste’, ‘El reprimido’, ‘Las obsesiones de Armando’, ‘Solo ante el streaking’, ‘Tío, ¿de verdad vienen de París?’, ‘Esclava te doy’, ‘Simón, contamos contigo’, ‘Dormir y ligar, todo es empezar’, ‘Celedonio y yo somos así’, ‘Fin de semana al desnudo’, ‘Mayordomo para todo’, ‘Los días de Cabirio’, ‘Jenaro, el de los 14’, ‘Lo verde empieza en los Pirineos’…

Son, en efecto, unas comedias verdes, garrulas y catetas (a babor y a estribor), llenas de cazurros rurales, suecas jamonas, fontaneros lúbricos, mariquitas plumones, chistes malos, bromas groseras, humor de patio de colegio y represión sexual por arrobas. A través de la singularidad de estos personajes (casi siempre en calzoncillos y calcetines negros), Landa expone la drástica evolución de la sociedad española. Precisamente son las películas “landistas” el mejor reportaje que existe sobre la España del tardofranquismo. Su personaje en ‘Vente a Alemania, Pepe’ (1971), película de insospechada actualidad, es insuperable. Se convierte, para qué negarlo, en la estrella de una época estrellada para el arte pero venturosa para la industria del destape, cuyo pelotazo es ‘No desearás al vecino del quinto’ (1970). En realidad, el “landismo” solo vale como material deformado para la historia de un tiempo espantoso. Odiar el “landismo”, sin embargo, dificulta querer –como actor- a Alfredo Landa. Y en cuanto le dejan, lo demuestra, porque el éxito comercial le permite elegir guiones y encadenar triunfos.

Dotado para la comedia, para el drama, la tragicomedia, el melodrama, Landa trabaja para Juan Antonio Bardem en el comprometido y en exceso didáctico y simplón ‘El puente’ (1976), y le otorga conciencia del estado de las cosas, dramatismo al tipo racial e inconfundible y supone para el actor un punto de inflexión en su carrera. Con Antonio Mercero protagoniza ‘La próxima estación’ (1981), discreto relato sobre conflictos familiares. Berlanga le llama para participar en ‘La vaquilla’ (1985), encarnando a un militar en una comedia sobre la guerra civil española rodada en Sos del Rey Católico.

También es llamado por Basilio Martín Patino en ‘Los paraísos perdidos’ (1985), Pedro Olea en ‘Bandera negra’ (1986), Ricardo Palacios en ‘Biba la banda’ (1987), Augusto Martínez Torres en ‘El pecador impecable’ (1987) o Antonio del Real en ‘El río que nos lleva’ (1989), superficial adaptación de la novela de José Luis Sampedro. Francesc Betriu hace lo propio en la decepcionante ‘Sinatra’ (1988), donde interpreta a un infeliz artista de variedades que se gana la vida imitando a Frank Sinatra en un cabaret de Barcelona. Con Manuel Gutiérrez Aragón se involucra en ‘El rey del río’ (1995), ambigüa e irregular historia sobre lastres vitales, y la serie televisiva ‘Don Quijote’ (1991), en la que interpreta a un convincente Sancho Panza al lado de un soberbio Fernando Rey en los inmortales personajes cervantinos. También merece destacarse su interpretación en otra serie de televisión, la digna ‘Marcelino, pan y vino’ (1993), del gran Luigi Comencini.

El mayor reconocimiento lo obtiene con la excelente ‘Los santos inocentes’ (1984), lectura de Mario Camus de la novela homónima de Miguel Delibes, la historia de un siervo, fiel hasta la humillación (¡esa voz agrietada de dolor y esa mirada que te clava!), de un terrateniente de la España de Franco, que vive con su familia en una dehesa extremeña. El hombre que mejor hace reír se convierte, ¡zas!, en el que con más y mejor hondura sabe hacer sufrir. Acaso no se pueda entender una cosa sin la otra. Dos años después le llama el zaragozano José Luis Borau para interpretar ‘Tata mía’, junto a Carmen Maura, Imperio Argentina o nuestro paisano y amigo Chema Mazo, uno de los peores trabajos, sin embargo, del cineasta aragonés, ahogado entre una pluralidad de intenciones y objetivos contradictorios. Con José Luis Cuerda rueda la interesante ‘El bosque animado’ (1987), adaptación de la obra homónima de Wenceslao Fernández Florez y con producción del zaragozano Eduardo Ducay, o la fracasada ‘La marrana’ (1992), rodada en Veruela y con la que el actor obtiene el “goya” a la mejor interpretación protagonista.

En 2007 recibe otro “goya”, el de honor a toda su carrera, y José Luis Garci se niega a entregarle el premio, después de haberse enemistado con el actor unos meses antes durante el rodaje de ‘Luz de domingo’, sobre un relato de Pérez de Ayala, cerrando así el círculo iniciado con ‘Las verdes praderas’ (1979), que es la obra con la que Landa logra escapar al encasillamiento del género al que pone nombre. Todo un “crack”. Todo un Bogart ibérico. Todo un escritor barojiano que renuncia al amor. Bien lo sabe Garci, el pelmazo, con quien rueda lentas y tediosas historias de besos, tiovivos, detectives y muchos cigarrillos. En realidad, es Garci quien le enseña a actualizar su tono, fruncir el ceño y abandonar, por fin, el histrionismo, para convertirse en un actor sutil y contenido, demostrando que no solo sabía bajarse los pantalones.

Ahora, nuestro amanerado vecino del quinto en la España cañí, el navarrico de nobleza baturra, camina por sus bosques y praderas, verdes y animados, entre luces prodigiosas, escuchando para siempre las canciones de cuna y la música del río que a todos nos lleva al mar. Y san Pedro, el corresponsal de ‘El pollo urbano’ en el cielo, nos confirma que ha entrado con decisión. “¿Le pongo un dry martini, don Alfredo?”. “¡Toma, claro! Y nada de don: Alfredo, por favor”.

Y Landa, más contento que unas castañuelas. Así podrá competir con Luis Buñuel en el mejor preparado del rey de los cócteles. Al fin y al cabo, el maestro calandino, como dice el de Lechago en ese simulacro de entrevista, no se acaba nunca. Es irresistible. Como el dry martini, agitado o batido.

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