Por Fernando Usón Forniés
Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.
Con esta nueva entrega de nuestra serie “tópica”, cambiamos radicalmente de tercio para centrarnos en la obra de uno de los diez o doce cineastas más grandes de la historia, lamentablemente ignorado hoy en día: King Vidor.
Su olvido se propaga entre los analistas y los distribuidores por igual: de momento, no parecen haberse restaurado sus películas mudas ni de comienzos del sonoro; tampoco hay ningún film suyo en blu-ray; Filmoteca Española, quizá debido a la carencia de buenas copias, no le ha dedicado ningún ciclo en los últimos treinta años (en concreto, desde su muerte), ni en solitario ni en unión con el Festival de San Sebastián; y más sangrante, en la última encuesta de la revista “Sight and Sound” sólo figuraba una película del director tejano, “…Y el mundo marcha”, ¡en el puesto 283! A reparar tamaña ristra de injusticias dedicamos este artículo, más un estudio que iremos publicando en sucesivos números de El Pollo Urbano, centrándonos especialmente en la etapa muda y los comienzos del director en el sonoro.
TÓPICO 12.
VERSIÓN A. Orson Welles es el gran director del cine americano.
VERSIÓN B. John Ford es el gran director del cine americano.
Hace ya tiempo parecía inevitable oír una y mil veces que Orson Welles era el mejor director americano, si no mundial; una valoración a todas luces excesiva, por más que Welles sea un gran director, pues su filmografía, fuera de sus dos obras maestras (“El cuarto mandamiento” y “Sed de mal”) y otros dos títulos excepcionales (“Ciudadano Kane” y “Campanadas a medianoche”), resulta demasiado irregular para que no la superen las de otros cineastas. Sin salir de Estados Unidos, lo hacen las del gran triunvirato del país, John Ford y los casi olvidados King Vidor y Anthony Mann…, amén de las de un puñado de directores más.
Hará unas pocas décadas hubo un viraje, y la crítica más comprometida comenzó a orientar sus preferencias hacia John Ford, el cual resulta, al menos desde una perspectiva europea, mucho más emblemático de su país de origen que Welles y, desde cualquier punto de vista, mucho más completo cinematográficamente. Incluso sus abundantes películas de ambientación céltica, en las que el director hizo entusiasta alarde de sus orígenes irlandeses, no hacen más que redundar en su cualidad estadounidense, la de pertenecer a un país orgulloso de ser una suma de emigrantes…, sin olvidar que asimismo custodian una de sus obras máximas, “¡Qué verde era mi valle!” (aunque la acción no transcurra en Irlanda, sino en Gales).
John Ford sería pues un excelente candidato para hacerse con el imaginario título de mejor cineasta americano, sólo que hay otro nombre que se lo disputa con firmeza: King Vidor. O mejor dicho, se lo disputaría, si los críticos cinematográficos no se solieran mover por ideas heredadas y a la corrientes de la masa, o simplemente si tuvieran mejor memoria: de ahí la urgencia de un ciclo completo con todos los Vidor sobrevivientes. Pues resulta que Vidor, en las últimas décadas, ha concitado menor adhesión mítica y crítica que Ford: no es un director que se asocie especialmente al género americano por antonomasia, el western, y no rodó en el fotogénico Monument Valley; en cuanto al cine negro, tan valorado de forma superficial por los especialistas, no dirigió ni un solo título clasificable en él; tampoco mostró una gran predilección durante el sonoro por la comedia, otro género con legión de admiradores, y ciertamente sus tres aportaciones sonoras al mismo no son muy brillantes. Para rematar su olvido actual, su film de mayor aureola mítica, “Duelo al sol” (1946), aunque sea nominalmente un western, es en espíritu un melodrama; y por si fuera poco, en los últimos años, con la excusa de que el director no finalizó un rodaje que abandonó harto de las injerencias de Selznick, ha ido cediendo públicamente sus abundantes méritos, y de paso la autoría, al productor o a los sustitutos (con Dieterle entre ellos), pese a que en numerosas secuencias, al menos las más relevantes, “Duelo al sol” es puro y deslumbrante Vidor. Y es que lo de King Vidor siempre fue con preferencia ese género tan poco apreciado por los analistas que es el melodrama; es más, como quiera que nuestro cineasta no era europeo (aunque en realidad fuera, por sensibilidad, junto a Cukor, el más europeo de los directores nacidos en Estados Unidos; el único de hecho que se consideraba un artista), nunca se molestó en someter el género a parámetros más abiertamente intelectuales, como Sirk, pero tampoco lo abordó de una forma desaforada, salvo precisamente en “Duelo al sol”, sino sumamente discreta y comedida, incluyendo los títulos a priori más plañideros, como pueda ser “El campeón” (1932), que es de una elegancia inusitada. Tal vez por ello la crítica ha sido incapaz, por lo visto, de percibir las numerosas sutilezas que atesoran sus películas, en gran parte pertenecientes al género de la lágrima.
Por si fuera poco, de las obras fundamentales de Vidor, tan sólo algo más de media docena han encontrado cierto eco crítico, pero no siempre el que merecen, y en dicho caso, más por su importancia histórica (evidentemente, “El gran desfile”, “…Y el mundo marcha” y “El pan nuestro de cada día”) y rara vez mítica (“Duelo al sol”), que por su calidad indiscutible (lo que explicaría la tibieza mostrada hacia sus últimas obras maestras: “Pasión bajo la niebla” y “Guerra y paz”). Las otras, o bien son desdeñadas por su clara adscripción genérica, que algunos han confundido con vulgaridad (ejemplarmente “El campeón” y “Más allá del bosque”, y más sorprendentemente “La bohème”) o por su polémico discurso (“El manantial”), o bien han permanecido prácticamente ocultas durante décadas (“The family honor”, “Flor del camino”, “El caballero del amor”, “The stranger’s return”, “Paz en la tierra”…).
Todo lo anterior puede explicar la inexcusable negligencia de los analistas actuales hacia Vidor, pero no bastaría para que amenazara la supuesta supremacía de Ford. Si en nuestra opinión lo hace, es porque su obra atesora un número de obras maestras como mínimo equiparable al de su colega, y porque, además, y esto es indiscutible, su obra presenta una calidad media muy superior, pues, frente a la nada escasa cantidad de mediocridades que afean la filmografía de Ford, la de Vidor es prácticamente impoluta, una de las más airosas de toda la historia del cine. Y desde luego, en la época del cine mudo, el mejor director americano y uno de los mejores del mundo, junto a Murnau y Dovzhenko, era King Vidor. En toda su carrera sólo hubo un serio tropezón, un film irremisiblemente mediocre…, que, de hecho, lo impelió a abandonar acerbamente Hollywood y a fininiquitar su carrera comercial; y aun así, cabe dudar de que el fracaso artístico de la fallida “Salomón y la reina de Saba” (1959) se deba al mismo cineasta, pues pesaron como losas los condicionantes de producción de este mastodóntico film (la muerte del protagonista, Tyrone Power, casi a final del rodaje; su sustitución por un beligerante Yul Brinner, al que se alió Gina Lollobrigida; la premura por acabar debido al agotamiento del presupuesto…).
La gran importancia de la obra de King Vidor no solamente se debe a la calidad intrínseca de tantos y tantos filmes, sino a que es especialmente generosa en influencias y profética en abundantes títulos. Muchas imágenes celebérrimas de la historia del cine han tenido su origen en algún film del tejano: las sobreimpresiones de la mujer sobre el hombre obnubilado en “Amanecer” (1927), de Murnau, provienen de “Flor del camino” (1924); la cámara que asciende por un rascacielos y penetra en una oficina, auténtica cuadrícula de mesas, en “El apartamento” (1960), de Wilder, repite exactamente la misma idea, de la misma forma (plagia, vamos), que en “…Y el mundo marcha” (1928); el coche que corre por la playa para acabar penetrando en el mar en “Pierrot le fou” (1965), de Godard, es una imagen heredada de “Pasión bajo la niebla” (1952); incluso las peleas finales convertidas en ballet de “El halcón y la flecha” (1950) se inspiran en “El caballero del amor” (1926); etc. Y es de notar que, en todos los casos, salvo en el de Murnau y “Amanecer”, el préstamo no ha podido superar el original.
En cuanto a la capacidad innovadora del cine de Vidor, es algo que, actualmente, con más de medio siglo transcurrido desde su último largometraje, ciertamente puede pasar desapercibido, máxime cuando no ha sido una constante en su obra. El neófito vidoriano que se bautice con, pongamos, “La que paga el pato” (1928), “La ciudadela” (1939) o “La pradera sin ley” (1955), buenas películas, las encontrará, seguramente, muy de su época; y así es. Pero hay títulos en la excelsa obra del tejano que, por sus estrategias formales, por el tono, por la perspectiva o por motivos puntuales, se adelantan a su tiempo en décadas. Evidentemente, sucede con “…Y el mundo marcha”, una de las obras cumbre de todo el cine, sólo que quizá su estatus de clásico haya impedido percibir todo lo que tiene de innovadora. Por ello, posiblemente, este carácter profético de la obra vidoriana sea más perceptible en otros títulos apenas difundidos o poco vistos, los cuales, por su casi invisibilidad, resultan mucho más sorprendentes: “Bud’s recruit” (1918), “The family honor” (1920), “Flor del camino” (1924), “El campeón” (1931), “La calle” (1931), “The stranger’s return” (1933), “Cenizas de amor” (1941)…
Aparte, aunque esto en sí no suponga a priori ningún plus, Vidor es, de los nacidos en Estados Unidos, uno de los pocos raros autores en el sentido amplio del término, pues también fue productor y guionista de muchas de sus películas. Desde luego, la autoría cinematográfica no se sustenta sobre la responsabilidad del libreto o sobre el control nominal del producto, sino que se basa en la utilización recurrente y personal de las imágenes y los recursos formales; también, en el Hollywood clásico, aun cuando no firmaran los guiones, todos los grandes directores colaboraban activamente en ellos, bien mano a mano con el guionista, bien retocándolos y modificándolos en el plató: nadie dudaría hoy en día de que Griffith, Ford o Anthony Mann, entre los nativos, o entre los emigrados, Sternberg, Jacques Tourneur o Sirk son autores con mayúsculas (y mayúsculos). Aclarado esto, en Hollywood, aparte de King Vidor, tan sólo McCarey, Fuller, Hitchcock, y por supuesto los cómicos, tuvieron una trayectoria tan independiente y tan basada en ideas propias. Vidor comenzó su carrera siendo su propio productor y manteniéndose al margen de la gran industria hasta “The family honor” (1920); se apartó de ella en los años 30 para financiarse “El pan nuestro de cada día” (1935), que a las grandes compañías les parecía demasiado izquierdista; y, como si necesitara volver a respirar la libertad, aun volvería a dar la espalda a los estudios hacia el final de su carrera, ofreciendo como fruto dos de las mejores películas de su recta final, “Japanese war bride” (1952) y “Pasión bajo la niebla”; es más, las muchas veces que trabajó para las majors fue casi siempre el director de producción de sus películas, figurando su nombre, como le gustaba recordar a Capra, antes del título. Para comprender bien la posición de Vidor respecto de su trabajo, no está de más reproducir, en esta época en que abundantes cegatos niegan la autoría de los más grandes cineastas americanos sólo por haber desarrollado su carrera en Hollywood; no está de más reproducir, decimos, las siguientes palabras del extraordinario libro de memorias del maestro tejano “Un árbol es un árbol”:
“En mi opinión, el cine es el medio de expresión más fabuloso que se ha inventado nunca. Los filmes que han mostrado la mayor unidad, la mayor fuerza omniabarcadora y que han ofrecido la mayor satisfacción al espectador han sido aquéllos en los que una sola mano ha controlado cada una de las partes de las muchas que componen un film. La historia, el reparto, los decorados, la fotografía, el vestuario y la interpretación deben ser los portavoces de una mente.”
Además, sus obras basadas en ideas propias, y por tanto exentas de material literario preexistente, son en la época muda legión, y aunque no tan abundantes, también cunden en el sonoro; muchas veces éstas figuran, si no necesariamente entre lo mejor, sí entre lo más significativo y relevante de su trayectoria: las películas de dos rollos para el juez Willis Brown; su primer largometraje, “The turn in the road”; su primer trabajo para una productora de Hollywood y su primer gran film conocido, “The family honor”; su gran bombazo comercial, “El gran desfile” (1925); su película más sentida, “…Y el mundo marcha”; su despedida y homenaje al cine mudo, “Espejismos”, y su comienzo en el sonoro, la revolucionaria “Aleluya”; su gran éxito de los años 30, “El campeón”; la combativa “El pan nuestro de cada día”; su vuelta al redil de los estudios y una de sus películas más tiernas, “Noche nupcial” (1935); su definitiva ruptura con la Metro, y clausura de su trilogía sobre la guerra, el trigo y el acero, la mutilada y fallida “An american romance” (1944); su vuelta a la producción libre con “Japanese war bride” y “Pasión bajo la niebla”… Y aun podríamos tomarnos la libertad de añadir “Guerra y paz” (1956), en la que Vidor trabajó oficialmente como coguionista; no porque, evidentemente, se tratara de una historia original, sino porque era tal la admiración que el americano sentía por la novela de Tolstoy y su deseo de llevarla a la pantalla, tal la interiorización que sentía de sus personajes y sus cuestiones fundamentales, que en esta modélica adaptación literaria Vidor se apropió del espíritu del escritor ruso hasta hacerlo perfectamente suyo. Serán las afinidades electivas…
Continuará.