Ayer comí carne cruda… / Eugenio Mateo


Por Eugenio Mateo Otto
http://eugeniomateo.blogspot.com/

   No es la antropofagia una de mis aficiones culinarias, lo confieso, pero comer carne cruda sí que lo es. Nos referimos, claro, a esa técnica de maceración que practican los orientales con tanta maestría.

    Sin ir más lejos, ayer pude satisfacer las ganas de comer un Gyuu-Teriyaki de ternera en un afamado restaurante japonés regentado por chinos, que saben tanto de la cocina nipona, que, a buen seguro, la mayoría de los nuevos clientes los tomarán por naturales del País del Sol Naciente. De solomillo de ternera, y en nada parecido a los escabechados, una maceración suave de varios elementos permite notar la carne en su exacta dimensión de fibra musculosa, pero tierna; cruda, pero matizada por lo cítrico, deliciosa; con el atávico modo de comer de los japoneses, haciendo de lo natural la llave de la longevidad. A continuación, volví a comer carne cruda, esta vez de pescado: Pulpo, atún, dorada, gambas, salmón, caballa. Sus carnes delicadas abiertas al aire, sin más aderezos que el color o la textura. Como es sobradamente conocido, su degustación consiste en macerar unos segundos el pescado cortado muy fino en el baño de soja y wasabi para que el rábano picante (que incluso puede hacerte llorar) haga del bocado una mezcla en la boca que no tiene definición. ¿Se es por eso raro? En todo caso, hay muchos raros ya. No hace mucho, para la gran mayoría, ir a comer pescado crudo a un Teppanyaki era un sarcasmo, el mismo que manifestaban criticando a los que sí iban. Hoy, es un fenómeno social y un gran negocio a la vista de aperturas de locales franquiciados que ofrecen sushi por todos los barrios. Sobre todo, admira contemplar la destreza en el manejo de los palillos que se ha instalado incluso entre los que no saben utilizar los cubiertos.

    El asunto de las tendencias alimentarias tiene un futuro negro, distópico. Ante el vaticinio de que para 2050 será necesario producir un 70% más de alimentos que hoy. ¿Cómo hacerlo si ya estamos empleando el 80% de la superficie agrícola útil? El reto de la humanidad para evitar el hambre obliga a buscar mil y una fórmulas que ahora nos parecen imposibles. Escribía Patricio Pron que en la Science Gallery de Dublín tuvo lugar una exhibición de quesos producidos con bacterias provenientes del ombligo, las axilas, los dedos de los pies y la nariz Habla también de otros proyectos investigando la producción de yogures, leches maternas, cervezas, etc. Nuestros microorganismos transformarán lo que comamos, aunque el día que conociéramos su composición, seguramente nos negaríamos a `probarlos, y se entendería, ya que hablamos de helados, por ejemplo, con ingredientes como fluidos vaginales y todo tipo de lindezas demasiado apetitosas, incluso un whisky en cuya producción se emplea orina de diabéticos y las recetas con semen del libro Natural Harvest—, el de la bióloga estadounidense Christina Agapakis y la artista noruega Sissel Tolaas, exhibido en Dublín en 2013 y titulado Selfmade.  En él se apela a la autofagia para no tener que asumir la responsabilidad de alimentarse de seres vivos. Siendo una conducta refleja, puedo imaginar sorbiéndome los mocos como hacía de niño o chuparme el dedo con la sangre del corte al afeitar. El futuro sombrío no acepta frivolidades, en todo caso es la gran amenaza incierta. La supervivencia pasa por la gestión colegiada de los recursos y si como parece, no habrá alimentos para todos, se tendrá que recurrir a la ciencia para convertir un cocido madrileño en una magnifica pastilla con olor a morcilla. Ahora que cito a las pastillas, vengo a evocar una película, hoy ya de culto: Soylent Green, de 1973 y que por estas tierras fue rebautizada como Cuando el destino nos alcance. Tuvo gran éxito de taquilla y, sin embargo, nunca ha sido emitida por televisión. Por su carácter premonitorio, pero apocalíptico en sus postulados, pareciera que las grandes Productoras se hubieran puesto de acuerdo en no alarmar a la gente. La acción está localizada en el 2022. Un mundo hacinado; agotados los recursos; con una atmósfera devastada por la contaminación. Una sociedad distópica que consume unos preparados a base de soja y algas, unas pastillas, Soylent Red o Soylent Green, que eran el único alimento para el 95% de la superpoblación. El otro 5% es la élite del poder y comen alimentos naturales. Ocurre, que a lo largo de la trama discurren acontecimientos que ponen al descubierto una horrible realidad: las pretendidas pastillas de algas o plancton están procesadas con los cuerpos de los que mueren cada día. El final, un tanto melodramático, presenta al protagonista malherido gritando a los que vienen a socorrerle: ¡Soylent Green it’s people! (Soylent verde es gente).

   Ojalá, ese guion esté muy alejado de lo que nos espera, pero la ciencia ficción cada vez es menos ficción. Llegará un tiempo en que se confunda con la realidad y comer sea un lujo. Adiós a las verduras de huerta salteadas con jamón de bellota. A los solomillos jugosos al punto. Al marisco con un buen albariño. Adiós a tantas cosas que nos hacen felices, aunque no sean tan caras como las que acabo de citar, paradigmas de un estatus. Hay culturas que se comen los gusanos y todo tipo de insectos. Allá ellos. ¿Allá nosotros? A lo más que llegaría sería a fingir que pruebo uno mientras me hacen la foto, pero eso lo cuento con la boca pequeña, porque llegado el caso, nadie se muere por comer lo que sea para no morir de hambre.

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