Por Carlos Calvo
Subdirector de El Pollo Urbano
Unos caballeros pasean en círculos simbólicos con pulcras guayaberas y flexibles sombreros pijipaja. A su lado, las damas llevan jazmines en el pelo y derraman lisura.
Podría ser un domingo cualquiera en el trópico. Sin embargo, es solo el paseo de la Independencia (y, por extensión, la plaza de Aragón), y la gente que está en él lleva zapatos de agua, que han dado lluvias para la tarde. Unas cuantas manzanas más abajo no surge el caribe, sino el río Ebro, que tampoco está mal, pero no es lo mismo.
No se detectan, por los alrededores, flexibles sombreros panamá, pero sí algunas boinas sobrias, impermeables. Una vez aclarada la confusión geográfica, conviene matizarla un poco. Porque sí tiene su importancia el trópico en este rincón del nordeste del sur de Europa. Se trata, eso sí, de un trópico de cercanías, de uno más bien íntimo, de consumo privado. Y tiene que ver con la capacidad de detenerse un rato a disfrutar de la realidad literaria autóctona, abandonando la prisa y la producción.
Estoy, claro, en la fiesta libresca aragonesa en un lugar en el que siempre parece ser domingo a excepción de los domingos, donde la vida, entre volúmenes y más volúmenes, parece detenerse en una suerte de paréntesis caribeño. El veintitrés de abril, en efecto, es el día del libro y el día de Aragón y el de su patrón, el santo Jorge, ese caballero cuyo origen viene de Oriente y se enfrenta a un dragón que está asolando una región entera. El bien y el mal. El orden y el caos. O el paladín y el dragón como fulgor oscuro de fantasías épicas, por decirlo con Andrea de Pablo.
Tendré que portarme bien, maldita sea, para que no me castiguen y me dejen sin dibujos. Pero también es saludable decir que la aglomeración, los empujones y los políticos depredadores se llevan mal con la cultura, con el libro. Incluso con el clavel, que acaba estresado y sucumbe antes de llegar a casa. O con ese bolígrafo regalado a cualquier letraherido que muchas veces tarda en usarse. Parece como si el dragón, que a veces tiene la presencia hueca y alocada de las llamadas ‘influencers’, ha acabado venciendo al padre ‘padrone’.
San Jorge, en cualquier caso, parece transmutarse en los desocupados viandantes que, curiosos, ojean (y hojean) al ritmo pausado de las letras, mientras libreros, editores, autores y demás mercaderes de la cosa se miran de reojo ante probables atentados al bienestar burgués, más allá –o más acá- de folletos o expositores, marcapáginas o claveles, firmas o conversaciones. Que se lo digan a ese escritor llamado de culto al descubrir este día que no tiene tantos fieles como le adjudican algunos críticos amigos.
Un tipo con una voz que suena con algo de resaca de aguarrás parece interesado en el premio Planeta otorgado a una oscense con luz que agoniza. Un tipo que parece llevar por dentro una avería irreparable se detiene ante el premio Nadal de un barbastrense amante de sus rosados tomates. Un tipo calzado con zapatos negros a punto de charol busca cualquier manuscrito encontrado en Zaragoza y un librero lo manda directamente a cualquier filmoteca que programe el clásico indiscutible de la historia del cine polaco, una especie de caja japonesa, repleta de recovecos y subdivisiones, que parte desde el momento en que el protagonista es seducido por dos bellísimas hermanas moras en la España de Felipe V.
Una puta, vieja pero fea, busca y encuentra al doctor Víctor Vidal y sus enigmas del cuerpo humano. Una pareja que muestra su desatada pasión, ajena al tropel de gente ajena, busca un volumen sobre indumentaria aragonesa, pero se lleva, finalmente, al Domingo Buesa del retrato de la madre de Goya. Una joven cuya belleza produce asombro y vértigos, con voz de caramelo líquido, está interesada en una publicación que sigue paso a paso una de las mayores muestras del folclore baturro, ‘Nuestra jota, aragonesa y universal’, escrita por María Jesús Hernández. Por allí, en fin, se dejan ver escritores, de todo tipo y condición, que ejercitan la muñeca. Cada loco con su tema.
Cae la tarde. Las existencias se van agotando. El cielo se encapota. Los ángeles del infierno, empero, no terminan de miccionar. Paraguas sin abrir que sirven, ay, de gayatas decimonónicas como la morralla dentro de lo delicado. Y saludo a compañeros de fatigas al modo de viejos roqueros del hecho cultural o así. Que si Pepito, el de ‘Antígona’. Que si Eugenio Mateo. Que si José Antonio Conde. Que si Jesús Soria. Que si David Almazán. Que si Fernando Jiménez Ocaña. Que si Xcar Malavida. Que si Manuel Castelló… O dejo de saludar, por el amor de dios, o convierto todo esto en una misa de réquiem por el boxeador de los guantes de cristal.
A quien no veo es a Joan Manuel Serrat, que dijo que vendría, fan de la prosa peatonal de Julio José Ordovás, a quien quería felicitarle personalmente por su reciente obra literaria, aunque seguro que le llama, que uno es un señor. Tampoco podré escaparme con el cantautor y poeta para paladear la policarpa tortilla de patatas de sus amores, allá en la Magdalena, siempre acompañada con los panes del heroico horno de la otra esquina. Lo mejor estaba por llegar, sin embargo. Un juntaletras del ‘noir’ ve a unas locas sin rostro y no duda: se dirige hacia ellas con cuatro zancadas elásticas, irradiando determinación y ahogando cualquier señal de cansancio bajo una máscara de simpatía que en absoluto parece una máscara.
Es ahí, en esa decidida maniobra de aproximación, donde reside la clave fenomenológica del Aragón negro. Solo después de plantarse ante sus fans y mirarles a la cara, cambiando las alturas para asegurarse de que cada una cruza los ojos con los suyos, pronuncia el escritor de la chaqueta a cuadros el sermón de las diecisiete palabras. Abnegado en postureo ajeno y propio, el personal está sediento de autenticidad. El emborronador de las tramas policiacas no será Dashiell Hammett, desde luego, pero ha abrazado su sacerdocio de sotana color chicle con tal de llevar alguna felicidad a su parroquia. Y esa abnegación de dador de sonrisas, o así, conmueve.
Los libros, en fin, sitúan los territorios en el atlas de la creación y ahí están las diversas voces de Aloma Rodríguez, Ignacio Martínez de Pisón, Octavio Gómez Milián, José María Conget, Javier Lahoz, Laura Latorre… Mientras, el cielo encabritado y pardo aloja un violento cuerpo a cuerpo de nubes que fingen una cierta armonía espontánea, como dispuestas allí sin querer. Y, al final, abandono la fiesta del libro autóctono. Y me siento en una terraza a tomar un aperitivo con el pensamiento (adormilado) de cualquier manuscrito encontrado en la capital del Ebro y alguna melodía recurrente en los labios.
Jugaría enormemente a favor de estas líneas que esa canción fuese de Chabuca Granda (ya saben, “déjame que te cuente, limeña”), pero en la versión, si la hubiere, de Carmen París. Menuda forma de cerrar el círculo simbólico sería esa.