De mentiras, insatisfacciones y limitaciones / Eugenio Mateo


Por Eugenio Mateo
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    Hay mentiras piadosas; arriesgadas; las hay verdaderas y consentidas, premeditadas e incluso peligrosas. Ejercitar la mentira requiere de mucho esfuerzo mental, agota por el simple hecho de obligar a las neuronas de la memoria a estar siempre en guardia, pendientes de no contradecirse para que siga la mentira sin ser descubierta. Es realmente un trabajo intelectual nefasto, destructivo y suicida. Un sinvivir.  Las mentiras arriesgadas se circunscriben más bien en un entorno personal, familiar o íntimo, como puede ser el amoroso, puesto que lo que se arriesga es justamente aquello que más se quiere. Hay que estar preparado y tener siempre un plan B por si se es descubierto. La cuestión es no sacar los pies del tiesto y seguir enrocado en la farsa. No siendo inefable el dicho: la trampa siempre campa, al final, lo más probable es que se descubra el engaño y quedes en ridículo o algo peor, que no sería más que la justa penitencia por no decir la verdad. Larga sería la lista de amores que murieron en pleno apogeo a consecuencia del virus de la falsedad. Luego llegarían las adjetivaciones: que si embustero compulsivo; que si falso; que si fingido. Todo y más, aunque a la vista de las consecuencias, no está claro que mentir mereciera la pena, salvo las que se usan de modo piadoso, esto es: mentir al otro para preservarlo de las malas consecuencias de la verdad. Las mentiras piadosas se hacen necesarias, como lo es tratar de evitar el sufrimiento o desencanto del prójimo. Forman parte de la vida. Si esta mentira fuera pecado (es una hipótesis), éste seria venial, muy venial, tanto que podría ser considerada como una buena acción. Los musulmanes tienen la obligación por el Corán de hacer cinco buenas acciones cada día. ˗˗Muy alto se ponen el listón, pero, nada que decir ante los misterios de la fe˗˗. Los judeocristianos somos menos exigentes en esas cuestiones del dogma y las buenas acciones son optativas y pueden afectar al Octavo Mandamiento. Cuestiones aparte de la piedad, mentir ha sido habitual en todos los tiempos y eras. Posiblemente, vaya implícito en los genes y seguramente que en un principio fue palanca de supervivencia. Ahora, cuando casi todo se sustenta en la mentira, hasta se le traduce el nombre al inglés cuando la falsedad afecta a la información de manera organizada.    

           Sin que tenga que parecer un contrasentido, hay mentiras verdaderas: son aquellas a las que los hechos convierten en auténticas, aunque fueran dichas para engañar. Han de ser creíbles, porque la imaginación o la fantasía no deben desembocan en la mentira, sino en la conducta, y se establece una comunicación de buena fe entre engañador y engañado. Un consentimiento que se utiliza, por ejemplo, en la literatura como vehículo de lenguaje entre autor y lector. Las mentiras consentidas son aquellas que se aceptan porque no pervierten el sentido crítico de la verdad, más bien permiten el juego entre fábula y realidad, o sea, entre la mentira de cada uno y la verdad de cada situación. Se necesitan como el placebo: para el autoengaño como terapia.

      Las mentiras premeditadas son malévolas, pues buscan hacer daño intencionadamente, sabiendo las consecuencias para las víctimas del libelo.     No surgen de la actitud, sino de la intención. Hacer daño es el objetivo, cuánto más, mejor. Herramienta de propaganda, sus consecuencias son temibles pues entra en juego el deseo calculado de manipular y de confundir, de anular la predisposición al rigor ante la burda trasmisión de infundios que destruyan, entre otras cosas, la reputación. Son las mentiras que no se sabe hacia dónde pueden derivar. La difamación provoca el desaliento en la víctima y ayudan a anular la voluntad de luchar contra la infamia en la mayoría de las ocasiones, como efecto colateral.

    Las mentiras peligrosas son como las cargas de profundidad, se lanzan sin saber su alcance, aunque los que la emplean saben que tarde o temprano tendrán consecuencias. Escapan al control del mentiroso los efectos porque los bulos se retroalimentan en una espiral desoladora. Es una táctica de alto riesgo porque los que la practican acaban afectados ellos mismos. Son como los virus de laboratorio. El autoengaño es la mentira más peligrosa pues afecta y debilita nuestra autoestima ya que nos empuja a no tomar decisiones a pesar de prever claramente las consecuencias negativas de tal acción. Las mentiras peligrosas acaban en el falso optimismo que elude reflexionar sobre la vida y evitar tomar actitudes comprometidas.

    Si damos por cierto que todos mentimos a diario, se podría establecer que la pasión del hombre por la mentira le hace caer en la disposición de tomarla en serio sin medir su credibilidad, lo que lleva a la perplejidad, puesto que, ¿por qué no utilizar la que más nos guste o convenga en cada situación?

    Mentir es un agravio moral, no hay duda, y, sin embargo, a los seres humanos no les resulta fácil decir la verdad. ¿Será una tendencia instintiva?  Agustín de Hipona decía que la mentira es una oposición entre lo que se sabe (o se cree saber) y lo que se enuncia, entre lo que se piensa y lo que se dice. Es un problema moral porque descansa en el enunciador y no en la verificación del enunciado.

     La mentira como actitud ha pasado a ser un remedio contra la existencia sin estímulos. Si la vida que nos toca en suerte no es capaz de arrancar el mínimo entusiasmo por algo, siempre nos queda inventarnos otra a la medida de nuestras mentiras. Quizá, ese desencanto crónico prefiera la ficción y no la simple realidad de nuestras limitaciones.

Publicado en Crisis #19

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