La guadaña se llevó al cantor / Dionisio Sánchez


PorDionisio Sánchez
Director del Pollo Urbano
elpollo@elpollourbano.net

     Este año pandémico ha sido de una extraordinaria  actividad  para la guadaña de la Parca.

     No ha tenido descanso y, perfectamente engrasada, acometió nuestras  filas próximas que se han visto diezmadas ocasionando el correspondiente acojono de los cercanos en la formación que, poco a poco cual ríos, nos va llevando a la mar que, al parecer, es el morir

   ‘Aquí no se queda nadie’  es una seguridad que nos acompaña cuando ya nos convertimos en veteranos y mirar atrás agudiza el canguelo a la vista de la voracidad segadora de la vibrante hoz generacional urbana.

   El último, un poeta. Un poeta al que le salen en virtud de la hipocresía de la gusanera amigos hasta en la carcoma de su ataúd si es que lo hubiera. Imbéciles que prestan su foto a la acequia de las redes al lado  del bardo  muerto y todavía caliente para hacernos sabedores de una camaradería que probablemente nunca existió y que, más bien, fue capote de grana y oro para escapar de tanta baba como se formaba a su alrededor, sobre todo, en sus últimos años, cuando los apostadores “a ganador” (que son legión en esta ribera del Ebro) vislumbraban el relumbrón que esas instantáneas,  guardadas cobardemente en espera del ya sabido deceso del rimador, tendrían valor de posición escénica y justificarían el plañidero canto a la hermandad que, seguramente, ya digo, casi nunca existió.

   No he leído a nadie, a ningún pollafría del rendibú  hablar de vinazo y borrachera con el rapsoda -que las cultivó a modo-, sobre todo con algunos, jóvenes y comemundos que éramos, y que en vez de llorar, hemos matado la acidez que nos produjo la noticia con más vino y, por supuesto, del peor y más barato, en recuerdo de tanta noche arrastrados y bolingas mientras el amanecer se desperezaba.

   Guinda, “guindilla”, el hombre de la gran napia, superlativa, y pegado a ella a golpes   cual pirámide de Egipto, íbamos a cuatro patas ozando en el barro en la orilla izquierda del puente viejo de Hierro antes de proseguir hacia los cados del barrio de Jesús donde nos esperaba –si dios quiere- la deseada recompensa que en saco cálido y somier de alambre  envolvería el deseo y el sueño ebrio  hasta la aventura siguiente.

Luego, pasoó el tiempo, y una cosa era cada vez más clara: se estaba haciendo poeta de libros, escalaba en la vereda poética aunque , para su desgracia y como recuerdo de sus orígenes de pescador de siluros a mordiscos en la ribera fangosa del Ebro, cada vez le crecía más la nariz conviertiéndole  en un naricísimo infinito,  con muchísima nariz, y una nariz tan fiera que en la cara de Anás fuera delito.

Y mientras el juglar crecía y sus libros ya formaban estanterías, y hasta creo que le nombraron  “Juglar letrado del propio Aragón entero”, cada vez se hacía más presente el rumor que a lomos del bravo río gusanero rebotaba en las arcadas del viejo puente de Hierro cuando acabado todo el vino de las barricas del viejo templo bonancero de la calle del Refugio, dos idiotas atrompados le hacía al dicho rumor coro y poesía: “Cuando tengo un amor ingrato, me meto un dedo en el culo y allí me lo dejo un rato”. Nada más terminar la oración, algún siluro se acercaba a la orilla, asomaba el ocico y rápidos cual atletas olímpicos, nos entregábamos a mordisquear furiosamente sus lomos grasientos  hasta quedar saciados de dedo, culo y siluro.

   En boca del poeta, déjame que te copie para despedirme, sollozando,  desde esta página pollera, este alegato acerca de nuestra fugacidad escénica:      

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer;
cómo después de acordado
da dolor;
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

II

Pues si vemos lo presente
cómo en un punto se es ido
y acabado,
si juzgamos sabiamente,
daremos lo no venido
por pasado.
No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar
lo que espera
más que duró lo que vio,
pues que todo ha de pasar
por tal manera.

III

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en la mar,
que es el morir:
allí van los señoríos,
derechos a se acabar
y consumir;
allí los ríos caudales,
allí los otros medianos
y más chicos;
y llegados, son iguales
los que viven por sus manos
y los ricos.

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