Por Daniel Arana
El mundo está oscuro a nuestro alrededor
y la perspectiva parece ahondar en la penumbra.
Sin embargo, hay luz por delante
(Felix Adler)
Entre los muertos del sábado 14 de octubre en Somalia y los del 24 de noviembre en Egipto, ambos causa de brutales atentados, suman un número mayor que los habitantes de algunos pueblos españoles que me son bien cercanos. Esos días nadie sacó banderolas a los miradores ni se envolvió en ellas para reivindicar unidad, paz y convivencia. Otros nos acostamos avergonzados cuando vimos, inermes, la tragedia en la que se sumergía el mundo.
Pero ni siquiera es necesario viajar tan lejos para darse de bruces con la malicia y la penuria.
Estos días, en nuestro país, y una vez destapadas las mentiras de la última tentativa del gobierno catalán, algunos nos volvemos a llevar las manos a la cabeza. Lo hacemos después de ver que violar repetidas veces a una muchacha, puede convertirla a ésta en culpable y no en víctima, que es el único lugar que le correspondería en una sociedad justa. Que algunos escriban, en ese lugar ocasionalmente infame llamado redes sociales, haciendo chanzas sobre esa descalabrada joven y su experiencia, es miserable.
Lo que este servidor -y otros muchos como él- no puede entender es que existan jueces en esta nación, capaces de aceptar como prueba la ignominia y la calumnia que los criminales vierten sobre sus víctimas y no el verdadero testimonio de la agredida y arruinada inocente.
Pero tampoco soy capaz de comprender que, cuando se presenta la posibilidad de una reforma del Código Penal que endurezca las penas –y por endurecer, entiéndase un verdadero castigo- contra los maltratadores y violadores (eso, por no hablar de los que devienen homicidas), otros, enarbolando sabe Dios qué supuestos ideológicos, esgrimen su negativa ante una propuesta justa como la trasformación natural de las leyes.
Es curioso, si no ya inaceptable, que los adalides de la progresía más parrandeada tiemblen al plantearse tales supuestos. Montesquieu toma la palabra una vez más, aquella que jamás debió perder: «la injusticia hecha a uno sólo es una amenaza dirigida a todos». ¿Quién dijo que fuese desacorde el progresismo con el reconocimiento de unas leyes que, por fin, castiguen todo tipo de crímenes?
Esa falta de rigor y entereza al castigar –aunque sea para educar, qué duda cabe- a quien destruye vidas, convierte al ciudadano de a pie en un desguarnecido sujeto, que no halla amparo alguno en jueces ni jurados, mucho menos en esa especie, cultural y moralmente enflaquecida, que aún damos en llamar políticos.
Yo acuso, como escribiría Zola. Acuso de mentir y empobrecer a un país a quienes lo gobiernan o aspiran a ello, dejándolo correr o callando. Acuso de conspirar, con las más vacuas y espurias soflamas, a esos asalariados estatales. Acuso de conspirar para que nada cambie a los que acarrearon la bandera del cambio y a tantos traicionaron, enarbolando tal causa al galope de la epopeya y con el tintineo de la revuelta.
Ellos mismos se han cansado de ser revolucionarios, porque una butaca caldeada y una generosa pensión pueden acabar con lo benévolo –o al menos apasionado- de una idea.
Por eso es más necesario que nunca no ya vigilar los cielos -como rezaba un periodista en «El enigma de otro mundo» (1951), aquella obra magistral de la ciencia ficción norteamericana- sino custodiar las acciones del día a día y asumir de una vez por todas las consecuencias que trae esa largada confianza en unos y otros representantes.
Vigilarles porque nos hemos olvidado de que siguen a nuestro servicio, y no al contrario.
Pero esa es la tantas veces eficaz impericia de las democracias, tal y como nos las han contado: votar de tanto en tanto para que continúe un estado de suspensión. Sin embargo, y eso no admite porfía, es aún el menos nefasto de los sistemas conocidos.
Se ha llamado manada, y regreso a la actualidad más dolorida, a lo que es sencillamente un grupo de vulgares criminales y violadores, cuyo juicio se está alargando hasta la náusea y cuya pena final, me temo, habrá de ser escasa y no lo correctora que otros pensamos que debiera resultar.
A los poetas y escritores se nos pide que saquemos cosas de la nada, no sé bien si como estímulo o simple noción de vivir. Y yo digo que, más allá de los senderos gratos de lo literario, ha de existir un consenso para con la belleza del mundo. Una belleza que empieza por erradicar todo tipo de efusiones bárbaras, de indisciplina y olvido de la ley.
Claro que, para eso, quienes legislan y se embarran en la corrupción más rampante, tampoco son buen ejemplo. Empecemos pues por acabar con esa indignidad colectiva que se deshace en gritos por las calles y los despachos, exhibiendo sin recato la vulgaridad como patrón universal.
Que la maldad puede llegar a ser un vicio, ha dejado de ser una premonición para convertirse en el paso último de la destrucción de la voluntad.
Digámosle no a quienes expolian un país o un territorio, como también a los tediosos peroradores de obviedades. Seamos exigentes, no ya para pedir lo imposible –a la manera de aquel lejano y un tanto sonrojante mayo del 68- sino para terminar de una vez por todas con la gran falacia sobre la que se edifican nuestros representantes electos. Hemos pasado de la incomodidad manifiesta de los sistemas políticos racionales al despropósito menos solapado. Y de eso tenemos todos un gran porcentaje de culpa.
Cuando la invasión de la oscuridad parece someternos, es ineludible la audacia social, la crítica constructiva y el rechazo al lastre institucional. Seamos realistas, sí, pidamos pues que se nos devuelva la justicia y el estado de bienestar al lugar que le corresponde: la plena superficie y no el tormentoso abismo.
Porque corremos el enorme riesgo de que, cualquier día, alguien olvide que la solidez del civismo, la solidaridad y la justicia nos convierte en más humanos.
Y ese es el único motor que seguirá haciendo funcionar al mundo.