‘Procés’ al quiosquero / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

   Su vida va en ello. El negocio es el negocio. Son días especiales.

  El quiosquero de la esquina, que aún conserva la expresión del niño que echaba azúcar al pan para que pareciera un suizo, siempre ha tenido el espíritu navideño desbocado y convierte en una fiesta su vida desde que se encienden las luces a finales de noviembre hasta la deprimente mañana del siete de enero. Siete días de enero. Y la gran familia foránea le visita. A él, claro, y a su hija y a su compañera y a sus hermanos y a sus padres. La de Barcelona. Van en tropel a un mítico asador del centro zaragozano y les ponen una mesa larga. Parecen una banda siciliana.

  El quiosquero entra en los fogones del restaurante para saludar al jefe de cocina, amigo “de toda la vida”. Un pinche deshuesa aceitunas negras –la cocina puede ser de lo más prosaica- y otros ayudantes laminan con delicadeza unas diminutas galletitas de pan de semillas sobre las que, más tarde, descansará una mousse de hígado de pichón. Todo el mundo tiene un plato favorito, una madre, un lado de la cama, unos dibujos de la infancia y un maestro que le cambió la vida. También un primer amor. Y un libro. Y una película. Y una canción. Y un cuadro. En algunas canciones y poemas y novelas y películas y pinturas y cocinas ha entendido el quiosquero más de la vida que en la vida misma. Luego está la gente (poca) que le mejora. Los que suman, le aúpan y le hacen espejo de sus demonios. Son amigos y desconocidos, hombres y mujeres, vivos y muertos. No muchos, pero son los suyos. La compañía discreta y necesaria.

  Para abrir boca, una de los primas del quiosquero le pregunta qué opina del ‘procés’. Es una chica joven pero fea, y de entrante se pide un invento de chorrada efímera, algo así como una ración de aire de calabacín en lecho de nido de jilgueros con lágrimas de guisantes. La ve venir y mira hacia otro lado. Supone que los que preguntan por el ‘procés’ son independentistas, con todas sus razones o sin ellas, y el quiosquero, para bien o para mal, no quiere malmeter. Como sin querer, toda la familia, de aquí y de allá, tal vez atraída por el carrusel, empieza a opinar. A preguntar, mejor dicho. Y, por supuesto, se suceden las preguntas, más que menos relacionadas con el asunto. Apenas hay respuestas, pero los interrogantes se cruzan como si de aquella película de Robert Altman se tratara. ¿Hay preguntas suficientemente profundas para parecer completamente banales?

  El quiosquero, para quien no hay siete mares sino un solo océano, entiende que las causas no son ya respetables (o verdaderas) por sí mismas, sino por el grado de sufrimiento invertido en su defensa. Y cuanto más disparatada es una empresa, más sacrificios exige su publicidad. Acaso cada época tiene el entretenimiento que merece. La matraca independentista (insistencia molesta) se apodera de la suculenta comida del asador. A lo que aspira el quiosquero es que le dejen degustar en paz. Pero no hay manera, como la canción. El hermano del quiosquero, vaya por dios, habla por primera vez y confiesa, tan descreído él, que los patriotas, como los borrachos, siempre dicen la verdad, aunque luego no quieren responsabilizarse de lo dicho y de lo hecho.

  Si las leyes están hechas para saltárselas –al igual que las presentaciones, que son, parafraseando a Julio José Ordovás, “como esos churretones de nata que acompañan a los flanes en los menús del día, y que solo los muy hambrientos o los muy golosos se llevan a la boca”-, la patria es un alcohol que hay que consumir con moderación. Y la política, sea del color que sea, tiene el mismo mérito que tiene un billete falso cuando lo consigues colar. Las preguntas cruzadas se suceden. No hay vuelta atrás. El quiosquero, siempre buscando respuestas a lo largo de su vida haciéndose preguntas, está harto.

  ¿Puede el arte cambiar el mundo? ¿Puede la política cambiarlo acaso? ¿Necesitan los problemas diálogo y no represión? ¿Es el asunto el problema y la forma la solución? ¿Es posible la reflexión desde el malhumor, el resentimiento o el rencor? ¿Hay que dejar las puertas siempre entreabiertas porque la vida da muchas vueltas y el encono de un día puede ser un problema para toda la vida? ¿Lo inteligente es no dar portazos, aunque solo sea por no hacer ruido? ¿Cuál es la frontera entre el deber y el sacrificio? ¿Atendemos al beneficio inmediato y el que venga detrás que arree? ¿Somos “un yo plural de sombra única”, por decirlo con el poeta? ¿Es bueno o reconfortante conservar lo propio? ¿Es imprescindible construir y salvaguardar al mismo tiempo lo común? ¿Es racial una identidad cultural? ¿Estamos encantados de habernos conocido?

  Mientras saborea un plato de cabrito asado a las pasas con costra de pesto de albahaca, el quiosquero recuerda a sus familiares que el mítico historiador del arte Ernst Gambrich repetía a menudo cómo las preguntas, para generar respuestas relevantes, debían ser genuinas. Y genuina fue la pregunta que le hicieron a la ensayista Linda Nachlin: “¿Qué piensa de la pornografía?”. Su respuesta fue taxativa: nada en contra si le permitiera pasarlo bien. Esa respuesta, maravillosa e inesperada, da una clave inestimable: el pensamiento, para ser genuino, debe ser siempre propio. ¿No es el localismo una suerte de catetismo? ¿Es el mejor sitio el lugar en que nacemos? ¿Favorece la reivindicación identitaria el inmovilismo? ¿Se vuelve imposible el diálogo cuando el relato se impone al argumento? ¿El tiempo del destino individual jamás debe coincidir con el de la historia? ¿Está basado el nacionalismo en el orgullo de pertenencia a una comunidad y a una identidad de la que formas parte por puro azar? ¿Dónde acaba el deseo comienza el terror? ¿Cesa la violencia con más violencia? ¿Hay que actuar desde el presente, pero siendo siempre muy consciente del pasado? ¿Hay compradores o hay vendidos? ¿Quién escribió aquello de que es más fácil luchar por unos ideales que vivir de acuerdo con ellos?

  ¿Fueron unos corruptos los reyes magos? ¿Trataron sus majestades de comprar el favor de dios? ¿El afán por castigar a los pecadores puede convertir a las víctimas en verdugos y viceversa? ¿No fueron los cristianos de la antigüedad perseguidos por su fe? ¿No convirtieron su credo en religión oficial los emperadores romanos? ¿Se puede ser un ciudadano agradecido y generoso y mantener tu opinión sobre cada cosa? ¿Es la ingratitud una forma de independencia? ¿A cuántas generaciones posteriores alcanzan las lecciones de la historia, si es que alcanzan a alguna? ¿Hay una parte de la memoria colectiva que se transmite y otra no? ¿Cuántas veces tiene que tropezar una sociedad con la misma piedra para no volver a cometer los trágicos errores de sus antepasados? ¿Cómo viviríamos nuestras relaciones si no sintiéramos que el otro nos ha pertenecido alguna vez? ¿Es el patriotismo el último refugio de un canalla, como señalaba Samuel Johnson? ¿Es la piel lo más profundo de los hombres, al decir de Josep Pla?

  ¿La sacrosanta “razón de estado” consagra la sumisión al orden establecido como creencia primordial, como base del “sentido común” que solo es cuestionada en situaciones de profundas crisis institucionales donde se pone en cuestión el ‘statu quo’, como está sucediendo en Cataluña? ¿La historia está jalonada de múltiples evidencias o constataciones, de cómo los estados son productores, en serie, de catástrofes y guerras cometidas en nombre de la “razón de estado”? ¿El ejemplo de las guerras (las más recientes de Libia, Irak y Siria) pone al descubierto hasta qué punto los estados, en nombre del sagrado “interés general”, arrastran a la barbarie más absoluta? ¿El juicio del estado es “el juicio final”? ¿Agitan la coctelera los subalternos del poder con soflamas patrioteras del estilo de “los sediciosos han despertado al toro español”, que clama con furia el delegado del gobierno de Aragón? ¿No dan miedo? ¿No son de “armas tomar”? ¿Cuál es la pregunta genuina en torno al conflicto independentista catalán?

  El quiosquero, al que se dirigen todas las miradas, está bastante incómodo y, en un giro inesperado, como hiciera Buñuel en ‘Viridiana’ o Hitchcock en ‘Psicosis’, se pone a hablar de literatura. Ya se sabe que las grandes obras literarias no dejan de ser un diccionario desordenado, que diría Cocteau. El familiar que devora un plato de becada en salmis con colmenillas y zanahoria escarchada es un letraherido y el quiosquero aprovecha y le recomienda, sin titubeos, los últimos libros que le han gustado sobremanera: ‘Conviene un sitio adonde ir’, de Emmanuel Carrère; ‘El club de los mentirosos’, de Mary Karr; ‘Diarios completos’, de Fernando Pessoa; ‘Evasión y otros ensayos’, de César Aira; ‘Ciento noventa espejos’, de Francisco Javier Irazoki, ‘Indian Creek’, de Pete Fromm; ‘Quemar las naves’, de Angela Carter; ‘Dame tu corazón’, de Joyce Carol Oates; ‘Buñuel despierta’, de Jean-Claude Carrière; ‘Todos mienten’, de Mindy Mejia, o, muy especialmente, ‘Paraíso Alto’, de Julio José Ordovás. Literatura para degustar. Unos autores, distintos y soberbios, en la soledad del escritorio, responsables, ante sus conciencias y también ante los demás, de lo que escriben y cómo lo escriben, sin excusas posteriores encaminadas a disculpar la afirmación dañina, los desgarrones en el estilo, el dato inexacto o la imprecisión.

  A más de uno mandaría el quiosquero a ese despoblado pueblo del imaginario ordovasiano al que acuden los suicidas. Quizá no podrá darse una posible evolución sin que se produzca una ruptura esencial. Y solo podrá haber una nueva moral a la altura de las exigencias de nuestro tiempo, si tales estructuras son sustituidas por otras nuevas. Cada vez que derribas una puerta puedes perderte una incógnita. ¿Era posible la independencia mientras no se consumara? ¿Es lo que no se dice lo importante en política? ¿Es más incómoda la verdad cuando tratas de ocultarla? ¿Deberíamos llevar tatuado en la frente nuestro sueldo? ¿Es posible estar en contra de todo? ¿Cuántas puertas falsas hemos tenido a lo largo de una vida?

  No es cierto, en cualquier caso, que solo a través de la literatura, o de los guiones fílmicos, se pueda escribir poesía. La buena cocina es un interés más de la vida del quiosquero, como esas salas de cine que vivió cuando acudir era una liturgia. O como comer en familia. Pero por encima de cualquier otra consideración somos seres sensibles y dependemos del trato que recibimos. En ese exquisito asador del centro zaragozano, sin ir más lejos. Y el quiosquero ha visto que cuando las cosas buscan su fondo encuentra su vacío. La experiencia de un gran servicio es total como la de cualquier expresión artística. Todos, en realidad, soñamos algún día con dar un volantazo a nuestras existencias y, si supiéramos cómo hacerlo, sería facilísimo. La acción de rehacerse, sin embargo, remite a un misterio inaccesible. Pequeñas decisiones, y las formas que se adoptan en determinado momento, hacen, al final, que las cosas tomen un rumbo u otro.

  Personas cansinas, pelmas o pesadas hay muchas. La familia foránea del quiosquero se lleva la palma, aunque todo el mundo, alguna vez, ha empleado en su vida esa práctica de la pesadez cuando ha perseguido alguna pretensión. Distinto es la persona que es cansina por costumbre (o naturaleza), y el quiosquero las divide en varias categorías, pues muchos clientes del quiosco abusan de su paciencia, obligado a escucharles: egocéntricas, que solo hablan de sí mismas; monotemáticas, que centran sus conversaciones en un solo tema; quejicas, que nunca se sienten a gusto, y quedabienes, falsamente halagadores, que se esfuerzan, esto es, por quedar siempre bien con todo el mundo. Y el espíritu navideño las hace todavía más patéticas. ¡Que compren confetis, serpentinas, antifaces, pelucas, bromas o tracas y dejen de dar la matraca!

  Unas gafas de lentes redondas, parecidas a las de Joyce, es el rasgo de un hombre mayor que se dirige, desde una mesa del fondo del asador, a todos los comensales con estos versos de la poeta polaca Wislawa Szymborska, con voz crujiente y soplidos de delfín: “No hay preguntas más apremiantes / que las preguntas ingenuas”. Y el quiosquero, desde su puesto aglutinador y de mando siciliano, le recuerda al rapsoda un diálogo de ‘Río Bravo’, la majestuosa película del gran Howard Hawks. John Wayne: “Te voy a detener”. Angie Dickinson: “Creí que nunca lo dirías”. John: “¿Qué diría qué?”. Angie: “Que me quieres”. John: “Yo no he dicho que te quiero, he dicho que te voy a detener”. Angie: “Es lo mismo”.

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