La tragedia de siempre / María Dubón


Por María Dubón
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   Era junio de 1818, Théodore Géricault se rapó el pelo y se encerró en su estudio. Durante más de un año acometió una de las mayores empresas de la historia del arte, pintó un lienzo de cinco metros por siete (491 cm × 716 cm).

 

 Un hito comparable al Guernica de Picasso, a los Fusilamientos del Dos de Mayo de Goya o a los frescos de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel.

   La tragedia de la Medusa, una fragata francesa embarrancada frente a la costa de Mauritania, fue la fuente de inspiración de Géricault. Aunque la Medusa llevaba a bordo a 400 personas, en los botes salvavidas solo había espacio para 250. El resto de la dotación del buque: 146 hombres y una mujer, se apiñaron como pudieron en una balsa de 20 metros de largo por 7 de ancho que, construida a toda prisa, se sumergió en parte al recibir la carga.

   Con un avituallamiento que consistía en una bolsa de galletas, consumida durante el primer día; dos contenedores de agua, que cayeron por la borda durante las peleas, y unos barriles de vino, la desesperación no tardó en adueñarse del ánimo de los náufragos. La primera noche, 20 hombres se suicidaron o fueron asesinados, y después de 13 días a la deriva, desquiciados, deshidratados y hambrientos, los 15 hombres que habían sobrevivido fueron recogidos por la nave inglesa Argus, el Estado francés nunca inició ningún intento de rescate. Blancos y negros, muertos y vivos, esperanza y desolación conviven en ese trozo de madera flotante. Dos paños agitados con impaciencia, implorando ayuda.

   Un anciano derrotado por la adversidad que sostiene el cadáver de un joven. El mar y el viento aliados y amenazantes. Una lejana claridad en el horizonte. Quizás un futuro. Cada vez que veo una balsa con migrantes, recuerdo el cuadro de Géricault. Él nunca sabrá que todavía hay personas angustiadas que intentan dejar atrás dramas perversos. Los mismos dramas de siempre.

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