Cien años de Federico Torralba / Guillermo Fatás

Probablemente no se hubieran sorprendido mucho quienes conocían sus habilidades, pero esta era un pequeño secreto, que guardó celosamente y de cuyos detalles no hacía partícipes ni aun a quienes estaban al tanto de la existencia de sus obras.

    La carrera académica de Federico Torralba no fue fácil. Cuando se jubiló, a la fuerza hace ya un treintenio, nos congregamos para oírle una última lección en el aula magna de la Facultad. Contra lo previsto, no abdicó allí de su faceta de lúcido cascarrabias y nos soltó un sermón en el que sonaron amarguras y reproches que nadie esperaba oír.

    La impertinencia  de Torralba era a menudo bienvenida, porque resultaba refrescante y asertiva, no resecante y negativa. Creo yo que había callado mucho, porque vivió largamente en una situación subalterna que, si bien tenía justificación burocrática, se compadecía mal con su talento. A otro amigo suyo de inteligencia y sensibilidad semejante, le sucedió algo parecido: Julián Gállego tenía talentos y saberes  que no siempre encajaban bien en los moldes de la administración académica.

    Entrar en ella como pieza fija –la plaza vitalicia- es costoso, sobre todo si no se dispone de padrinazgo. Una vez lograda la meta, se gana autonomía, con dosis mucho más altas de libertad que cuando se vive  una subordinación  tan encorsetada como ha sido, por mucho tiempo, la de nuestras universidades. Eso nunca desaparece del todo, pero en aquellos años proliferaban los profesores  “auxiliares” y “ayudantes”, míseramente pagados y eternamente relegados a funciones ancilares. Podían alcanzar edades  maduras sin oportunidad de alzar el vuelo, salvo si volaban fuera de la academia. Ese fue el caso de Torralba.

   Lo vivió sin dejar por ello de mostrarse tenaz en la consecución de una meta que sentía atracción poderosa: la cátedra, que él, con razón, consideraba no solo compatible  con sus actividades (incluidas las mercantiles) en torno a las artes, sino vehículo por el que encauzar y multiplicar en el aula el valor de algunas de sus pasiones, desde la música y la fotografía hasta las plásticas exóticas, como eran aquí las japonesas y extremoorientales hasta que él las hizo familiares.
 Una carrera de fondo

     Empezó a dar clases en la facultad nada temprano, cerca ya de la treintena, bajo la batuta episódica de Camón. Había estudiado Derecho, además de Filosofía y Letras. No madrugó. Ganó el birrete doctoral bien cumplidos los cuarenta y logró la medalla de catedrático a los cincuenta y dos: eso le ponía interinamente comino de Oviedo, y de Salamanca, pero no dejó nunca Zaragoza, de la que a algunos nos parecía que, en realidad, no faltaba, por sus interesantes tareas en la Institución “Fernando el Católico”. La soltería le dio  libertad de movimientos –París, primero; Venecia siempre- a partir de su anclaje del Ebro, hasta que, al fin ocupó la cátedra zaragozana en 1972. En ella enseñó once años seguidos.

    Se ha glosado bien su figura profesoral, tanto en la Universidad como en la Escuela de Artes y Oficios, y la muy importante de crítico y organizador del arte contemporáneo, en el que separó con claridad las voces de los ecos y distinguió la calidad del camelo. Deshizo tópicos que parecían inamovibles, como desmerecer el Pilar frente a la Seo, o menospreciar el Goya de los grandes frescos religiosos.

El joven dramaturgo

    Apenas conocía nadie al Torralba teatral. Dirigió el Teatro Universitario en los años cuarenta del siglo pasado y se enfrentaba con igual decisión a Moratín que a Lorca. Pocos sabían de su larga pasión, íntimamente mantenida, por el teatro. Con una venia que los amigos obtuvieron de él hace bien poco, se han dado estos meses a la luz dos obras suyas, de tono trágico, escritas con meses de diferencia , cuando tenía 19 y 20 años. Torralba las mantuvo en secreto como algo muy personal. Ahora están editadas. Una , “Los hijos de Atón” (1932), ambientada en el Egipto que liquida la problemática herencia del faraón hereje, Ajenatón, y de su  esposa, Nefertiti (IFC). Otra, “Antea. Tragedia” (1933), en una Grecia arcaica en la que se supone que Homero, con cuyo genio comienza el texto, había terminado hacía poco su obre imperecedera.

    Ambas, pues, situadas en la Antigüedad y las dos centradas en sendas mujeres, víctimas de un destino tremendo, como poseídas que estaban por un amor de gran intensidad. La segunda acaba de aparecer editada por el Museo Salvador Victoria, de Rubielos de Mora, en su X aniversario. Añade el obsequio de las ilustraciones que para la obra de su amigo ideó Julián Gállego. La penuria que asfixia esta clase de actividades ha impedido a los meritorios editores reproducirlas con su color original. Es un delicado homenaje a un zaragozano cuya figura, en los años venideros, no hará sino crecer.

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