Por Carlos Calvo
Una de las características más notables de nuestro tiempo es la imposibilidad de vivir el presente. Esperamos el futuro porque el hoy nos resulta insoportable y esa exasperación genera una frustración permanente.
Ya lo decía Pascal: “Nadie llega sin fe al objetivo que persigue incesantemente. Todos nos quejamos. Pero como no podemos conformarnos con el presente, estamos condenados a la decepción”.
La decepción, la frustración, la imposibilidad de ser lo que somos se acentúa en el propio intento de escapar a esta maldición: cuanto más hacemos, más lejos nos sentimos de lo que perseguimos. Al volcarnos hacia el mundo, perdemos nuestra propia identidad. De ahí la necesidad del silencio y la reflexión en una sociedad obsesionada por el tener y que ha olvidado el ser.
No sé si me estoy volviendo cada vez más quejica, pero solo sé que, con la edad, se me acaba antes la paciencia, que hasta ahora ha sido abundante, quizá porque se me acaba el tiempo. Parece que no ha pasado el tiempo y, en realidad, eso es lo único que ha pasado. El tiempo. De donde nacen la distancia y el olvido. También sé que contar una invención o una simulación de la realidad se denomina ficción. Si además se publica con fines propagandísticos al servicio de determinados intereses, haciéndola pasar por información, se llama manipulación. Pero algunos le llaman periodismo y da la impresión de que terminan creyéndose sus propias manipulaciones.
Hay una cita de un periodista con mayúsculas, Enric González, en torno a lo que debe aspirar un periodista: “Ser honesto, humilde y hacer lo que puedas, sabiendo que hacerlo bien es imposible. Se trata de evitar hacerlo muy, muy mal, de mentir o de equivocarse estrepitosamente”. Como se ve, en el fondo, algo muy sencillo. Para algunos, ciertamente, el periodismo consiste en contar no lo que ocurre, sino lo que ellos desean que ocurra. Y muchos alucinan. O no tienen demasiadas luces. O son unos manipuladores profesionales. Es decir, que cobran por ello.
Si algo ha obstaculizado la comunicación con la gente, aunque suene fuerte, ha sido el negocio periodístico. No es de extrañar, pues, que no se tenga a la prensa –o peor, al periodismo- en la mejor consideración. Y cuando ocurre lo contrario, porque no se puede generalizar, se agradece. Se agradece que, de vez en cuando, existan periodistas, sea en el ámbito que sea, que pongan nombres y apellidos a las cosas, a las mentiras, las desinformaciones, las malintenciones. Cuando no defendemos nuestros derechos, perdemos la dignidad y la dignidad no se negocia. Es necesario combatir los prejuicios, huir del fanatismo a través de la justicia y la tolerancia. Esta sería la grandeza del oficio de periodista. Si lo hubiere.
Realmente, en España, los medios de comunicación dan mucho juego porque los titulares, en muchísimas ocasiones, lejos de dar la información, dan artículos de opinión. El nivel es de descaro absoluto y muchos diarios se convierten en brazos de propaganda de la autoridad competente, sin ningún pudor a la hora de ocultar información, a la hora de dar información sesgada e, incluso, a la hora de crear. Todo parece estar formado por “palmeros”, del signo que sean, y no hacen, por consiguiente, su trabajo. O, mejor dicho, sí hacen su “trabajo”.
Los presidentes, en los países democráticos, aparecen y dan explicaciones. En España, sin embargo, los medios de comunicación acuden a las ruedas de prensa a pesar de que dicen que no va a haber preguntas. Así somos y así estamos. Ese, precisamente, es el estado de las cosas. En otros sitios, naturalmente, no van. No es de recibo, por tanto, las tendencias cada vez más manifiestas en nuestro entorno hacia la autocomplacencia, las visiones contemplativas, la atonía, el complejo del neófito, la corrección política, cultural, la sonrisa perfecta… Así las cosas, lo meramente institucional puede ser pan para hoy y hambre para mañana. Luego que no se quejen los periodistas que su profesión se va al garete cuando no son capaces de activar la confrontación democrática y la desobediencia ante la injusticia. Esos, y no otros, son los instrumentos básicos, imprescindibles, para avanzar. Alguna vez, digo yo, habrá que “despeinarse”.
Pero, en todo caso, ¿se miente mejor escribiendo que hablando? Todo periodista sumergido en sí mismo imagina el periódico ideal. Cada uno de nosotros podría inventar el periodismo y, por descontado, podría inventar un periódico. Pero siempre habrá una maliciosa letra pequeña resistente a la lupa. Letra pequeña de contratos, letra pequeña de leyes y reglamentos, letra pequeña de prospectos, letra pequeña del disimulo, letra pequeña de la ocultación, letra pequeña del engaño. La letra pequeña se ha convertido en una niebla en la que nos perdemos o nos quieren perder. Mal arreglo, también, veo en los abusos de la letra pequeña del periodismo escrito, si se entiende como encubrimiento contrario a la transparencia. La letra pequeña está incrustada en el sistema y va incluida en el lote de la información, si no constituye un instrumento básico de desinformación. Además, claro está, los medios, de tanto divulgar tonterías, confunden ya a diario anécdota y categoría, una enfermedad que es hoy, ay, epidemia.
En efecto, el periodismo, hoy, parece estar más pendiente de entretener que de formar e informar al receptor. ¿Por qué un tema es noticia? ¿Quién decide que lo es? ¿Cómo calibrar la dimensión de las informaciones? ¿Cuáles van a ser sus consecuencias? ¿Deben dejarse avasallar por el morbo que suscitan? Ya no hay riesgo en la profesión y los periodistas, y los escritores, y los agentes culturales, retornan a sus hábitos más acomodaticios, a la irrevelancia de las opiniones personales. Si es cierto que quien paga manda, existe el riesgo de dar margaritas a los cerdos.
Algunos medios tienen la tendencia de imprimir a sus informaciones sobre ciertos asuntos un carácter de periodismo de investigación. Pero el periodismo de investigación es una cosa y otra la insistencia hasta el aburrimiento en tesis que pretenden sustentar sobre cualquier declaración, decisión o circunstancia. No extraña, pues, que algunos comentaristas puntuales, igual a las golondrinas que de todos modos volverán, teman ponerse a prueba en los desafíos y se refugien en una modesta subjetividad, en su propia irrelevancia. No saben cómo reaccionar. Larra, al menos, ponía en duda los hábitos sociales y no le parecía inocente el deporte de dispararle a los pichones.
En realidad, en fin, los periodistas no quieren informarnos. Quieren mandarnos, dirigirnos, reducirnos a los límites mentales y morales de su miseria para no sentirse tan solo siendo unos miserables. Incapaces de alzarse quieren derrumbarnos y, al final, les corroerá siempre la envidia y la frustración de no ser libres como nosotros, de no sentir el amor y la generosidad como los sentimos nosotros. Y nosotros somos personas que no hemos sido instruidas ni en el odio ni en la venganza, personas con suficiente imaginación, talento y fuerza para tener una vida que merece la pena ser vivida sin la necesidad de confundir a los demás. Porque la dignidad, queridos, no se negocia. Y quien la negocia, por tanto, no merece llamarse periodista.