La propaganda oficial / José Luis Bermejo Latre


Por
José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho Administrativo, Universidad de Zaragoza

Al fenómeno al que me voy a referir en este artículo se le ha etiquetado, en román paladino, con la neutra denominación de “publicidad institucional”. En el registro lingüístico del castellano llano, no es otra cosa que “propaganda oficial” o “gubernamental”, título que tendría una peor presentación en sociedad debido a sus reminiscencias totalitaristas.

Es difícil datar el origen de la publicidad institucional, al menos en su actual formato. Existen algunas referencias en la legislación franquista de radio y prensa, donde se regulaban los “comunicados de servicio público” como mensajes de interés general cuya difusión, aun puntual y anecdótica, recaía sobre los editores a modo de obligación de prestar a las autoridades ciertos espacios –siempre reducidos- de sus productos y servicios. Pero la emergencia de este fenómeno acaso se remonte a los inicios de la era democrática, cuando surgen ingenuas campañas televisivas de prevención de los accidentes de tráfico (“si bebes no conduzcas”), del consumo irresponsable (“pezqueñines no, gracias”) y de los embarazos no deseados y las ETS (“póntelo-pónselo”), entre otras muchas.

De aquella inicial impronta altruista y bienintencionada hemos pasado hoy, a través de una época de auténtico desbocamiento subjetivo (no hay entidad, pública o semipública, que no se anuncie en los medios) y objetivo (se anuncia de todo, cubriendo áreas tan dispares como la alimentación, el transporte o el medio ambiente) de la publicidad institucional. Tan intenso ha sido su uso por parte de las Administraciones que se ha sofisticado y generalizado hasta convertirse en un importante nicho de mercado para las empresas publicitarias y en una partida fija, y a veces imprescindible, en los presupuestos de ingresos de los medios de comunicación. En efecto, el Estado dedica en torno a un centenar de millones de euros anuales a este propósito y, sin que haya datos transparentes y fiables sobre la actividad de las Comunidades Autónomas (mucho más opacas en este sentido), el Informe de Fiscalización del Tribunal de Cuentas relativo a los años 2005 a 2007 ha destacado que Barcelona, Madrid, Málaga, Sevilla, Valencia y Zaragoza, gastaron entre todas en este concepto casi  215 millones de euros.

La vertiginosa maduración de la publicidad institucional, que en un par de décadas ha mostrado todo su potencial político (permite a los gobiernos penetrar en las mentes de los ciudadanos con la intención de vender sus logros), y diplomático (permite a los gobiernos penetrar en la conducta de las empresas publicitarias y mediáticas con la intención de comprar sus voluntades y, sobre todo, sus silencios) demuestra la genética puramente propagandística, que no meramente informativa, de este nuevo producto de la actividad de las Administraciones públicas. Vaya por delante que ninguna institución, independientemente de su signo partidista o de la ideología que la preside, ha renunciado nunca a empuñar esta poderosa arma de doble filo, ni siquiera cuando la escasez de fondos ha revelado las vergüenzas de una Administración pródiga y, lo que es peor, inconsciente –o negligente- de sus prioridades de gasto.

Cabría pensar que, tratándose de una actividad propicia al empleo abusivo, la manipulación ciudadana, la desviación de poder (uso de las potestades públicas para fines distintos de los previstos por el Derecho), la lesión de los intereses financieros públicos y el quebranto de los principios de igualdad entre empresas mediáticas, sería necesaria una ley que acotase los límites de la publicidad institucional, estrechándolos respecto de la publicidad ordinaria (también regulada por la legislación general de publicidad y de protección contra la competencia desleal) y mitigando los riesgos de la misma. Así lo han entendido los legisladores estatal y autonómicos, adoptando reglas jurídicas moderadoras del recurso a la publicidad institucional y pretendidamente prohibitivas (sin mucho éxito) de su transmutación en propaganda oficial. Ahí tenemos las leyes estatal 29/2005, de 29 de diciembre, de publicidad y comunicación institucional y (por citar sólo una) 16/2003, de 24 de marzo, sobre la actividad publicitaria de las Administraciones públicas de Aragón como ejemplos de –pobre- regulación que, lejos de solucionar los problemas apuntados, ha llegado a ahondarlos y recrearlos. Digo esto porque, siendo malo, lo peor de las leyes no es que sean injustas o técnicamente deficientes; ni siquiera que resulten ineficaces (en el sentido de que no se cumplan). Acaso lo peor de las leyes es que, llegado el caso, desvelen las torcidas intenciones de sus promotores (los políticos), cuando a pocos meses (no ya años) de su promulgación fueren modificadas para despojarlas de los instrumentos y las garantías más potentes y útiles que en su día incorporaron a su texto.

En efecto, el cuadro comparativo que sigue continuación ilustra esta regresión perniciosa, en la medida en que la versión originaria de la ley aragonesa, mucho más razonable y protectora de los intereses generales, perduró únicamente ocho meses (aún menos tiempo, restados los tiempos de la tramitación parlamentaria).

Artículo 5 (versión original). Criterios de contratación.

Artículo 5 (versión modificada por Ley 26/2003 de 30 de diciembre). Criterios de contratación.

2. Las administraciones, organismos y empresas públicas incluidos en el ámbito de aplicación de esta Ley consignarán en sus presupuestos créditos específicos para gastos de publicidad institucional.

2. Ninguna empresa informativa podrá ser excluida de la publicidad de las Administraciones públicas de Aragón o de sus organismos públicos y sociedades por razones distintas a las objetivas que guían la inversión publicitaria, como son la rentabilidad del impacto o la adecuación al público objetivo.

3. Los contratos a los que se refiere este artículo no podrán excluir a ningún medio de comunicación, modulándose la cuota de participación en el contrato de los distintos medios utilizando criterios objetivos de ámbito territorial y difusión del medio correspondiente. En caso de campañas dirigidas sólo a un segmento de la población, se tendrá en cuenta la adaptación de cada medio o soporte al público objetivo de esa acción publicitaria. Se tendrán en cuenta a estos efectos las cifras de tirada y venta, así como la audiencia, conforme a las comprobaciones realizadas por las organizaciones sin fines lucrativos a que hace referencia el artículo 12 de la Ley 34/1988, de 11 de noviembre, General de Publicidad.

 

 

DEROGADO

4. Todos los contratos de asistencia, de consultoría, de servicios o de difusión o creación publicitarias que se celebren en el marco de la presente Ley harán constar en sus cláusulas que la asignación de las campañas publicitarias se realizará conforme a los criterios del presente artículo.

 

DEROGADO

5. Todos los contratos que infrinjan lo previsto en la presente Ley falseando, impidiendo o restringiendo la competencia tendrán la consideración de prácticas abusivas o restrictivas de la competencia conforme a lo dispuesto en la normativa vigente, sin perjuicio de las responsabilidades penales que fueran exigibles en su caso.

 

DEROGADO

La versión hoy vigente, como se puede apreciar, exonera a las instituciones de algunas cargas que parecen esenciales en el ejercicio de un poder de gasto (de dinero público) que tiene un reflejo social y empresarial inmediato. De exigir a las Administraciones públicas un trato inclusivo, igualitario pero equitativo en sus contratos publicitarios se pasa, en menos de un año (y sin cambios en la composición parlamentaria de las Cortes autoras de la Ley), a habilitar a las Administraciones para excluir a los medios de difusión en función de criterios discrecionales (“rentabilidad del impacto publicitario” o “adecuación al público objetivo”). De sujetar expresamente a las Administraciones públicas al Derecho penal y a las reglas de la leal competencia en la adjudicación de sus contratos publicitarios, recordando y reforzando las garantías jurídicas obrantes en aquellas leyes, se pasa a silenciar y oscurecer su virtual aplicación, de la cual resultarían los paliativos (inexistentes en la ley aragonesa, que carece de régimen sancionador alguno) frente a las eventuales prácticas abusivas o restrictivas de la competencia en que incurrieren las Administraciones públicas.

La involución normativa aquí reflejada viene a sacralizar la posible alteración del equilibrio (mejor dicho, el mantenimiento y acentuación del desequilibrio) en el mercado mediático por parte de la “Administración anunciante” (en expresión de Elisa Moreu, la mayor experta española en el mundo de la publicidad institucional). Sin entrar a valorar aquí la legitimidad intrínseca de esta actividad publicitaria, su utilidad u oportunidad, parece claro que el propósito de los políticos (dos de los tres poderes del Estado, legislativo y ejecutivo) es gozar de la máxima libertad posible para repartir ese cada vez más menudo dinero público entre los medios de comunicación (el cuarto poder), sosteniéndolos y manejándolos a voluntad, atrayéndolos a su ámbito de influencia y ensanchando el círculo del poder político a costa de la independencia de la sociedad. Un magnífico ejemplo de cómo se matan dos pájaros de un tiro: con la venta de un contrato publicitario se ganan gratuitamente (con el difuso dinero público) dos prestaciones: el acceso privilegiado a la opinión privada y la adhesión de los creadores de opinión pública.

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