Tres rosas y media botella de güisqui / María Dubón

 
Por María Dubón

 

Cuando llegaba la medianoche del 19 de enero, un hombre vestido con ropas oscuras y sombrero se acercaba hasta la tumba del escritor Edgar Allan Poe, enterrado en el cementerio de Baltimore, Maryland.

Con el rostro cubierto por una bufanda blanca y apoyándose en un bastón plateado, depositaba tres rosas rojas sobre la lápida; dicen que una era para Poe, otra para su joven esposa, Virginia, y la tercera para su suegra, María Clemm, ya que esa parcela del cementerio contuvo originalmente los cadáveres de los tres. Luego, el misterioso visitante, el Poe Toaster, como se le ha denominado, derramaba media botella de coñac Martell por el mármol. Así ocurría desde 1949, al celebrarse el centenario de la muerte del escritor, y en la fecha de su nacimiento.  En 1983, el misterioso visitante dejó una nota sobre la lápida en la que podía leerse: La antorcha será pasada, y alguien, supuestamente su hijo, le sustituyó en este cometido hasta el año 2009, cuando el ritual se celebró por última vez.

Cuentan que las últimas palabras pronunciadas por Poe antes de expirar fueron: Que Dios ayude a mi pobre alma. Y en verdad que su alma necesitaba paz. Se ha atribuido la muerte de Poe al alcoholismo, aunque él había dicho: Mis enemigos atribuyeron la locura a la bebida, en vez de atribuir la bebida a la locura. Tenía razón, una investigación de la Universidad de Maryland asegura que murió de rabia, enfermedad que le transmitió el mordisco de un gato, y tras sufrir delirios terribles y alucinaciones claustrofóbicas que le hacían ver diablos azules. Era el 7 de octubre de 1849 y Poe tenía 40 años.

Huérfano desde niño, Poe y sus hermanos, solos tras el fallecimiento de su madre, la actriz Eliza Arnold, fueron recogidos por parientes o entregados a la caridad. Buscó durante toda su vida el cálido afecto maternal y se quemó en la hoguera de amores imposibles, de mujeres idealizadas, como aquella misteriosa Helen de sus primeros poemas. La muerte de Frances Allan, la mujer que lo crió, fue otro episodio triste que le dejaría el ánimo marcado por la fatalidad, hasta que encontró breve consuelo en su prima carnal Virginia, con quien se casó cuando ella contaba tan solo 13 años de edad, con ella vivió una tregua, un espejismo de felicidad y la explosión creativa, fue entre 1838 y 1842. En enero de ese año, mientras cantaba acompañándose con un arpa, Virginia exhaló una rosa roja de su garganta, era la tuberculosis que venía a robarle a Poe la cordura.  

«…y así, durante toda la noche, permanezco tendido al lado/ de mi querida, mi querida, mi vida y mi novia,/ allá en el sepulcro junto al mar/ en su tumba junto al mar sonoro”. Poe empezó a temerle a la oscuridad y padecía insomnio. Buscaba antídotos para curar su espíritu, pero el opio, el alcohol y las sustitutas de su musa no le proporcionan el equilibrio ansiado. Solo la muerte traerá paz a su alma atormentada por la desdicha.

Alguien ha recordado su vida truncada, no sabemos quién, y se ha acercado durante años al cementerio donde finalmente Poe descansa. Sería bonito que esa enigmática figura regresara cada año, que se pase el testigo y otro Poe Toaster llevase güisqui y rosas a la tumba. Así un año y otro y otro, hasta que ya no se recuerde la vida de Poe y nadie conozca los orígenes del ritual. Sería magnífico que esto ocurriera, porque demostraría que la obra de un escritor puede ser inmortal, y aun cuando la desmemoria lo haya borrado todo, siempre quedan sus libros.

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