Ocio ¿para qué? / Victor Herraíz


Por Víctor Herráiz

“Primum vivere, deinde  philosophari”, decían los clásicos. O lo que es lo mismo: lo primero que importa es mantenerse vivo; luego ya podremos dedicarnos a reflexionar sobre los problemas del mundo.

Pero así como el trabajo proporciona los medios para conseguir el combustible que da fuerzas a nuestro físico; el ocio, el tiempo de no trabajo, resulta indispensable no sólo para el descanso y reposición de las fuerzas gastadas, sino para desplegar todas las facultades del espíritu que nos caracterizan como seres humanos.

 

El ocio es la reserva, el  repostaje de ese motor llamado alma. El libre ocio es un arma cargada de futuro. Tener tiempo libre, disponer de ocio es como hacerse con una herramienta con que romper capas de ignorancia usando las precisas balas de la reflexión. La capacidad de conocimiento es en el ser humano el capital raíz. El ocio es el capital de inversión, el que sirve para potenciar la capacidad disponible en proyectos de vida satisfactorios.

Es principio comúnmente aceptado que las ciencias y el pensamiento filosófico surgieron en las primeras sociedades humanas cuando éstas alcanzaron con el desarrollo de su actividad agrícola y ganadera unos ciertos excedentes, que permitieron a un número de individuos dejar de preocuparse por el duro trabajo destinado a la obtención de alimentos para subsistir y poner su atención en el despliegue del ingenio y sus capacidades mentales.

El cultivo de las ciencias, las letras, los números y las artes necesita tiempo y ello no es posible si todo el tiempo útil de la persona está comprometido con la búsqueda de la comida indispensable para garantizar la supervivencia. Por ello no es de extrañar que en la antigüedad, salvo contadas excepciones, los filósofos surgieran de entre la clase ociosa aristocrática, la clase de los no trabajadores, pues sus individuos eran los únicos que contaban con los suficientes medios y libertad para explorar las fuentes del conocimiento. Pero, a su vez, artistas y pensadores no podrían haber sostenido sus actividades sin que otros no estuviesen entregados de por vida a la producción de los bienes y servicios necesarios para mantener a aquellos y a sí mismos. Eran así pues los esclavos los que, sin derecho al ocio, integraban por excelencia la clase de los trabajadores.

Desde los umbrales de la civilización, la práctica de las artes y las ciencias ha sido privilegio de unos pocos y su condición necesaria era el ocio. Desde entonces, la humanidad en todas sus razas y regiones ha pugnado por reducir el tiempo de trabajo al mínimo necesario para asegurar su existencia y reproducción; ha tratado de liberarse de las pesadas cadenas del trabajo forzoso, buscando alcanzar de ese modo el peldaño superior donde se asienta el reino de la libre determinación, el estudio y el placer por el ejercicio de las capacidades intelectuales de todo tipo.

Hace dos siglos que la Historia condenó el trabajo vinculado a las condiciones de esclavitud. Hace tiempo que el trabajo dependiente ha encarrilado un camino de progresiva regulación, no sin esfuerzos y sacrificios. Entre los siglos XIX y XX, el trabajo, antes prácticamente ilimitado por capricho del empleador, se contuvo legalmente primero hasta la jornada de ocho horas, luego más reducida; en muchos sectores de los países occidentales se racionalizaron horarios y se popularizó la “semana inglesa” (de lunes a viernes con las tardes libres). Y lo que es más, con la incorporación masiva de la mujer al trabajo y el vertiginoso desarrollo de las fuerzas productivas, las nuevas tecnologías y el auge de la informatización de los procesos experimentado desde el siglo pasado, se extendieron las ideas de que, una vez que se puede garantizar que se cubren las necesidades de alimento de toda la población mundial, el trabajo podría quedar reducido a una mínima expresión, abriéndose la era del ocio creativo y la vida feliz que deseaban para el género humano los textos constitucionales de las repúblicas norteamericana y francesa.

A mediados de los años 60 del siglo pasado, con la efervescencia de los conflictos sociales y las luchas estudiantiles de mayo del 68 que cuestionaban el orden establecido de las sociedades capitalistas industriales, se abrió una época en occidente para muchos luminosa y prometedora.

Los avances técnicos de la sociedad del bienestar, las masas juveniles con acceso más fácil a la educación superior y a la cultura, las simpatías por las numerosas causas de liberación nacional —exitosas por cierto— de países en lucha contra el imperialismo y la rebeldía contra toda forma de autoritarismo interno del Estado hicieron soñar a una generación con un horizonte de convivencia pacífica y solidaria, donde el trabajo socialmente necesario se distribuyera racionalmente entre todos y la sociedad así liberada pudiera dedicarse a las prácticas de todo tipo de arte. La música, la danza, la literatura, las artes plásticas y escénicas revalorizarían las relaciones humanas despojadas ya de cualquier óptica de sometimiento o dominio. El trabajo al estilo antiguo se contemplaba como un vestigio indeseable, antiguo, parasitario, obsoleto y castrador. Se atisbaba un progreso de nuevo tipo sobre la tierra y la razón-imaginación se elevaba al cielo en búsqueda de los espacios puros de las verdades universales.

Eran los tiempos del “haz el amor y no la guerra”; “la imaginación al poder”; la tierra sin fronteras de John Lennon, el movimiento hippie; la exploración de nuevas formas de vivir contando con la naturaleza, la socialización del eros; el rechazo a la alienación de las conciencias y la denuncia de la cosificación de las relaciones sociales y laborales.

Apasionado representante de las ideas que mencionamos fue, particularmente, el filósofo Herbert Marcuse de la prestigiosa escuela de Frankfurt, expresadas en obras como Eros y Civilización, El Final de la Utopía y El hombre Unidimensional. De él son estas palabras publicadas en 1968: “La completa automatización en el reino de la necesidad abrirá la dimensión del tiempo libre, como aquel en el que la existencia privada y social del hombre se constituirá a sí misma; esta será la transcendencia histórica de una nueva civilización”.

Su idea central es que hasta aquí la mayor parte de la humanidad ha estado bajo el dominio de la necesidad, obligada a trabajar compulsivamente para ganar su diario sustento. Sin embargo, la aparición de la Sociedad avanzada industrial, con el desarrollo fulgurante de la técnica y las nuevas tecnologías, ha hecho posible exonerar al ser humano de esas históricas limitaciones. La eliminación del estado de necesidad ha dejado de ser una utopía. El progreso científico-técnico acumulado —insistía Marcuse—“abre la posibilidad de una realidad humana esencialmente nueva: la de la existencia de un tiempo libre sobre la base de las necesidades vitales satisfechas”.

Bajo tales condiciones, el mismo proyecto científico estará libre de fines trans-utilitarios, y libre para el ‘arte de vivir’ más allá de las necesidades y el lujo de la dominación.

La posibilidad liberadora estaría, así pues, al alcance de la mano. Ahora bien, surge aquí la pregunta de si los poderes económicos y políticos que dirigen la sociedad industrial avanzada y que instrumentan el Estado con su monopolio legal de la coerción van a facilitar que esta posibilidad se haga realidad. El propio Marcuse observaba que no iba a ser fácil, pues el mismo sistema que construye las condiciones de esa liberación es precisamente quien impide que se materialicen, vista su perseverancia en seguir manteniendo un sistema de dominación sobre el hombre y la naturaleza.

Jurgen Habermas, contemporáneo de Marcuse y miembro también de la Escuela de Frankfurt, apuntaba cautelosamente contra todo optimismo en su libro de 1967 Ciencia y Técnica como Ideología:  “La emancipación con respecto al hambre y la miseria no converge de forma necesaria con la emancipación con respecto a la servidumbre y la humillación, ya que no se da una conexión evolutiva autotemática entre el trabajo y la interacción”.

Breve fue la rebelión en la granja del occidente industrializado. Tras unos meses de estupor e indecisión, los dirigentes del orden establecido —echando mano de una apertura tolerada a grupos de la izquierda en las instituciones políticas y de una calculada ilusión de reparto de prosperidad a través de la que se llamó sociedad de consumo—lograron en los años 70 digerir este primer embate, malogrando las aspiraciones sociales que siguen de plena actualidad hoy.

Con los mismos presupuestos de análisis podemos afirmar que esta sociedad de hoy acumula más riqueza, posee una tecnología más avanzada que la de hace 40 años y es capaz de satisfacer las necesidades sociales de más población que cuando vivía el filósofo Marcuse fallecido en 1979.

Y sin embargo, ¿cuál es la realidad de nuestros días?

Es la realidad que conocemos todos a lo largo de los últimos años: desmantelamiento a trozos del Estado social, desguace a piezas de la sociedad del bienestar; aumento del paro, precarización del trabajo restante, privatización y repago de los servicios públicos.

Se diría que —con mayores recursos que antes—la codicia y el ansia de control y dominio global sobre personas, empresas, recursos naturales y naciones enteras, nos está llevando a un horizonte totalmente contrario al que la filosofía liberadora vislumbraba en el pasado.

Mientras, el sistema se muestra igualmente incapaz para distribuir el trabajo socialmente necesario liberando las potencialidades de los individuos activos, ni siquiera cuando el desempleo alcanza cuotas del 25 al 30%.

Naturalmente que no podemos aceptar la confusión de la palabra ocio con la triste situación del desempleo. El desempleo y, sobre todo el prolongado desempleo, consiste en una inactividad forzada, involuntaria, causante de neurosis, depresión y desarraigo.

El desempleo es además un lapso entre un trabajo que ya no existe y otro trabajo incierto: es, en resumen, un tiempo de espera en disponibilidad laboral; nada que ver con el tiempo libre.

Paradojas de esta sociedad de juego del monopoly llegan a presentar como racional la situación de expulsar del trabajo a la mitad de la población activa para hacer que la otra mitad incremente el horario de trabajo y gane la mitad que antes, filosofía inspirada en las consignas literales de “trabajar de lo que sea y donde sea” y “trabajar más, ganar menos” de empresarios tan desaprensivos como Díaz Ferrán, expresidente de la CEOE y expresidente del grupo Marsans, quien se las está viendo con la justicia.

Hablamos de que esta sociedad, en lugar de aprovechar la crisis para caminar hacia la distribución del trabajo —ahora que escasea—, garantizar una renta social para todos derivada de la productividad global, colectiva, y promover así tiempo libre para el desarrollo cultural y personal de sus miembros en un nuevo ámbito más completo y amable de convivencia, no se le ocurre otra solución que arrojar al paro o a la emigración a buena parte de los empleados, exprimir más a los que aún quedan activos, empobrecer a los pensionistas y endurecer la fiscalidad a la ciudadanía de menor poder adquisitivo. Y, además, con decenas de años por delante. El modelo sigue siendo el de antes, modelo vinculado a un trabajo alienante que hoy en plena modernidad, presionado por la flexibilidad exigida por los mercados, adquiere incluso tintes de inusitada semiesclavitud.

Pues bien, también esta vez —al igual que en los años 60 del siglo pasado—ante la negación de futuro han surgido corrientes y movimientos como el 15M; se han dado movilizaciones masivas de una población no liderada por los partidos o sindicatos tradicionales que apuntan al centro mismo del sistema: contra la estructuras políticas que “no nos representan” y contra la economía financiera especulativa que “nos roba y estafa”. Y también esta vez, como en aquella época, la fuerza de la represión sobre actores y manifestantes en ocasiones ha sido dura, sin paliativos, como para hacer recordar que el dogma no va a cambiar, que “dentro del sistema, lo que sea”; y que “fuera del sistema, nada, ni derechos ni ley, sólo hay delincuencia”.

¿Llegaremos a ver la liberación de la humanidad de la tela de araña en que el mercantilismo globalizado nos tiene presos? ¿Lograremos la independencia de la vida digna de vivirse respecto de ese trabajo-castigo de estigma bíblico, cuando hoy en día no hay escasez que lo justifique y cuando la misma tecnología lo está enterrando por ser en su mayor parte innecesario? Sería abusivo pedir a la teoría crítica de la sociedad una respuesta segura.

Pero lo que sí sabemos es que quieren que creamos que este es el mejor de los mundos posibles, que la utopía sigue siendo utopía y que —a diferencia del título de Marcuse— la utopía no va a tener final. Y que por eso secuestran nuestro ocio, nuestro tiempo libre y nos amenazan desde sus cámaras acorazadas ellos sí rebosantes de dinero: “Ocio, ¿para qué…?” “Lo que hace falta es trabajar”.

¿Para qué el ocio? Para poder pensar, para reflexionar, para distinguir la realidad del mito, para tener fe y atreverse a desafiar a quienes en el olimpo de sus fortunas ya gozan de él y nos lo niegan. Nos tienen secuestrado el ocio. Es hora de marchar a rescatarlo.

Publicado en: http://www.erialediciones.com/revista02/Crisis_02_-_03.pdf

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