Por Christian G. Toledo
Los de mi generación, los que nacimos a mediados de los setenta, vivimos nuestra infancia en los mismos escenarios que Javier Cercas describe en su reciente novela Las Leyes de la Frontera (Mondadori).
Muchos de nosotros, afortunados que caímos de este lado, vivimos en las mismas ciudades de provincias, fuimos a los mismos colegios de curas y nos hicimos mayores a la par que se consolidaba la democracia y asomaba el desarrollo económico y social que hemos visto crecer hasta hace bien poco.
Como Cercas, también recordamos aquellas fronteras geográficas en forma de calle, río o descampado que separaban el progreso de la marginalidad, el futuro del atraso, la fortuna de la desdicha. Afortunadamente, muchas de aquellas barriadas donde la miseria económica se tornaba en miseria moral fueron barridas por los nuevos tiempos, y los macarras y pandilleros juveniles de entonces se convirtieron en un recuerdo color sepia o una película casi folclórica.
La prosperidad permitió construir un estado del bienestar donde la sanidad, la educación y los servicios sociales ayudaron a menguar o aliviar el ejército de pobres. Gracias a ellos, los que habían caído en el lado gris de la frontera pudieron sentirse un poco menos descastados. En cambio, surgieron otros delincuentes más discretos, más elegantes, mucho más dañinos. Los que aprovecharon los años dorados para alimentar un espejismo de falsa riqueza, una burbuja que al explotar ha devuelto al otro lado a millones de personas.
Uno de cada cinco personas en España vive por debajo del umbral de la pobreza. Imaginarias o reales, las fronteras que los excluyen son más que una calle, un río o un descampado. Para volver a cruzarlas no sólo es preciso la certeza de un empleo, sino la ausencia de desamparo si las cosas se tuercen. Se requiere la voluntad de garantizar un techo, una escuela, una receta, todo aquello que un día nos pareció imperecedero y nos hizo creer que vivíamos en una sociedad más igualitaria y más justa.
