Por Eugenio Mateo Otto
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Han pasado 730 días desde que José Antonio Labordeta nos dejó. Desde entonces, cómo hemos cambiado… Mirar atrás se convierte en un ejercicio arriesgado porque el pasado nos devuelve simplemente los reflejos de las frustraciones.
Hubo un momento que nos creímos nuestra propia identidad y la voz de Aragón se expandió de muchos modos, pero sobre todo por la voz de Labordeta. Fuimos pueblo, como señal de raza y ahora vamos a la deriva, escasos de memoria colectiva.
Volvemos al erial; a la monotonía que impone el sesgo de las cosas que ocurren aquí, pero también allí o allá. Con razón se le podría llamar a todo esto el limbo, si no fuera porque el limbo estaba reservado a las almas catecúmenas, según nos han contado siempre, hasta que el Papa decidió que ya estaba demasiado lleno y que se cerraba hasta nueva orden o Concilio, que nunca se sabe.
Solos frente al peligro, sin juglares que describan nuestras cuitas ni hombres que llamen pan al pan a los cuatro vientos. Caminantes sin camino cansados de sestear. Sordos ahora pero también lo estábamos entonces a pesar de conocernos las letras de las canciones de José Antonio. Sordos, mudos, apaleados, sobre todo ignorados. El poeta nos llamaría eternos contempladores de nuestro ombligo. El músico tocaría de nuevo diana floreada. Pero en ambos la incansable tarea de mantenernos en pie.
El 19 de Septiembre del 2010 publiqué esta reflexión sobre el papel de los grandes hombres, uno de ellos José Antonio Labordeta, al que tanto se echa de menos en estos tiempos. Permitidme extraerla del olvido en un humilde homenaje a su postura combatiente.
TÓCALA OTRA VEZ, ABUELO
Nuestras referencias nos van dejando solos, más huérfanos cada vez, al mismo compás que el de un postrer latido. Cada vez que muere un hombre digno, se nos cae una hoja, con el miedo a la sequía temblando en nuestro tronco, carentes de viento que al menos nos refresque. Cada vez que un alma noble nos abandona, se cierne un secano más inevitable que acabará por llevarse la propia identidad hacia el país de nunca jamás.
Da tristeza pensar que los faros que nos alumbran con su integridad, se apagan, porque las tinieblas acechan casi al lado de donde pastan nuestras conciencias. Echo de menos mentes nuevas que hagan lo que dicen, para volver a confiar en algo a lo que no me cueste dar la confianza. Ejemplos a los que intentar emular por su sola trayectoria en línea recta. Palabras que encuentren ecos inmediatos en las vertientes de nuestros anhelos. La ilusión de comprender, a través de un simple gesto, los íntimos sentimientos.
Da tristeza echar tanto de menos.
El sino de los tiempos nos lleva a estos parajes de cal y sargantanas, donde sólo las sabinas conocen sus salidas; pero también las sabinas mueren algún día para dejar al yermo a solas, sin sus sombras. No tardaran los pinos en ocupar su espacio, formados en filas, obedientes a la poda en un futuro. Entonces todos los cerros serán iguales, como las vaguadas que los preceden, vistos desde la áspera llanura de surcos olvidados, en los que fueron enterrados los ideales.
Por cada hombre bueno que se marcha, quedan su memoria y pensamiento, herencias que no pueden venir en balde a esta tierra donde las promesas nunca se cumplen. Pero, como gota aislada en la tormenta seca, tendremos que temer de su riego efímero en los contumaces tormos.
Por cada hombre justo que abandona la lucha, nuevos aspirantes a levantar la antorcha se dejaran seducir por un plato de lentejas, antes de saber si tienen hambre. No tendremos guías que nos lleven seguros por esta travesía del desierto. No tendremos voces que avisen del peligro.
Esta tierra es Aragón- dice la canción.
Tócala otra vez, abuelo.