Oficio de tinieblas / Carlos Calvo

 
Por Carlos Calvo

    Dónde empieza y acaba el deber de informar es una cuestión irresuelta. La conciencia de cada cual puede ser laxa o estrecha. Hay trances en los que el informador, el periodista, sabe que transgrede las fronteras de la decencia y se comporta como un cerdo, sin que valga para el caso la manida eximente del compromiso con el lector.

 

    También los hay menos escandalosos –pero igualmente lamentables- en los que, con mala fe o sin ella, se abdica de la profesionalidad, se manipula la realidad y se trastruecan en un revoltijo de sospechas lo que son hechos transparentes. Pasa todos los días. Y en tiempos críticos, de incertidumbre, más acentuadamente.

   Muchos periodistas ensombrecen la profesión con falsedades e inexactitudes, y escriben al dictado de unos impresentables, sin tomarse la molestia de verificar mínimamente sus asertos. Son obsequiosos con una de las partes (¿le deben algo?), injustos con la otra, y, a la postre, frívolos. Y también unos mandados, meros portavoces de unos intereses políticos y económicos que no soportarían la menor investigación. En estos tiempos críticos, además, la crisis se disfraza de corrupción de ideas y derrumba principios como el cuchillo corta la mantequilla. En momentos, en efecto, donde no se han resuelto la crisis económica, la irrupción de las entidades financieras en los grupos de comunicación es preocupante, desesperante, porque, detrás de las mismas, se busca el control de la opinión pública.

   El debate social y político continúa radicalmente condicionado por un permanente esfuerzo por olvidar el origen de la crisis, basado en déficits estructurales en las políticas monetarias y bancarias de los países occidentales, y se centra el análisis, de un modo preocupante, en las políticas sociales y presupuestarias. Este hecho, obsceno y lamentable, tiene mucho que ver con la sumisión, cuando no la dependencia, de la generalidad de los grupos políticos y medios de comunicación con respecto al sector financiero. De este modo, el otrora considerado “cuarto poder” se baja los pantalones y minimiza de forma sorprendente –y casi infantil- la importancia que las medidas de reestructuración del sector financiero deberían tener cara a la salida de la crisis, y, de paso, ha aprendido a gestionar sus puntos de vista, sus editoriales, con prudencia, sin alzar demasiado la voz, evitando, al fin y al cabo, molestar excesivamente a los mentados organismos. El problema, pues, es que la generación de los medios de comunicación están imposibilitados para analizar con objetividad esta realidad, y habría que adoptar una estricta prohibición de que las entidades financieras adquiriesen participaciones en los medios de comunicación, y tener un riguroso control del otorgamiento de créditos y de los recursos publicitarios. Así como suena.

    El abecé del buen periodismo se está convirtiendo en otra especie en extinción. ¿Quién tiene la última palabra? ¿El político y sus portavoces o el periodista que cubre lo que hacen y dicen los políticos? ¿Odian los periodistas los grandes libros de ficción? ¿Estamos navegando sobre la ficción o, cuando menos, sobre el desconocimiento de lo que nos está ocurriendo? Uno de los motivos por lo que aún podría sobrevivir este atribulado oficio sería la demostración al resto de los ciudadanos de que el trabajo de periodista no es el mismo que el de un taquígrafo. Tiene razón el periodista José Luis Trasobares, al que le sobran arrestos para decir las cosas por su nombre, cuando afirma que “la profesión está por los suelos. Su naturaleza debe ser la de indagar, molestar y controlar al poder, no solo comunicar. E ir más allá de las fuentes oficiales. Ahora mismo hay un fallo tanto en la dignidad profesional como en la veracidad de la información. No quiero entrar en un debate sobre el huevo y la gallina, pero ambos polos están conectados y ambos fallan”.

   Y añade: “El periodismo puro debe sublimar el principio de que la actualidad debe ser desmontada ante los ojos de la opinión pública para detectar las claves de lo que ocurre y sacar a la luz aquello que los poderes pretenden mantener oculto. Este oficio nuestro está sometido hoy al azote de la crisis, el desempleo, la precariedad y la explotación, así como a una terrible pérdida de independencia. Por eso los debates sobre soportes, herramientas y lenguajes son puro artificio. La clave está en los contenidos, en los objetivos, en la intención. El periodismo implica investigación, análisis, profundización en los hechos aparentes y en los secretos premeditados. Sus profesionales no son independientes porque se mantengan en una imposible posición neutral o se ciñan a lo políticamente correcto, sino, más bien, por su capacidad para llegar al fondo de cada asunto más allá de las versiones oficiales y por su compromiso con los valores ciudadanos, la justicia social, la verdad”.

   Para enfrentarse al oficio del periodismo, para contar las cosas de una manera fascinante, lo mejor es escribirlas de manera que la verdad parezca mentira. Y para eso hay que ignorar la ortodoxia y saltarse unas cuantas normas, tantas, por lo menos, como las señales de tráfico que infringe el fugitivo para evadir con éxito el acoso de la policía. De lo contrario, lo único que se consigue es que a uno se le quiten las ganas de leer. El periodismo necesita de un amor pasional como vacuna contra toda rutina, amiguismo o conformismo. La irrenunciable misión del periodismo es saber lo que de verdad ocurre en la calle, como una ventana al exterior sin trampa ni cartón. De lo contrario, desgraciadamente, será engullido por su propia dejadez. No sé si estamos a tiempo de recuperar el instinto callejero del que procede. Si no hacemos eso a tiempo, no podremos quejarnos luego de que el tipo que toma café en el bar cierre el periódico si quiere enterarse de lo que sucede en la acera de enfrente. Habremos de acercarnos a las basuras que hurgan las familias sin trabajo y a las colas de los comedores de la beneficiencia. Porque si no nos preocupa que toda esa gente pase sin comer, no tendremos derecho a lamentarnos de que pasen también sin leer.

   Hubo un tiempo que el periodismo se acercaba a una profesión, un oficio, y en los momentos de máxima subida de su ego, decía más arriba, se llamó “cuarto poder”. Hoy, sin embargo, esta actividad ha dejado de ser cuarto poder, para convertirse, en demasiadas ocasiones, en una especie de sirvienta del poder, de los poderes. Hoy, lamentablemente, no se viven esas tormentosas reuniones en donde se discutía la importancia de las noticias, se elegían los reportajes y ser periodista era un objetivo loable, con muchas ramificaciones. Hoy, tristemente, la falta de rigor, la urgencia como premisa y una insustancialidad alarmante invaden de descrédito las redacciones. El periodismo se ha convertido, finalmente, en algo extraño, en una entelequia, en un oficio del pasado. Todo es trillado, filtrado y casi de obligada publicación. Los derechos laborales se recortan, las empresas periodísticas han dejado de ser independientes, se alinean con partidos y con grupos financieros, y de ahí en adelante todo ha sido una caída fatal, casi terminal. No hay empresas libres, no hay periodismo libre y los periodistas van desapareciendo. Es un oficio de tinieblas. Defendamos lo que pensamos debe ser hoy esa cosa tan sencilla como es entablar una relación, una reflexión, con una parte de la sociedad a partir de una narración de la realidad. ¿O no era eso?

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