Salud y derecho a la salud / José Luis Bermejo

 
Por José Luís Bermejo Latre
Profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Zaragoza

    El pasado 4 de septiembre, mi colega Angel Chueca y el letrado Pascual Aguelo entonaban en Heraldo de Aragón un réquiem por el derecho a la salud.

     Como muchas otras voces, mayoritarias en los medios de comunicación, lamentaban la reciente privación de atención médico-sanitaria gratuita a los extranjeros en situación irregular por una serie de razones –algunas más razonables que otras- que merecen, a mi juicio, alguna contestación.Se trata de una medida impopular y no menos injusta que la propia legislación migratoria en su conjunto, que coarta por motivos exclusivamente económicos la libertad deambulatoria, una de las más antiguas y connaturales al ser humano. Pero a pesar de las críticas que merezca, es perfectamente ajustada a Derecho y puede ayudar a redefinir los contornos de un sistema de salud que se encuentra en riesgo de morir de éxito.

   El reconocimiento del derecho a la salud como un derecho humano no es equivalente a la proclamación de una asistencia médica y farmacológicaabsolutamente universal, gratuita e incondicional. No sucede así en ninguno de los países de nuestro entorno y no por ello cabe afirmar que en esos países se restringen los derechos humanos. El Decreto ley 16/2012 cumple perfectamente con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que se limita a exigir “la creación de condiciones que aseguren a todos asistencia médica y servicios médicos en caso de enfermedad”, sin establecer la gratuidad de dichos servicios; se ajusta tanto a la Carta Social Europea (que garantiza el derecho de toda persona “a beneficiarse de cuantas medidas le permitan gozar del mejor estado de salud que pueda alcanzar”) como a la Carta de Derechos Fundamentales de la UE (que afirma el derecho de toda persona “a beneficiarse de la atención sanitaria en las condiciones establecidas por las legislaciones y prácticas nacionales”). En todos estos textos el derecho a la salud es subjetivamente universal pero objetivamente indefinido, a discreción de la legislación de cada país firmante y de sus disponibilidades presupuestarias, como no podría ser de otro modo. Hacer decir a las normas lo que no dicen es devaluar su credibilidad, como poco.

   El derecho a la protección de la salud consagrado en el art. 43 de la Constitución, desgraciadamente, ni tiene el alcance ni goza de la eficacia que se le pretende desde el entorno social más resonante. La inconcreción de ese artículo es mayor, por ejemplo, que la del art. 47 que proclama el derecho a la vivienda, sin que nadie haya podido reclamar ante los tribunales la provisión oficial de una vivienda gratuita. En puridad, ambos son meros principios rectores de la política social y económica, y ni siquiera derechos constitucionales. El derecho a la asistencia sanitaria no es comparable a los derechos contemplados por sentencias constitucionales 95/2003 (sobre el derecho a la asistencia jurídica gratuita) y 236/2007 (sobre el derecho a la educación no obligatoria), las cuales se refieren a derechos fundamentales susceptibles de amparo (tutela judicial efectiva y educación); por ello, privar de su disfrute a ciertos colectivos no tiene por qué ser declarado inconstitucional, como tampoco lo era hasta el año pasado la exclusión de unas aproximadamente 200.000 personas (parados que hubieran agotado la prestación de desempleo, abogados y arquitectos…). Decir que el Decreto Ley 16/2012 es inconstitucional por afectar al derecho a la vida es una exageración, como también lo sería tachar de inconstitucional la normativa que permite portar armas a los guardas de seguridad privada. Sobre la afectación a los Estatutosde Autonomía, simplemente cabe recordar que también éstos están sometidos al orden constitucional de competencias, según el cual la legislación sobre las bases de la sanidad corresponde al Estado.

   El Decreto ley 16/2012, como cualquier otra norma legal que perfile o limite subjetiva u objetivamente el derecho a la asistencia sanitaria, es perfectamente compatible con un reconocimiento del derecho a la salud con carácter de igualdad, universalidad y calidad. La sola existencia de de una tupida red de establecimientos y de una nómina de excelentes profesionales sanitarios bastaría por sí sola para justificar el cumplimiento de este importante derecho, sin necesidad de valorar las condiciones de uso de dicha red por parte de sus beneficiarios o el contenido y alcance de los servicios provistos en la red. A mayor abundamiento, la Ley General de Sanidad de 1986 armó un gran sistema público que no se limita a la prevención de riesgos sanitarios colectivos ni a la asistencia médica primaria o de urgencias, sino que extiende sus efectos ilimitadamente, relegando al juicio médico individual la decisión de otorgaro no una prestación –algunas son realmente prohibitivas- independientemente de la edad, patología o autodisciplina del paciente. Pero ésta ha sido una opción legal que se está demostrando insostenible, como lo revela el recorrido de la deuda sanitaria. Del reconocimiento de un genérico derecho a la salud a la afirmación de un derecho a la asistencia sanitaria, psicosocial, farmacológica y protésica (y alimentaria en casos de hospitalización) universal y gratuita o cuasi gratuita, incondicionada e ilimitada en función de una cartera de servicios de máximos, hay un largo trecho presupuestario y también de justicia social. Así pues, el disfrutedel derecho a la protección de la salud permite todas las discriminaciones que la ley (y el Decreto ley 16/2012 es una de ellas) decida imponer,bajo el control social de un espectro electoral que valorará la bondad de la medida en las urnas.

   Afirmar el derecho de los extranjeros en situación irregular a la asistencia sanitaria gratuita e ilimitada desvela una sonrojante paradoja jurídica: el Estado tenía hasta ahora la obligación de atender médica y farmacológicamente gratis y en cualquier caso a quienes no eran bienvenidos en su territorio, sino candidatos a la expulsión. La solución adoptada es más cabal: el Estado atenderá sólo en casos de urgencia o a determinados colectivos en ciertas condiciones, fuera de los cuales el coste de la atención será facturado al país de origen o, en última instancia, al usuario del servicio, con lo que se introduce una variable hasta ahora inexistente en el sistema: la posibilidad última –sólo esto- de recuperar un coste hasta ahora incobrable. No se le puede reprochar a un Estado en quiebra que haya restringido su liberalidad,aunque ésta siga siendo muy amplia, frente a la racanería de otros Estados (la mayoría de los no europeos) menos responsables y generosos que el nuestro en materia sanitaria.

   Lo que hay detrás del Decreto ley 16/2012, seguramente, no es una voluntad de desatender médicamente a extranjeros en situación irregular, ya que los gastos de construcción de la red sanitaria están más que amortizados y los gastos de personal sanitario son costes fijos que no varían con un pequeño aumento de la población atendida. Lo que subyace en la medida adoptada es el intento de reducción de la factura farmacéutica, que es la que verdaderamente engrosa la deuda sanitaria española. Es cierto que los recortes en materia sanitaria deberían focalizarse en otras dimensiones del sistema, en sus múltiples ineficiencias y maximalismos (¿Qué añade la segunda opinión médica a una sola opinión colegiada? ¿Se alimenta más y mejor un paciente hospitalizado de lo que lo haría en su domicilio? ¿Cuáles son las cargas de trabajo de los profesionales sanitarios y, en su caso, son iguales en todos los servicios? ¿Es tolerable en nuestro sistema la llamada “autodeterminación terapéutica”? ¿Es viable el copago público de cualquier fármaco a cualquier precio?).

   En definitiva, para garantizar el disfrute efectivode cualquier derecho de naturaleza prestacional me parecemás justa, operativa y eficiente una normativa fiscal y tributaria diseñada inteligentemente que una regulación de los servicios públicos maximalista e incondicionada.

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