Cuando el burro no tiene nada que hacer, con el rabo mata moscas


Por Dionisio Sánchez

     En el año 2011, cuando en Barcelona se hablaba castellano y mucho, tuve ocasión de ver  en el Museo Picasso de  la calle Muntadas  un juguete cómico que representaba la compañía Tantarantana…

…en coproducción con el Grec-2011  y el propio museo y que se llamaba según la traducción de Fernando Gómez Grande : “Reglas, usos y costumbres en la sociedad moderna”, aunque el original en francés  Les Règles du savoir-vivre dans la société moderne  bien se podía haber traducido por “Reglas de urbanidad en la sociedad moderna” o, simplemente, “Reglas para saber vivir en la sociedad moderna”, de un autor  llamado Jean-Luc Lagarce. Debo decir que fui una de las 120 personas  que en el total de los tres días de diciembre de aquel año  pudimos ver el espectáculo en la diminuta sala. La actriz encargada de poner en pie el “divertimento” se  llama Lina Lambert. Una mujer que, para empezar su futuro devenir artístico, se licenció en interpretación en la afamada LAMDA (London Academy of Music and Dramatic Art). Es decir, nada que ver con el Teatro de la Ribera o la Escuela Municipal de Teatro de Zaragoza

   El pasado sábado 28 me acerco al Teatro de la Estación y me puse a aporrear la puerta de chapa de la calle de la Aljafería pensando en qué como llegaba pronto, aún no se había puesto en marcha la sala. Unos paseantes me indicaron que si quería ir al teatro tendría que dar la vuelta a la calle porque donde yo aporreaba era el portón  trasero del teatro. Y así lo hice y me fui a la taquilla y saqué mi entrada aunque como la taquillera insistió en que la obra comenzaría a las 8 de la tarde y eran las 7 en punto, le pedí que me devolviera el dinero y le juré que volvería al día siguiente, domingo, donde la sesión ese día, efectivamente, comenzaba a las 7 de la tarde. Otro error de mi cabeza, colapsada por este frenesí de crítico teatral que el subdirector del Pollo, Carlos Calvo, me ha obligado a cumplir ante la laxitud y falta de “puntilla” de los que anteriormente han desempeñado esta dura labor en la revista. ¡Tengo que ver una obra de teatro al mes, horror! ¡Qué dura es la vida del crítico teatral! Ahora comienzo a entender el caldo de cabezas que les supuso a los anteriores que ocuparon esta trinchera pollera…

   Era –debo confesarlo- la primera vez que pisaba esta sala que según citan sus responsables abrió en 1996 siempre asociada a la compañía Tranvía Teatro y que en la actualidad  hacen programación escénica, actividades pedagógicas, residencia de artistas y una labor de acercamiento escolar al teatro a través de lo que  ellos llaman PTC (Programa de Teatro de Cerca).

   La sala tiene un planteamiento erróneo de base ya que las butacas están en alto y el escenario abajo, lo cual obliga al público – en pequeños espacios- a tener una perspectiva de “picado”  tan acusada que en nada favorece a los actores, sobre todo, si son pequeños. Pero este asunto tan vez se haya debido a circunstancias  de la estructura del propio local o a la genialidad de arquitectos que no sabían nada de teatro y a los que nadie les explicó la finalidad de ese espacio.

  El autor del texto en cuestión nace el 14 de febrero de 1957 en Héricourt (Alta Saône), pasa su infancia en Valentigney,  donde sus padres trabajan en la fábrica de bicicletas Peugeot. En 1975 estudia Filosofía en Besançon donde también está matriculado en su Conservatorio de Arte Dramático y, junto con otros alumnos, forman una compañía denominada “El carromato” en homenja a Jean Vilar , y él, como director de la misma, pone en escena sus primeros  textos  y otros de Goldoni y Beckett. En 1988 se entera de que es seropositivo aunque los temas de la enfermedad y la muerte ya estaban presentes en su obra, sin duda en Des souvenirs vagues avant la peste (1983),  aunque siempre rechazó ser etiquetado como el “ autor del SIDA “. Su mejor obra,  «Justo el fin del mundo», fue llevada al cine  por Xaver Dolan obteniendo el primer premio del Festival de Cannes en 2016 y en Francia es , actualmente, el autor más representado. 

   Sobre los antecedentes  de esta obra  encontramos un facsimil editado por Altaya en el 2002 del original editado por Saturnino Calleja en 1876, con una traducción de nada menos que la 135ª edición francesa de “La elegancia en la vida social” atribuído a la baronesa Staffe que se cree que fue el seudónimo de Blanche-Augustine-Angèle Soyer , nacida en Givet en 1843.  “En él se dan reglas y consejos sobre cómo ser corteses, es decir sobre cómo hacer la vida un poco más fácil, cómoda y agradable a los demás. La idea es que ya que la existencia es de por sí tan ingrata, hagámosla un poco más llevadera en el trato cotidiano. En eso consiste la elegancia en la vida social y no es extraño que sea en Francia, el país de la cortesía y la diplomacia, donde apareció esta obra. Es el primer tomo de una verdadera enciclopedia del trato social a finales del siglo XIX”.

   Bien,  pues de ahí bebe Jean-Luc Lagarce para realizar esta construcción  menor y sin mayor trascendencia en su dilatada obra. Tal vez en francés sea una propuesta llena de humor. En baturro, no. Y en el rato que yo asistí al espectáculo no pude adivinar ni una sola mueca de sonrisa en los espectadores que se hallaban cerca de mí a los que de reojo observé en varias ocasiones.

   El resultado teatral es muy endeble y flácido, si bien es cierto que el texto adolece de lo mismo. Es ridículo tratar el devenir de una persona desde el nacimiento hasta su muerte con criterios y formulaciones propias de otras épocas para poder llevar una vida “civilizada” sin saber sacar partido a lo que podrían ser referencias a la actualidad –digo por hacer alguna gracia que nos lleve poco a poco a disfrutar de algo  en ese soso espectáculo palabrero-. Es más sencillo y gratificante reponer en ese escenario el sketch de “la sardinera” que en su día arrasó de la mano de los Hermanos Tonetti.

   La actriz parece que domina la voz, quizá demasiado plana. Pero, desde luego, lo que no domina es la expresión corporal. Su personaje solo tiene cabeza, ojos y manos. La cintura no existe y pisa el escenario como quien,  en una granja, teme pisar los huevos caídos de las jaulas. No hay poderío escénico en la actriz. Hay videos de la representación que hizo de esta obra Lina Lambert y no hay más que perder un par de tardes en apreciar su talento y aprender, aunque sea mirando.

    Pero tal cual es mi criterio poco importa una escenografía cacharrera (con dos cajones de aluminio con ruedas para contener cuatro zarrios que perfectamente podían haber estado en un discreto aparador lateral o al fondo  y evitarse esos feos accesorios escénicos sin sentido) o un vestuario a base de miriñaque polisón y corsé de rica tela rojísima y deslumbrante (algo que le encantaba a su maestra y mi profesora Laveaga) o unas proyecciones digitales sin ton ni son si en el espectáculo no hay un director, o directora tal es el caso.

   Vuelvo a repetir y lo haré hasta el hastío que el responsable de un espectáculo no es otro que única y exclusivamente el director. O la directora en este caso.

   En esta obra, no hay dirección alguna digna de mención. Cierto es que la obra, como ya he dicho anteriormente, es un puro entretenimiento y por tanto poco hay para sacar de los actores que no sea el puro chiste  o las bromitas al uso. ¿Por qué, entonces, se levantan obras de teatro de este tenor?

   ¿No hay nada que decir acerca de nuestra sociedad? ¿Vivimos en un mundo ideal? ¿Todo está bien o todo está mal porque lo manda el capital?- como cantaban los chicos de la Taguara en un viejo  texto de Alfonso Zapater-.

   Un monólogo ajeno  puede ser gratificante para el bolsillo porque se reducen  al mínimo los gastos de la compañía pero para llevarlo a cabo hay que ser un gran actor. Y no todo el mundo vale para ello –cosa que debe avizorar el director-. Cuando un director ve que el proyecto no es viable siempre puede proponer a la compañía levantar  “La sardinera” de los Hermanos Tonetti, repito, ya que, al menos, el éxito está asegurado.

   Por otro lado, las compañías están tan pendientes de las subvenciones que les garanticen al menos un bocadillo de chorizo, que aplican a su albedrío una brutal autocensura: no se atreven ni a proponer un texto siquiera minimamente comprometido e interesante porque están absolutamente dependiente de las mismas. Esto, amigos, es la total carencia de libertad de elección, la ausencia de tono teatral  en la producción  y, por tanto, el fin del teatro por mero y simple aburrimiento del espectador. Y, además, hay una cosa a tener en cuenta: a los políticos les importa un huevo el Teatro y lo que de ellos se diga. Es más, se sienten fatal si no se les cita porque se notan inexistentes. Un poquito de insulto les mete marcha. Son las compañías las que temen más su chorizo que la respuesta que les daría la administración de turno a sus “comprometidas” propuestas. O, tal vez, es que no tienen nada que decir una vez se han asegurado  la nomitita de artista.

    Cuando estaba sentado en mi butaca, una megafonía sin razón nos avisaba que faltaban cinco minutos para empezar la obra. Luego pasados tres, que faltaban dos (como en una estación que lo era la sala) y, finalmente, que empezaba la farra. Empezó a las 7 y cinco de la tarde. A las 7.30, discretamente, sin rozarme con nadie porque me había puesto en una esquina estratégica, comencé a caminar hacia la salida, me hice un “selfie” en el hall para poder cobrar mi artículo ( ya que si no el subdirector no se fía de que haya ido al teatro), y ya en la calle, la fina lluvia me refrescó la cara y el alma que ya se estaba encogiendo  tras la castaña que había estado viendo.

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