Un dilema moral frente al horror

Por Javier López Clemente

    El periodista Alejandro Rebossio escribía en julio de 2012 que Argentina ajustaba cuantas con 11 acusados por el robo de bebés durante la dictadura de Videla. Un catálogo de dos dictadores, seis militares, un miembro de la prefectura naval, un agente de inteligencia y una civil.

     Ocho de ellos estaban procesados por organización y encubrimiento del aparato criminal que permitió las apropiaciones de niños. Y tres, entre los que se encontraba un matrimonio, por haberse quedado con hijos desaparecidos.

    ‘El perfume del tiempo’ aborda el drama del robo de bebés y las consecuencias que esos actos provocan en el seno de una familia cuando, con datos de Francisco Perejil de julio de 2012, las Abuelas de la Plaza de Mayo después de cuarenta años de búsqueda habían conseguido recuperar la identidad de 105 niños, mantenían la investigación sobre 400 denuncias de desaparición, y habían provocado un movimiento de decenas de miles de argentinos en busca de sus orígenes porque, sin ser víctimas de la dictadura, también fueron entregados, vendidos o robados.

    La escenografía de la función divide el espacio en tres compartimentos. El primero es una pared para proyectar imágenes acompañadas por el ritmo del tango. Los audiovisuales ilustran y contextualizan la acción en el marco histórico de Argentina, pero también funcionan como una ventana al recuerdo personal. Fotogramas en blanco y negro para recordar que los horrores del mundo exterior conviven perfectamente con un espacio domestico donde las relaciones entre padres e hijos se desarrollan dentro de esa normalidad familiar que mezcla cariño y desencuentros livianos, que a veces tienen un calado más profundo. Ese es el drama al que se enfrenta la función. El marco histórico teñido por el odio se vierte en los nombres propios de un padre y una hija que bailan en calor del hogar, y las consecuencias que provoca ese terremoto.

    El segundo espacio parece el aviso de cómo funciona el totalitarismo y su querencia por ocupar todo el espacio vital hasta expulsar cualquier cosa que considere ajena a sus intereses ideológicos. Quizás por eso casi todo el escenario está invadido por el interior de una casa donde vive un jubilado viudo que fue médico militar. El arquetipo de viejo cascarrabias al que se soporta gracias a la fuerza del cariño familiar pero que, a poco que rasques, enseguida se advierte esa visión del mundo de quienes hacen una raya con la que separar a los buenos y a los malos patriotas, personas o vecinos. Sus dos hijos son amables, le visitan con frecuencia y ya han asumido, no solo la personalidad del padre, también la mirada interesada por la desarticulación del espacio comunitario para, como decía Arendt, eclipsar la esfera púbica donde se desarrolla la acción ciudadana para mayor gloria del individuo centrado en garantizar el bienestar y la seguridad de los suyos a cualquier precio.

    El tercer espacio es diminuto, una estrecha línea de luz que cruza el proscenio pata terminar en un banco donde se sienta una de las Abuelas de la Plaza de Mayo. Es el espacio de la verdad, el que va a dinamitar la relación familiar para mostrar, en palabras de Chema Cardeña, “las diferentes posturas que pueden adoptar una persona cuando se enfrenta a algo tan tremendo como el asesinato, la tortura o el robo de bebés institucionalizado, ejercido desde el poder.”

    Los datos básicos del drama se exponen con claridad y eficacia a lo largo de toda la función. Sofía es la abuela de la Plaza de Mayo que se presenta ante Gabriela para decirle que su vida es una farsa porque ella es una hijas robadas. Ella gambetea entre las dudas de quien ama a su padre pero al final accede para hacerse una prueba genética que determine su origen y que desvela la verdad.

   La notica provoca una revisión de todos los sentimientos y recuerdos familiares hasta que Héctor, el médico sin principios, el padre adoptivo y el militar fiel a la crueldad de la dictadura reconoce que ha ocultado el robo de Gabriela porque esa era la mejor solución para la niña de sus ojos a la que solo le esperaba una vida de mierda entre comunistas y revolucionarios, por eso le parecieron bien la tortura y el asesinato de los padres de su bebé, unos parias instalados en el lado equivocado de la ideología.

    Gabriela se rinde ante la evidencia de que le han robado la vida que le pertenecía para crecer en una mentira a la sombra del horror. La única salida para acabar con el pasado es dar un giro radical y denunciar al monstruo al que quería como solo se quiere a un padre.

    César es el hijo biológico de Héctor, el heredero de su sangre, un hombre que el padre rechaza, que le recrimina su personalidad y la toma de decisiones que rigen su vida. Todos lo vemos, seguramente él también lo sabe. Está claro que de los dos hermanos él es el menos querido. Su padre solo tiene ojitos para su hermana, esa niña a la que acogió y cuidó, esa mujer adorable que no tiene la misma sangre, quizás por eso comprende que Gabriela los traicione y entiende que es su gran momento. Cesar, guardián de las esencias familiares, asume el relato que ha revelado el padre, se pone a su lado con honor y decide acompañarlo en el camino que le llevará ante la justicia.

    Más allá del notable valor documental, histórico y artístico que nos regala la función, el texto de Cardeña apela a los espectadores para situarlos en el terreno siempre incómodo del dilema moral. No se trata del evidente rechazo que todos sentimos desde la lejanía histórica y geográfica ante quien ha perpetrado los horrores que se cuentan. En realidad la función deja la pelota en el tejado del patio de butacas y nos invita a reflexionar ¿Qué pensaríamos si el totalitarismo y la barbarie que destruye el terreno público donde opera la sociedad, también destruyera nuestra vida privada? ¿Cómo nos enfrentaríamos a la evidencia de que el horror nace de ese hombre al que queremos y llamamos papa?

   El escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez escribía el pasado 26 de octubre de 2023 que las sociedades inmersas por fenómenos de violencia, corrupción o inversión de los valores tienden a bajar las defensas, se vuelven menos capaces de rechazarlos y casi siempre terminan por estar más dispuestas a tolerarlos. El objetivo principal de su artículo era preguntarse de cuánto tiempo necesitamos para que la imagen de un asesino deje de ser ofensiva en unas sociedades que banalizan la violencia mientras se mecen en el entretenimiento constante.

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‘El perfume del tiempo’

22 de octubre de 20223. Teatro de la Estación

REPARTO

Héctor: Juan Carlos Garés
Gabriela: Iria Márquez
César: Manuel Valls
Sofía: Marisa Lahoz
Con la colaboración de: Lucía Poveda y Carla Valls
TEXTO
Chema Cardeña
PRODUCCIÓN
Arden Producciones
Diseño Escenografía: Luís Crespo
Iluminación: Pablo Fernández
Vestuario: María Poquet
Arreglos musicales: Federico Caraduje
Realización Audiovisual: InusualPro
Caracterización: Background Producciones
Cartel y Fotografía: Juan Terol
Dirección Técnica: Josemi Felguera
Regiduría: Juanjo Benavent/Nuria Lamagrande
Coordinación Técnica: Yapadú Produccions
Producción Ejecutiva: Juan Carlos Garés – David Campillos
Asistentes Producción: Carmen Giménez / Marco Antonio Castellanos
Gabinete Comunicación: María García Torres
Community Manager: Almudena Iglesias
Administración: Inmaculada Soler
Distribución: Carlos Alonso/#ArdenOnTour
Ayudante Dirección: Cristina Pitarch
Dirección: Chema Cardeña

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