Por Eugenio Mateo
El recorrido discurre primero por el barranco de Triste y se prolonga después por el de Ena.
En las mañanas soleadas de invierno se agazapan aún los restos de la helada de una noche reciente. En lo profundo de la umbría, las rocas duermen con su rebozo de escarcha. La senda es blanca, blancos los alientos, de frío respirar, el aire. El bosque guarda sonidos de viento entre las ramas; no hay pájaros cantando; es el silencio amo y señor de esta vereda, y de los montes, y del cielo y de nosotros, que rompemos apenas el instante en cada paso.
Abajo, visto desde la atalaya de la senda, discurre tranquilo un río de aguas verdes. Parece ajeno a todo en los remansos de sus pozas en las que el fondo parece de esmeraldas. También la muerte quiso darse a conocer en esta calma, así lo reza una placa que recuerda al cazador que murió de repente en aquel trecho, como si los duendes del bosque buscasen compañía y vinieran a buscarlo a él.
Con la cuesta de cara los muros de las huellas del pasado de asoman entre los zarzales y los boj. Aunque cueste creerlo, aquí vivían gentes que hicieron de lo duro lo diario. Un corral para el ganado y a unos metros más arriba, la pardina de Triste, desafiando al tiempo con sus muros que se resisten a caer del todo, a pesar de todo, de las borrascas y de los extremos del clima.
Sobrecoge pensar en la pureza de aquella vida de antaño y en la soledad de la supervivencia. Entendemos que al final el hombre tuviese que cambiar de horizonte. Como ésta, las sierras están moteadas por pardinas casi inaccesibles para el común, vestigios de la vida montañesa, olvidada, lejana, indiferente al trasiego de caminos, aferradas sin embargo a veredas donde acecha un mal paso.
El milano negro sobrevuela los rincones, la senda se convierte por un momento en fatal tobogán de arcilla; pasado el trance, sube entre pinos y gayubas hacia el cortafuegos de Santa Isabel. Todavía el hielo se acurruca en las últimas sombras pero el sol nos mira desde arriba a través de las copas y algunas vacas nos saludan. Desde aquí desciende una pista maderera que nos llevará hasta Ena. Los montes se desperezan y las estelas blancas de los aviones van tejiendo hilos efímeros.
Fuente: http://eugeniomateo.blogspot.com.es/2013/02/los-barrancos-de-triste-y-ena.html