Buitres y flamencos


Por José Joaquín Beeme

    Villa de Boom, Flandes, 1616, víspera de kermés. Pacíficos moradores de la Europa protestante se aprestan a guerra florida contra los hijos de la católica monarquía de nuestro Felipe III.

     Las autoridades locales desertan de sus deberes patrios; tendremos una ciudad abierta y a merced de la rapiña; el caos y el crimen (tremenda secuencia anticipativa) se apoderará de la hasta entonces feliz Arcadia del norte…

    Ante la inoperancia de los varones, son sus mujeres quienes, capitaneadas por Cornelia (Françoise Rosay, esposa del realizador), tomarán las armas de la obsequiosidad y la zalamería para reducir los pujos guerreros de los extranjeros. Lisístrata a la inversa, la costilla del burgomaestre arenga en plaza pública a sus congéneres para dar miel a cambio de supervivencia. Todo llama a rebelión y vuelta de tornas. Hasta su hija, Siska (Micheline Cheirel), es presentada como nueva Eva, Salomé o Juana de Arco, hembras todas encastadas y bravas, poco dispuestas a que otros resuelvan por ellas.

    Por obra del director artístico Lazare Meerson y del fotógrafo Stradling, la cámara pinta cuadros por doquier. Ejercicios fatuos de arcabuceros, populares tenderetes al paso, un ciego que toca la zanfoña, una pareja enmarcada por los vanos de la torre, diversas escenas de los tercios en triunfal parada o en desparrame tabernario. También se evocan, naturalmente, los interiores burgueses: la platería, los retratos, el mobiliario, los ropones, las bodegas, y las costumbres domésticas aparejadas. Desde la bucólica campiña moteada de molinos a lo Ruysdael a los claroscuros patios modo Rembrandt, pasando por el abigarrado mundo festivo de Brueghel, quizá la referencia más conspicua, la película convoca la “verdad humana” de los pintores flamencos, una de las razones por las que le fue concedido el Grand Prix du Cinéma y no deja de frecuentar los estudios que relacionan el cine con las artes plásticas.

     Jean Brueghel, precisamente, es uno de sus protagonistas (Bernard Lancret). Prometido de Siska, se afana en un retrato de grupo (más propio de un Franz Hals) de los oficiales de la Quinta de San Cipriano, léase de los prebostes de Boom. Y he aquí que apunta, como de pasada, la valoración social del artista versus el artesano en aquella dilatada España del Siglo de Oro: “Trabaja de prisa —elogia el burgomaestre—, y no ensucia el suelo. ¿Qué más se le puede pedir a un pintor?” La respuesta, soberbia, del asalariado no se hace esperar: cuelga los pinceles y se coloca directamente en el paro, aun cuando su principal comitente y centro de la composición (además de posible suegro) sea el regidor de la ciudad.

    A su vez, los invasores españoles aparecen retratados según los tópicos de la piratería rampante. La novela de Spaak, también guionista junto con Feyder, resplandece de ironía. Basten unos brochazos: el rijosuelo capellán dominico que se regodea contando hazañas de la Inquisición, el teniente marica dado a las artes del ganchillo, el despótico enano con monos que sienta sus reales sobre tomos de Erasmo, el duque de Olivares que no vacila en alinearse con los grandes hombres seguro de hacer la Historia, y la turba indistinta de mercenarios nominalmente españoles pero reclutados en Malta, Friburgo o donde acudiesen las levas de la derrochona metrópoli. Enfrente, los asustados flamencos resistirán semejante prueba del cielo como buenos hijos de la Iglesia, gloriosos defensores de la patria que elegirán la invisibilidad (esconderse, fingirse muertos) para salvarla mejor.

   Por una vez la leyenda negra (“¡Que viene el conde duque!”) se tiñe con los colores de la comedia y la recreación histórica es más un juego estético que una disgustosa vindicación de agravios nacionales. Jacques Feyder, La kermés heroica, 1945.

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