Hermanos rusos (!)


Por José Joaquín Beeme

   En medio de la congoja que vivimos estos días, la paz mundial en jaque y sin inmediatos visos de arreglo, pienso en cómo el cine ha conformado nuestra idea de Rusia y su épica guerrera. Elijo tres angulaciones para entender, si es que ello es posible, este absurdo que tantos opinionistas nos quieren enderezar desde una supuesta lógica histórica, económica, geopolítica, cultural, simbólica.

    Reparo primero en Nikolái Gógol, ucraniano de Poltava, que evoca en Taras Bulba la hermandad cosaca en su lucha de liberación contra el ocupante otomano, al sur, y la mancomunidad polaco-lituana, al norte. A los hijos del fiero atamán del título (Yul Brynner en su más conocida adaptación: J. Lee Thompson, 1962) se les tiene por bárbaros patanes en la refinada universidad de Kiev, pero harán morder el polvo a los petimetres invasores cabalgando por sus míticas estepas al grito de “Zaporoski!”, la madre patria zapóroga, hasta conquistar finalmente la sitiada Dubno. Sin embargo el primogénito Andrei (un acróbata Toni Curtis), heredero del caudillo, traicionará la causa tribal, familiar, por una princesa polaca, especie de Julieta eslava y, como ella, condenada: el amor entre enemigos, contraviniendo patrióticas lealtades, parece abocar sólo a la muerte.

    Mi memoria salta luego a otra hermandad de armas, la de los cadetes del ejército imperial que recrea Mijalkov en El barbero de Siberia (1998), y aquí el deshonor, el destierro y la locura sellan un amor también transnacional, el del cadete Tolstói y la aventurera americana Callahan (Oleg Ménshikov y Julia Ormond), a vueltas con la deforestación de la taiga por obra de un artilugio talador, el que inspira la paráfrasis rossiniana, patentado por un enloquecido ingeniero pedófilo. La pureza y la ingenuidad casi operística del instituto militar, que contrasta con las humillantes prácticas de un Leoncio Prado, se tiñe de ironía cuando su director, el general Rádiov, sucumbe a una monumental borrachera tan circense como felliniana, o cuando el propio Mijalkov, encarnando al zar Alejandro III que asiste a la ceremonia de graduación, rebaja la pompa militaresca con su burlona nonchalance.

    Llego, en fin, a Francofonía, otro de esos ensayos intergenéricos de Sokurov, donde recrea, setenta años después de acabada la Segunda Guerra Mundial, la salvación del Louvre bajo la administración alemana de París, ciudad abierta, gracias a la colaboración entre el conservador-jefe Audiard, funcionario intervenido, y el aristocrático Wolff-Metternich, historiador del arte en divisa de oficial. Un ruso, el propio director, se suma a este cuaderno fílmico comparando aquel más que posible expolio del patrimonio artístico, evitado temerariamente por un francés y un alemán más allá de sus respectivos y antagónicos juramentos nacionales, con un barco a la deriva que pierde sus contenedores abrumado por una fortísima tempestad. Es así que el arca francesa, donde no faltan un Napoleón fagocitador de pinturas y una Marianne que recorre como un fantasma las salas del museo, se presenta como catalizador de buenas voluntades en nombre de un valor que cotiza por encima de cualquier Estado, cualesquiera sean sus razones: el Arte, sin etiquetas ni compromisos, entregado sólo al humano universal.

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