El patrullero de la filmo: Perversas vampiresas con caras angelicales


Por Don Quiterio 

  ¿Qué es una ‘femme fatale’? Para encontrar una respuesta paradigmática solo hace falta asomarse a esas turbadoras historias del cine negro cargadas de pasión y asesinato.

    Mujeres que causan la perdición de cualquiera que se les acerque. Y grandes cineastas que han sabido crear fascinantes atmósferas alrededor de unos relatos que revisan el mito, siempre con la complicidad, en sus sobrios blancos y negros, del buen hacer de directores de fotografía como Arthur Edeson, John Seitz, Joseph La Salle, Ernest Adler, Rudoph Maté, Sidney Wagner, Charles Lawton, Russell Harlan, Franz Planer, Leon Shamroy, Benjamin Kline, Burnett Guffey, Ernest Laszlo, Nicholas Musuraca o Elwood Bredel. Unos técnicos de la cámara, en fin, que alimentan las posibilidades significativas de la angulación y la iluminación.

  Y ahí están, para demostrarlo, realizadores de la estatura artística de John Huston, Billy Wilder, Otto Preminger, John Stahl, Edgar Ulmer, Michael Curtiz, Robert Siodmak, Charles Vidor, Tay Garnett, Orson Welles, Jacques Tourneur, Joseph Lewis, Fritz Lang o Robert Aldrich, de quienes la filmoteca de Zaragoza ha organizado, en la mejor carcasa del cine negro norteamericano, y para hacer las delicias de un Juan Bolea cualquiera, un ciclo con sus películas más emblemáticas. Son historias de odios, romances, celos, episodios y sentimientos inquietantes que mantienen al espectador en el alambre espinoso hasta los últimos planos.

  Estamos, en efecto, ante un torrente de pasiones, ambiciones, maldades y dramas, con personajes felinos que se frotan la espalda en todas las esquinas de la sicología y con el rostro cándido de unas actrices en estado de gracia. Para empezar, Mary Astor acompaña a Humphrey Bogart en ‘El halcón maltés’, la ópera prima de Huston, de 1941, y tercera versión cinematográfica del texto de Dashiell Hammett, una densa y compleja trama policial, acaso extremadamente sobrevalorada, en la que se mezclan las investigaciones sobre asesinatos con el robo de una valiosa figurilla procedente de España, una curiosa joya histórica perteneciente a los templarios. Una película sórdida y nihilista, que late entre humo de cigarrillos, despechos, sarcasmos y tragos de whiski. Y repleta de detalles, de cinismo, de romanticismo amargo, de intriga rocambolesca y de diálogos mareantes. Bogart es Sam Spade, el sujeto capaz de decir a la chica, ante su inminente arresto, “si te ahorcan, te recordaré siempre”. El detective antihéroe, duro, cínico. El perdedor a quien nadie puede arrebatar su dignidad, y que, al final y sobre la figura de ese ‘halcón maltés’, dice: “Está hecho con el material con el que se hacen los sueños”.

  De 1945 son ‘Perdición’ y ‘Laura’, dos exponentes máximos del cine negro clásico. ‘Perdición’, dirigida por Wilder y con guion de este junto con Raymond Chandler, según un relato de James Cain, es una historia embarrada, con un romanticismo sucio y un sentido noble de la amistad y abyecto del amor, trágica combinación de sordidez, audacia y pasión que esculpe a Barbara Stanwick como una fascinante ‘mujer fatal’ con cadenita en el tobillo, marido sin futuro, amante absorto en la cadenita y un seguro de vida por cobrar. Todo unido a la compleja y paternofilial amistad entre ese vendedor de seguros y su jefe, un inmenso –como siempre- Edward Robinson. Desde el inicio del metraje se conoce el desenlace del relato, pero eso no le resta un ápice de intriga al desarrollo de la trama. Sólida dirección, estupendas imágenes y grandes diálogos, cuya única pega es que no convence en cómo el protagonista se convierte en un frío asesino.

   Basada en la novela de Vera Caspary, ‘Laura’ cuenta la historia de un policía que investiga la muerte de una elegante y seductora mujer –nada menos que Gene Tierney-, cuyo cuerpo desfigurado por los disparos de una escopeta aparece en su apartamento, y elaborará un retrato mental de la joven a partir de las declaraciones de sus allegados. El sugestivo retrato de la mujer, que cuelga de la pared de su piso, también le ayuda en esa tarea. Al parecer, la mujer ha sido confundida por otra. Laura, efectivamente, ha sido asesinada, pero su presencia se respira en cada imagen de esta obra y en la obsesión por la muerta del detective que investiga el crimen. Laura hechiza desde el más allá gracias a ese cuadro que la retrata y que acaso pueda cobrar vida en cualquier momento, entre las traiciones y mentiras que quienes la trataron tejieron en torno a ella. Un cínico relato criminal, rebosante de magia y hechizo, de poesía y romanticismo.

  De 1945 son ‘Que el cielo la juzgue’, ‘Detour’ y ‘Alma en suplicio’. La primera, acaso la mejor película de Stahl, es una de las cimas del melodrama negro, con un gran guion de Jo Swerling, una banda sonora a cargo del maestro Alfred Newman y una Gene Tierney –acompañada de Cornel Wilde, Jeanne Crain y Vincent Price- que compone maravillosamente un personaje genial, una mujer que extrema tanto sus sentimientos amorosos que es capaz de llegar hasta el asesinato. Por su parte, ‘Detour’ es una producción de bajo presupuesto con una duración de apenas sesenta y cinco minutos, que dirige Ulmer de un modo tan extraño como apasionante, una obra de una fuerza formal incuestionable, de argumento muy ingenioso y un singular reparto -compuesto por Tom Neal, Ann Savage, Claudia Drake y Edmund MacDonald- que involuntariamente roza, en su escasez interpretativa, una suerte de experimentalismo surrealista. Toda una rareza.

  Otra novela de James Cain sirve a Curtiz para ofrecer un gran papel a Joan Crawford en ‘Alma en suplicio’, el drama de una mujer que asciende de camarera a dueña de una cadena de restaurantes en su obsesivo deseo de dar todo lo mejor a su desgraciada hija. La historia es un pozo de obsesiones y maldades que chapotean en un relato en flashback, con una mujer fortísima e indolente (Mildred Pierce, el personaje de Crawford, y título original de la película) y una hija caprichosa y repugnante que provocará sentimientos homicidas. Una perla negra del melodrama.

  ‘Gilda’, realizada por Charles Vidor en 1946, cuenta la peripecia de un aventurero amargado y cínico, que vive de hacer trampas en el juego, recala en Argentina y se convertirá en el hombre de confianza del propietario de un lujoso casino. Cuando le presenta a su esposa, la sorpresa del jugador no tendrá límites: se trata de la mujer que rompió su corazón y lo convirtió en el ser oscuro que es. Triángulo pasional, pues, con mujer fatal, con ecos de ‘Casablanca’ (Curtiz, 1942), ambientado en un Buenos Aires de tópico, donde los clientes del casino entonan la ‘Marcha de san Lorenzo’ por el himno nacional argentino cuando la radio anuncia el final de la segunda guerra mundial. Entre el cine negro y el más puro melodrama, la película, de rara sensibilidad y tono, destaca por un par de buenas pinceladas de intriga, la construcción de personajes y su turbiedad sexual. Rita Haywordth actúa, canta y seduce con sus guantes negros y sus cabellos rojos (aunque el filme es en blanco y negro). Y recibe un sublime bofetón de Glenn Ford. Junto a ellos, el gran George Macready.

  Del mismo año es ‘El cartero siempre llama dos veces’, excelente adaptación fílmica del clásico homónimo de la literatura negra James Cain, uno de los escritores que, como se ve, más versionan los cineastas. En este caso, Tay Garnett sabe imprimir un subyugante sentido de la fatalidad a esta historia de una pareja salvajemente apasionada, que interpretan Lana Turner y John Garfield. Todo sucede durante la gran depresión americana, cuando un tipo sin rumbo empieza a trabajar en un bar de carretera regentado por un hombre mayor y su joven, bella e infeliz esposa. Pronto comienzan a sentirse atraídos el uno por el otro… Que intervenga Bolea, por el amor de dios.

  De 1947 son ‘La dama de Shanghai’, de Orson Welles, y ‘Retorno al pasado’, de Jacques Tourneur. La primera se basa en una mediocre novela de Sherwood King y, bajo las convenciones del género negro, el gran Welles le da la vuelta al original en un juego de máscaras que oculta, en sus ochenta y cinco condensados minutos, un apasionado melodrama plagado de emociones a través de un argumento de gran complejidad, en la línea de la sicología criminal. Un marinero enredado en las artimañas de una pareja sirve de excusa para esta historia narrada en primera persona, en forma de confesión que sirve también de meditación. El gran acierto de este filme no es su enrevesado e inverosímil guion, sino su clima, que va adquiriendo, a lo largo de la acción, un carácter denso y tortuoso, un universo irrespirable de significado simbólico e irreal, que debe mucho al filme fundacional del expresionismo ‘El gabinete del doctor Caligari’ (Robert Wiene, 1919). Protagonizan Rita Hayworth y el propio realizador. Y acuérdense de la escena de la sala de los espejos.

  En realidad, el origen del cine negro viene avalado por la conexión histórica al nacimiento de la novela negra. Cuando los franceses adjetivan así la literatura de características similares a las de los ‘films noirs’, advierten que algunos de estos se basan en novelas de la década de 1930, anticipadoras de la postura crítica del cine de la siguiente década con relación al fenómeno del crimen. Hollywood asume con cierta velocidad a varios de los más distinguidos especialistas en esos relatos, renovadores de la antigua novela policiaca, cercanos al realismo social y sustentadores de una literatura basada en la acción exterior y en diálogos profundamente narrativos. De hecho, el estilo ‘duro’ de esos escritores, su búsqueda del diálogo sarcástico y cínico, su destrucción del maniqueísmo de los clásicos figurantes en las fabulaciones policiacas, su prurito testimonial, constituye un paquete expresivo pronto transferido a inteligentes sectores de los cineastas.

  ‘Retorno al pasado’ se basa en la novela homónima de Geoffrey Homes y cuenta la historia de un antiguo detective que vive retirado, con falso nombre, en una pequeña localidad donde regenta una gasolinera. Enamorado de la pesca y de una jovencita con la que quiere casarse, todo se complicara sin remisión en una compleja trama de elaborada puesta en escena. Y, así, todo se convierte en verdaderas metáforas de la situación sin salida en la que se encuentra atrapado el protagonista, víctima de los enredos de una vampiresa con cara angelical, pero perversa como pocas, que le complica en un crimen. Un retrato de personajes ambivalentes, cimentado, esto es, en una ‘femme fatale’ con los rasgos de Jane Greer, y también una abrasadora historia en la que el peso del destino flota por estos perdedores en un mundo de traiciones y arribismos que no alcanzan a comprender. El resultado es un fascinante filme negro con escenas de una tremenda fuerza evocadora, al modo de esa “hoja que el viento lleva de alcantarilla en alcantarilla”, como Robert Mitchum dice de la Greer.

  En 1950 dirige Joseph Lewis la vital y conmovedora ‘El demonio de las armas’, probablemente su obra maestra, estilizada y vigorosa, la historia de una mujer turbadora (Peggy Cummings) que introduce a un hombre (John Dall) en el mundo del crimen. ‘Deseos humanos’ (Fritz Lang, 1954) es un excelente melodrama policiaco interpretado por Glenn Ford, Gloria Grahame, Broderick Crawford y Edgar Buchanan, remake del filme francés de Jean Renoir ‘La bête humaine’ (1938), según la novela de Zola y guion de Alfred Hayes, el relato de un tipo que mata a uno de los antiguos amantes de su esposa, y esta, implicada en el asesinato, seduce a un joven ferroviario con el fin de acabar con su marido. ‘El beso mortal’ (Robert Aldrich, 1955), de espléndida atmósfera y con las actuaciones de Ralph Meeker, Albert Dekker, Paul Stewart y Cloris Leachmann, se inspira en una novela de Mickey Spillane, donde el violento detective Mike Hammer se ve envuelto en un turbio asunto criminal que acabará remitiendo al peligro nuclear.

  De un Robert Siodmak en plena forma se programan ‘Forajidos’ y ‘El abrazo de la muerte’, realizadas respectivamente en 1946 y 1949. En ‘Forajidos’, thriller sobre un antiguo delincuente asesinado que motiva toda una investigación retrospectiva, Huston se encarga del guion y rellena un relato corto de Ernest Hemingway, y Siodmak lo borda a la pantalla grande mediante una estructura de retorno (flashback) y la atmósfera del mejor cine negro, una historia de atracos, pasiones y engaños con unos personajes repletos de ambición y fatalidad. Para ello, utiliza una atormentada estética abiertamente expresionista en una trama clásica del género, la corrupción de un hombre de buen corazón por una malvada y lujuriosa vampiresa. Una investigación que se enreda, en fin, en las circunstancias de la muerte de El Sueco y en la relación fatal y amarga con la chica de un gánster. El triángulo formado por el expresivo Burt Lancaster, la arrebatadora Ava Gardner y el sobrio Edmond O’Brien corta la respiración.

  ‘El abrazo de la muerte’, finalmente, tiene mucho que ver con ‘Forajidos’ (repiten Lancaster, ahora junto a Yvonne De Carlo, y Miklos Rozsa, en la banda sonora) por su acabado estético igualmente expresionista, y forma con la anterior una suerte de díptico, de tono mágico, casi irreal, con sórdidos ambientes criminales, la arquetípica historia de la corrupción de un tipo inicialmente honesto por la perfidia de una malvada vampiresa. El magnífico guion de Daniel Fuchs, basado en la novela de golpe imperfecto de Don Tracy, da lugar a una cima del cine negro con otra historia, esto es, de hombre vulgar en manos de la mujer araña. Solo la secuencia del asalto al camión blindado con el sonido de una sirena como telón de fondo empalidece a buena parte del cine contemporáneo. Por no hablar del pérfido Dan Duryea.

  Bolea, di algo.

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