Por Don Quiterio
Dicen que fue Christian Huygens el primero en proyectar una imagen sobre un lienzo blanco. Mucho antes de los Lumière, el matemático, astrónomo y relojero holandés imaginó la posibilidad de invertir el proceso de la cámara y… “voilà”.
Ahí quedó para los restos la linterna mágica o, si se prefiere, un puñado de luces, sombras, sueños y espejismos. El cine, antes de moverse, era eso. Y eso sigue siendo. El oscense Lorenzo Montull, relojero o no, comparte básicamente ese principio. Su cortometraje documental “Castillos en el aire” (2010) es, antes que nada, un vehículo de luces y sombras, realidad e imaginación. Como en la linterna mágica.
“Los sueños se hacen realidad por impensables que parezcan”, afirma uno de los protagonistas. Y ambos, tanto Vicente como Fernando, han hecho realidad el sueño de volar en avionetas y paramotores, el subir andando y bajar volando, el no poder dejar pasar un avión sin mirarlo. Nobles, generosos y con mucho arrojo, y su punto de osadía, Vicente y Fernando, o Fernando y Vicente, que se inician en la escuela de aeromodelismo, pilotan avionetas, y volar, con esa edad, significa estar más cuerdo que muchas personas que creen estarlo y no saben, los pobres, que no lo son. Y disfrutar al construir o arreglar un aparato volador, al despegar (“lo más difícil”, cuentan) y, siempre, al elevarse.
Montull subvierte los clichés y estereotipos del género documental (empezando por el romántico prólogo) y dedica con elegancia a mostrar esta clase de esfuerzo y optimismo. A veces, el montaje vive dentro del plano y obliga a la cámara a perseguir y encerrar literalmente en el encuadre a sus entrañables personajes. Planos, contraplanos, planos generales, cámara en mano, también temeridades (¡esos saltos de eje!), bellísimos paisajes del Pirineo aragonés con los aparatos voladores surcando los cielos limpios y luminosos, precioso epílogo con el tema de Alberto Cortez que da título al conjunto. Vegetación, ventanucos, portales, a la manera del mejor Mario Camús o, por extensión, de la factoría Elías Querejeta, por no citar a los contemporáneos Rosales, Guerín y compañía…
Los flash-backs en tono sepia (genial el inserto en medio de la conversación telefónica en pantalla paralela de la avioneta que se viene abajo), el taller de reparaciones en un alarde de montaje fílmico (herramientas, esa silueta humana que cruza la puerta, esa mirada del perro como guardián de lo que acontece), los toques de fino humor (ese puto casco, ese paquete de cigarrillos)… Hay veces en las que nuestros protagonistas entran en la escena como el brazo de una “minipimer” en el grumo y la salsa, que le dan anchura, gracia y polifonía a sus personajes.
Lo verdadero, a veces, puede no resultar verosímil. Sólo conmueve, según la máxima de Racine, si es, en efecto, verosímil. El acierto de cualquier obra se resuelve en muchos casos en una cuestión de credibilidad. No basta con invocar a la realidad: es necesario comportarse de forma honesta con ella hasta hacerla creíble. Y éste es precisamente el acierto de un documental como “Castillos en el aire”.
Sin alharacas ni falsos lirismos, el resultado es, en el más amplio de los sentidos, entrañable, una pequeña joya, un hermoso ejercicio de estilo del que muchos deberían aprender. Lo real, decía, o es verosímil o no es nada. Al final queda la constancia de una película convencida de su capacidad para conmover sin atosigar, emocionar sin dar la tabarra. Con precisión, con la exactitud con la que el relojero Huygens ideó su cinematográfico invento un par de siglos antes de la imagen en movimiento.