La piel de Almodóvar también habita en Zaragoza / Don Quiterio


Por Don Quiterio

     Cela, cuando era dominado por el narcisismo, rezaba a San Policromio de Catania, el santo pájaro que, movido por el aura de su modestia, volaba por encima de los tejados. La soberbia, de origen jesuítico, sigue siendo, junto a la envidia, la pasión nacional.…TE ROGAMOS, ÓYENOS

     Cela, cuando era dominado por el narcisismo, rezaba a San Policromio de Catania, el santo pájaro que, movido por el aura de su modestia, volaba por encima de los tejados. La soberbia, de origen jesuítico, sigue siendo, junto a la envidia, la pasión nacional. Y no hay más que quedarse con la copla para entender la vanidad de ciertos cineastas, de ciertos físicos, de ciertos matemáticos, de ciertos químicos, de ciertos decoradores, de ciertos músicos, de ciertos escribas, de ciertos fotógrafos, de ciertos cocineros, de ciertos periodistas, de ciertos pintores, de ciertos arquitectos, de ciertos historiadores, de ciertos políticos. Ciertamente… cierto.

   Acaso sean la soberbia y la vanidad los motores propulsores de un hombre llamado Pedro Almodóvar. Del mismo modo que hay veces que el tiempo pone las cosas en su sitio, a otras las cambia de lugar. Desde una perspectiva psicoanalítica, a la última película de Almodóvar, recientemente estrenada en Zaragoza, le correspondería, dicen sus heraldos y jaleadores, un lugar privilegiado en el Olimpo de los dioses. No podían dejar de faltar las loas y alharacas que son parte fundamental de la impostura en la que nos movemos. Sin embargo, es imposible para mí acercarme a “La piel que habito” (2011), y al resto de su filmografía, sin reflexionar sobre tales despropósitos.

   Quien no conozca a fondo el mal cine, no sabe muy bien cuál es el bueno. Los grandes cinéfilos y críticos “lo han visto todo”. Quiero decir que han visto con atención buen y mal cine de todos los géneros: en el área del drama, de la comedia, de la ficción científica, del policiaco, del terror, del ensayo, del documental… Fiaros, pues, del buen criterio del cinéfilo Don Quiterio cuando os asegura que el celuloide de Almodóvar, que insiste en su habituales abusos de forma, sin lograr el menor equilibrio entre lo que cuenta y cómo lo cuenta, el celuloide de Almodóvar, digo, es cine malo.

    Pedro Almodóvar, ahora que juega con Prometeo –el titán que robó la luz a los dioses-, no quiere ser el mismo tipo extrovertido y excéntrico que agitase la llamada “movida madrileña” en la década de 1980. Desde “Todo sobre mi madre” (1999), el director circula por unas carreteras en las que los gestos y tics almodovarianos se funden con universos más oscuros e intrincados. “La piel que habito”, además, es un giro visual y de tono en su universo, al contarnos la historia de un cirujano dedicado a desarrollar un tipo de piel artificial indestructible. Desgraciadamente, el filme, basado libremente en la novela de Thierry Jonquet “Tarántula”, sigue poblado de excentridades y banalidades marca de la casa. Todo carece de tensión y abunda en planos caprichosos, puramente decorativos, mientras que las pretensiones de tragedia se quedan en nada, aunque el manchego (¿o hay que decir autor?) diga que su historia navega “entre Sófocles y el Hitchcock menos juguetón”. Que Almodóvar tome como modelos las películas “Ojos sin rostro” (Georges Franju, 1960) y “Vértigo” (Alfred Hitchcock, 1958), con las que comparte temas, tono y guiños entre personajes y estética, refuerza el contraste entre dos clásicos indiscutibles del cine y el pastiche de géneros en que se convierte un híbrido como “La piel que habito”. Y, así, la idea de que la piel emerge como último signo de una identidad dolorosa pierde todo el sentido y valor, y todo queda banal y folletinesco, pretencioso e intrascendente.

   El gran fallo del cine de Almodóvar es precisamente la mezcla de géneros, por más que haya palmeros dispuestos a alabarle. A veces uno siente deseos de ponerse en la piel de los demás, para, de algún modo, tratar de entender sus gustos, aunque nunca me sometería a un transplante de cerebro. Con el que tengo me da para apreciar de un modo objetivo que el cine de Almodóvar es relamido e impostado, enfático y artificioso, hinchado y pseudoartístico, inútilmente retorcido y cansino. Y el resultado de “La piel que habito” es una gilipollez con anhelos de pretenciosidad, una falsaria búsqueda de la pureza narrativa, un disparatado relato de un impostor que fabrica una película tan absurda como idiota.

   Entre carnes trémulas, líricos parloteos con ella, educaciones malas, abrazos rotos, recovecos del alma y las pasiones que devoran al ser humano, Almodóvar se ha puesto serio y los disparates se acumulan. Se ha metido de lleno en una apuesta personal por convertirse en un maestro del melodrama a la manera de Douglas Sirk, dejando atrás la comedia festiva y colorista. El cambio de registro sigue confundiendo al público, y son muchos los que se ríen ante situaciones pretendidamente tensas. Sus últimas películas bordean el ridículo más espantoso. Almodóvar, en fin, ha sabido vender una marca de autor que sigue la estrategia exportadora de la moda, y a la que la fabricación de un determinado producto defectuoso no le resta imagen en el exterior. Pero vayamos por el principio.

   Todo empezó hacia 1968. Después de pasar su infancia y adolescencia en Calzada de Calatrava, Almodóvar llega a Madrid, se hace inmediatamente jipi (¿o todavía se escribe hippy?) y entra en contacto con el cine, haciendo de extra en varias películas de consumo, a cuyos directores les entusiasmaba meter, sin venir a cuento, a un montón de jipis con los carrillos llenos de calcomanías. Después de esta inapreciable experiencia, ingresa en la Telefónica y empieza a leer libros como un poseso. En 1974, a pesar de la crisis mundial del petróleo, descubre las cámaras de súper-8 milímetros y decide contar en imágenes todas esas historias que antes enviaba, ilusionado, a los concursos literarios de provincias. A pesar del pequeño formato, no se arredra ante ningún género: grandes epopeyas bíblicas, melodramas domésticos, ostentosos musicales americanos, películas conceptuales… Los títulos de los cortometrajes son elocuentes: “Dos putas”, “Sexo va, sexo viene”, “La caída de Sodoma”, “Blancor”, “Sea caritativo”, “Salomé”…Por fin, en 1980, realiza, a trompicones, “Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón”, su primer largometraje, un engendro sin parangón sobre las aventuras de tres mujeres como muy modernas, entre policías, marihuana y mucha marcha en el Madrid de la “movida”.

   Almodóvar pasa por una etapa de actor, como miembro del grupo teatral “Los Goliardos”. Las malas lenguas dicen que su presencia precipita el final de dicho grupo. También interviene en otros montajes de los cuales más vale olvidarse: “La casa de Bernarda Alba” y “La manos sucias”, entre otros. Flirtea, asimismo, con la literatura. Existe un libro colectivo, “Sueños de la razón”, donde aparecen varios de sus relatos. También publica simples cotilleos en lugares tan variados como “Star”, “Vibraciones”, “Night” y “El País”. En 1982 aparece su primera novela breve, “Fuego en las entrañas”, y una fotonovela porno, “Toda suya”, incluida en un número extra de “El víbora”.

   Su máxima ilusión ha sido siempre seguir haciendo cine sin parar y escribir novelas de ésas que no aportan nada a la cultura de nadie. Porque, evidentemente, existen dos clases de cineastas famosos: los unánimamente reconocidos por su talento en todas las historias del cine y los “listos”, aquellos que, siendo mediocres, han sabido aprovechar la coyuntura para ponerse de moda en su época, conectando con los anhelos y frustraciones, psicológicas o materiales, de amplios sectores de la sociedad. Está claro que este desclasado ascendente, autodidacta callejero carente de una sólida base cultural, llamado Pedro Almodóvar, pertenece a este segundo apartado. Su cine, en fin, es una plasmación de gustos horteriles y una defensa de valores evanescentes a la definitiva entronización de una ideología marcadamente reaccionaria. Unos guiños cómplices y triviales que nada tienen que ver, desde luego, con la seriedad y el realismo de la óptica, desde o sobre la homosexualidad, utilizada por autores como Pasolini o Fassbinder.

   Y entre chicas del montón, laberintos de pasiones, tinieblas, matadores, merecimientos con interrogante, leyes del deseo, mujeres al borde de un ataque de nervios, ataduras, kikas, tacones lejanos, flores secretas y demás zarandajas, Almodóvar se autoproclama, en un acto de soberbia y vanidad, heredero de los grandes, en una suerte de mezcla, dice, “del surrealismo de Buñuel y la comedia mordaz de Wilder”, y no sabe, el pobre, que sus comedias de finales del siglo XX, pretendidamente festivas y coloristas, están más cerca, ay, del universo de un Pedro Lazaga o un “Tito” Fernández. Sus películas valen lo que valen las labores del operador (José Luis Alcaine, por ejemplo, siempre exquisito y elegante) o el músico (Alberto Iglesias, por ejemplo, incapaz de hacer una banda sonora rutinaria o desganada). Lo demás, agua de borrajas: tramas que no se cierran, gusto por el plano en detrimento del desarrollo, personajes mal dibujados, situaciones coyunturales e insufribles, dramatizaciones incoherentes que alcanzan el grado de folletines, chorradas graciosillas que hace pasar por humor inteligente, infernales diálogos, rijosidad barata, cansino tonillo teatral, falso populismo… Es decir, el todo vale sin la estilización y estructuración adecuadas.

   Un cineasta, en fin, de grandes limitaciones e insuficiencias. Hacer buen cine es algo más difícil y complicado que escribir situaciones, personajes y frases teniendo como única referencia sus peculiares recuerdos y su personales fantasmas de asiduo cinéfilo adolescente frecuentador de salas de barrio, porque el drama viene después, en la puesta en escena, al intentar dar coherencia y rigor expresivos a todo ese caótico e inconsistente magma de particulares caprichos e ingeniosidades. Parece muy claro que Almodóvar no es lo que siempre se ha entendido como un director de cine, ni de lejos. Un “bluff” de colosales dimensiones.

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