El patrullero de la Filmo: Del ogro y orondo Laughton al tierno y discreto Castellani

Por Don Quiterio

    Hay cineastas raros, hay cineastas oscuros y hay cineastas difíciles, sin que necesariamente el raro tenga que ser oscuro, o el oscuro, difícil, o al revés. La singularidad de Charles Laughton (1899-1962) es haber sido raro, oscuro y difícil a la vez.

    Este actor norteamericano, de origen británico, se especializa en un tipo de papeles incómodos, que retratan las miserias que escondemos dentro, y bucea en el reverso más cruel y oscuro de la conducta humana. Ha interpretado personajes irascibles, francamente odiosos, manipuladores, cínicos y maquiavélicos. A través de su figura, ogra y oronda, es posible adentrarse en los claros y oscuros de personajes nada convencionales, acercarse a sus vidas y entender la fuerza de su espíritu creador. Sus personajes hablan de la ambición, de los límites de la moral, del ser humano. De por medio, el recurrente y eterno argumento de los límites del sacrificio. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a ceder por alcanzar un sueño? ¿Cuánta sangre distancia la realidad del deseo?

    Melodramático, elegíaco, tremendo, al modo de los clásicos, Laughton gustaba citar a Nerón: “¡El mal que hacen los hombres les sobrevive y el bien queda enterrado en sus huesos!”. La erótica del poder o el arte de la seducción, y que cada cual elija quién es Nerón, quién Enrique VIII, quién el policía Jovert, quién el capitán Bligh, quién el jorobado Quasimodo o quién el comisario Maigret en su dilatada carrera profesional. Se inicia como actor de teatro en compañías de aficionados y su afición le lleva a inscribirse en la Real Academia de Arte Dramático. En 1926 empieza a trabajar como profesional en el Barnes Theatre de Londres, y no tarda en imponer su nombre gracias al éxito obtenido en “Liliom”, de Molnar, y en otras comedias.

    Se estrena como actor cinematográfico en 1928 de la mano del director Ivor Montagu en los cortometrajes “Bluebottles” y “Daydreams”. Un año más tarde trabaja para el gran E.A. Dupont en “Piccadilly” y a partir de entonces se traslada a Estados Unidos, donde establece su residencia definitiva, y enlaza una película con otra: “Comets” (Sasha Geneen, 1929), “Volves” (Alain de Courville, 1930), “Down river” (Peter Godfrey, 1931), “Entre la espada y la pared” (Marion Gering, 1932), “El caserón de las sombras” (James Whale, 1932), “Justicia divina” (Lothar Mendes, 1932), “Si yo tuviera un millón” (episodio de Ernst Lubitsch, 1932), “El signo de la cruz” (Cecil Blount de Mille, 1932), “La isla de las almas perdidas” (Erle Kenton, 1933)…

    Es el ostentoso y poderoso productor y director Alexander Korda quien ayuda a crear la estrella de Charles Laughton –al igual que hiciera con Marlene Dietrich, Lawrence Olivier, Vivian Leigh o Merle Oberon- al elegirle para interpretar “La vida privada de Enrique VIII” (1933), una suerte de equilibrio en la desmesura y el humor que le vale el Óscar de Hollywood al mejor actor, y “Rembrandt” (1936), en la que se parte de un hecho esencial en la vida del artista holandés: la muerte de su esposa Saskia Van Uylenburgh, en 1640, y la relación que inició a partir de entonces con su joven asistenta doméstica, Hendrickje Stoffels. Entre ambos filmes, Laughton interviene en películas de Stuart Walker (“White woman”), Sidney Franklin (“Las vírgenes de Wimpole Street”), Leo McCarey (“Nobleza obliga”), Richard Boleslawsky (“Los miserables”), Frank Lloyd (“Rebelión a bordo”) o Josef Von Sternberg (la inacabada “Yo, Claudio”).

    En su fecunda carrera interpretativa explota, con inteligencia, su obesidad y su poderosa humanidad, ya para crear personajes despóticos o repulsivos, o humorísticos, o con ambas características a la vez. De este modo, hay que citar sus trabajos con los grandes directores: Alfred Hitchcock le dirige en “Posada Jamaica” (1939) y “El proceso Paradine” (1948), William Dieterle en “Esmeralda, la zíngara” (1939) y “Salomé” (1953), Julien Duvivier en “Seis destinos” (1942), Jean Renoir en “Esta tierra es mía” (1943), Jules Dassin en “El fantasma de Canterville” (1944), Robert Siodmak en “El sospechoso” (1944), Lewis Milestone en “Arco de triunfo” (1948), Billy Wilder en “Testigo de cargo” (1957), Stanley Kubrick en “Espartaco” (1960), Otto Preminger en “Tempestad sobre Washington” (1962) o David Lean en “El déspota” (1954).

    Acaso sea “El déspota” su papel más característico. El gran David Lean le entrega un papel a su medida, en la piel de un personaje que cree no deberle nada a nadie. Su propio carácter es su mayor víctima. Un tipo de una rigidez exasperante, un déspota quisquilloso, tirano con los demás, despiadado, frío, ausente. Un personaje insufrible, aunque tenga intermitencias de efusividad hemorrágica, buen humor y generosidad. Tras sus avatares existenciales, el protagonista llega a la conclusión de que el contenido y el sentido de la vida están en la bebida.

    “Yo nunca he trabajado con directores horribles, pero sí he sufrido a muchos estúpidos”, dijo en una ocasión Laughton de sus encontronazos con ciertos cineastas. Y acaso no le faltara razón, pues su filmografía está repleta, ciertamente, de mediocres películas dirigidas por artesanos eficaces o no tanto: “Bandera amarilla” (Erich Pommer, 1938), “Callejón sin salida” (Tim Whelan, 1938), “They knew they wanted” (Garson Kanin, 1940), “Casi un ángel” (Henry Koster, 1941), “Se acabó la gasolina” (Charles Vidor, 1942), “Stand by for action” (Robert Leonard, 1942), “Siempre y un día” (Victor Saville, 1943), “The man from down under” (Robert Leonard, 1943), “El capitán Kidd” (Robert Lee, 1945), “Su primera noche” (Richard Wallace, 1946), “El reloj asesino” (John Farrow, 1948), “La muchacha de Manhattan” (Alfred Green, 1948), “Soborno” (Robert Leonard, 1949), “El hombre de la torre Eiffel” (Burges Meredith, 1949), “No estoy sola” (Curtis Bernhardt, 1951), “The strange door” (Joseph Pevney, 1951), “Cuatro páginas de la vida” (episodio de Henry Koster, 1952), “Abbott y Costello contra el capitán Kidd” (Charles Lamont, 1952), “La reina virgen” (George Sidney, 1953), “Bajo diez banderas” (Duilio Coletti, 1960)…

    Sus personajes, vulgares y grasientos en muchos casos, pero dotados a veces de un sorprendente toque de refinamiento, con frecuencia de signo cínico, se caracterizan por una sensible ambigüedad moral, a medias entre el sadismo y la bonhomía. En 1955 dirige personalmente la interesante “La noche del cazador”, basada en la breve y descarnada novela de Davis Grubb. Se trata de su primer y único filme como realizador.

    “La noche del cazador” no es una película de rápido vistazo a extrañas prácticas de adeptos ocultos, y sí viaje profundo y sabio a través del espectro de las tradiciones antiguas y esotéricas. La enigmática y verdadera belleza del filme dirigido por Laughton reside en la búsqueda de la armonía entre el ser humano y la naturaleza, la estética y la ética. Un manjar para las emociones, una tormenta de imágenes que conforman una idea de la vida y la muerte. Esa voz rasgada de Robert Mitchum que rompe la noche con sus jipíos llega al punto en nuestro escrutinio de la existencia humana. Un viaje al fondo de los símbolos que marca de algún modo algunas sendas posibles del cine. Del cine-cine. Con fiebre. Con vértigo. Con verdad. En palabras de Renato Castellani, admirador de la obra de Laughton, “es una fábula sobre la psicosis y la fe, ambientada en la época de la Depresión, apabullantemente siniestra y profundamente humana, narrada desde el punto de vista de los niños, a la manera de un cuento de hadas, pero donde bullen las complejidades de los adultos”.

     Y, precisamente, del director italiano Renato Castellani (1913-1985) la Filmoteca de Zaragoza ofrece un ciclo sobre su obra. Se inicia en la profesión como guionista, a partir de 1938, para diversos realizadores como Mario Camerini, Mario Soldati, Augusto Genina, Camilo Mastrocinque o Alessandro Blasetti. Debuta como realizador en 1941 con “Un tiro en reserva”, adaptación de una novela corta de Puchkin. Esta obra y las siguientes (“Zaza”, “La donna della montagna”, “Mi hijo profesor”, “Sotto il sole di Roma”, “E primavera”, “Due soldi di speranza”), consideradas como neorrealistas, no son más que los peldaños que han de llevarle a “Romeo y Julieta” (1953), filme donde la tragedia shakesperiana sirve de soporte a un maravilloso despliegue de colores, bellos trajes y composiciones cuidadísimas, directamente inspiradas en obras maestras de Uccello, Fra Angélico y otros pintores italianos, y donde es más fácil reconocer la caligrafía de Castellani que la semántica de Shakespeare. Ese conseguido esteticismo, la mejor virtud del filme, han de perjudicarle, sin embargo, en obras posteriores, cuyo tema no admite ya el mismo tratamiento y los resultados, pese a sus valores, se resienten: “Si tú estuvieras” (1957), “Infierno en la ciudad” (1958), “Il brigante” (1961), “Pensión a la italiana” (1963), “La guapa y su fantasma” (1967), “Un verano contigo” (1969)…

    Lo dicho, del ogro y orondo Laughton al tierno y discreto Castellani. Y, con ellos, dos excelentes películas: “Romeo y Julieta” y “La noche del cazador”. ¿Cómo filmar el olor del pecado? ¿Y cómo rodar la descripción de ese improbable olor? La mejor respuesta a los dos preguntas es el cine sensorial, el que eriza la piel de las retinas. La única puerta de acción es la mirada. Suena poético, quizá hasta da un poco de grima, y, en realidad, es sólo pericia. Pericia de cineastas, no de oftalmólogos. Dos películas furiosamente modernas y furiosamente furiosas, que marcan de algún modo algunas sendas posibles del cine. Del cine-cine. Con fiebre. Con vértigo. Con verdad.

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