Vida en el cosmos/José Joaquín Beeme


Por José Joaquín Beeme

     A. Un documental que firmaría Yann Arthus-Bertrand, o el viejo y entrañable Sagan, de los que emiten canales de exaltación naturalista como National Geographic o Discovery. 

Unos coros del más allá, tan sintonizados con la moderna monserga angélica. Una fotografía de estampa piadosa al estilo de Nácar-Colunga o Ediciones Paulinas. Hermosura terrible de los elementos, ciegos a la suerte de las mónadas humanas.

     B. Pero también un film trascendental, una oración, el cine como cartilla filosófica. Una reflexión monologada, interior, acerca de la violencia, del pecado, de la pérdida de la inocencia, del difícil encuadre de nuestra muerte, la de unos seres prescindibles pero capaces de pensarse, en el despiadado magma evolutivo. El atroz ingreso a la vida adulta, en la disyuntiva que afirma o niega nuestro ser naturaleza.

     ¿Cómo entender El árbol de la vida? La máxima abstracción cósmica —y los hombres como sufrientes criaturas al cabo del gran «diseño»— y a la vez una concreción brutal, casi biográfica: padre autoritario cuya mies es menos, hijos acogotados a la deriva, y una madre, la Madre, que en su hilo directo con la naturaleza ofrece la única redención moral, si no fabulosa, al cuadro general del dolor. De un lado, una mirada despegada, virtual, casi divina —de hecho, Malick ya está preparando Vogage of time, un documental IMAX en toda regla—; de otro, encuadres de espalda, planos cerrados de miradas, gestos, que se ciñen al personaje como una segunda piel. Es el cine meditativo, ensayístico, de este extraño poeta que en toda su (escasa) filmografía se ha preguntado siempre por el sentido de la vida y la lucha que ésta opone, inexplicablemente, contra sí misma, destruyendo su propio sustento. El paraíso (en trance de ser) perdido que aletea en los ojos de todos sus perplejos protagonistas.

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