Por: Fernando Usón Forniés
Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.
El lector habitual de esta sección apreciará, sin duda, que en esta entrega hemos abandonado el sistema decimal; y el cinéfilo advertido, que hemos dado un temerario salto cronológico. ¿Es que entre Murnau, que rodó entre 1919 y 1931, y Mario Monicelli, cuya carrera comercial transcurrió entre 1948 y nada menos que 2010, ya no le han hincado su diente vampírico más tópicos al cinematógrafo? Sí, por cierto, y a bandadas. La razón de este flash-forward, que no elipsis (pues en próximas entregas hemos de retroceder en el tiempo, hasta los años del cine mudo y principios del sonoro: de ahí el pico), es una razón de relativa y triste actualidad: el año pasado Monicelli murió, y hemos creído pertinente recordar a este gran e infravalorado director.
TÓPICO Y PICO. Mario Monicelli era un director de comedias.
El toscano Monicelli era el segundo director en activo más longevo del mundo: se suicidó con noventa y cinco años, y su último trabajo data del mismísimo 2010. Sin embargo, pese a su reciente fallecimiento, a muchas nuevas generaciones de cinéfilos quizás les resulte un nombre tan exótico como el de nuestro viejo conocido Stiller, que alumbró su última película en el lejano 1928. Este relativo desconocimiento puede deberse, en primer lugar, a que sus películas, desde hace casi treinta años apenas han tenido difusión ni resonancia fuera de Italia: como botón de muestra, desde su último éxito en la taquilla internacional, la insuficiente “Un quinteto a lo loco” (1982), sólo conoció estreno en España “Los alegres pícaros” (1987), y eso porque era coproducción hispano-italiana. En segundo y más determinante lugar, y a diferencia de otros directores que tampoco han contado con la fortuna popular, el último Monicelli tampoco se difundió por los festivales, o más bien mercados, con lo cual el cineasta no sólo se quedó huérfano de público internacional, sino también de cierta aura minoritaria. Otra prueba elocuente del olvido del italiano es que en España, de los más de sesenta largometrajes que realizó ¡apenas hay cuatro editados en DVD!
No podía ser de otra manera: al fin y al cabo, a Monicelli siempre se le encasilló en el desdeñado terreno de la comedia, poco apto para festivales y laureles… aunque hasta qué punto muchas de sus películas sean verdaderamente comedias es algo discutible; y lo contestaremos más adelante, como bien claro deja nuestro titular. Además, al contrario que muchos de sus paisanos, el cineasta nunca se preocupó en acuñar una imagen de autor, e incluso intermitentemente, llegó a aceptar proyectos que no sólo perjudicaban seriamente su imagen, sino que sencillamente eran infumables: así, las insoportables “Donatella” (1956) o “Fata Armenia”, segmento de “Las brujas” (1965), dudosos vehículos al servicio de una ñoña Antonella Lualdi y de una Claudia Cardinale en plan grosero, respectivamente (unos fracasos, se debe añadir, agravados por la escasa capacidad del director para transmitir el magnetismo, real o supuesto, de sus actrices).
Por otro lado, el director-guionista permaneció impermeable a modas y modos de las últimas décadas, conservando, en mayor o menor medida, un estilo ya fijado en los años 50 y una forma de pensar que acabaría evolucionando de forma poco gratificante para público y crítica. Aquí, sobre todo, podría encontrarse la razón de su flagrante olvido; y para comprenderlo mejor, establezcamos una de esas oposiciones a las que en esta sección somos tan aficionados. ¿Con quién? Pues, evidentemente, con el primer director en activo más longevo del mundo, Manoel de Oliveira, el mimado de los festivales y de la crítica. Independientemente de que resulte admirable que una persona tenga la energía y la lucidez suficientes para seguir dirigiendo ¡con más de cien años!, el cine de Oliveira siempre nos ha parecido cercano a la impostura y, salvo alguna salvedad, como “El convento” (1995), su filmografía nos resulta sumamente sobrevalorada. ¿Por qué comparamos a Monicelli y Oliveira, aparte de por ser los decanos del cine? Pues, porque, mientras el portugués continuamente ha abrazado las nuevas corrientes estéticas y hasta semióticas en boga, el italiano siempre ha permanecido fiel a una forma de entender el cine que surge de la comedia italiana de los 50; porque, mientras Oliveira, una vez conseguido el éxito internacional, se ha decantado por incorporar a las grandes estrellas europeas en sus filmes, Monicelli fue poco a poco renunciando a ellas para concentrarse en actores con menor tirón comercial, pero más ajustados a cierta tipología; porque, mientras el centenario ha hecho gala de un estilo muy naif, muy desenfadado, con elecciones a veces muy evidentes, lo cual no deja de ser sospechoso para un hombre que comenzó su carrera en 1931 (¿es sencillez o pobreza visual?), el nonagenario hace gala de un estilo en apariencia sencillo, pero en el fondo muy sofisticado (¿será modestia?); porque, mientras el primero tantas veces es lúdico y superficial, a pesar de rodar dramas, el segundo es grave y severo, desafiando la creencia de que la comedia debe ser ligera (¿o no todas sus películas son comedias?); en fin, porque, mientras Oliveira, con cierta picardía senil, se deja querer por la crítica y parece hacer películas para ella, Monicelli, genio y figura, nunca ha tenido por meta la conciliación y nunca le ha importado incomodar, a crítica y público sin distinción.
Concentrándonos en nuestro hombre, estos rasgos esbozados aquí fueron, en realidad, acrecentándose con el paso del tiempo; de hecho, algunos de ellos casi ni se adivinan en sus primeras películas. Cuando Monicelli comenzó su carrera como director, manteniendo como pareja a su inseparable coguionista Steno, casi siempre rodó al servicio de Totò o de algún otro gran cómico italiano, como Aldo Fabrizi: sus películas, por tanto, eran comedias, y bien cómicas. Como, de hecho, también lo fueron intermitentemente algunos títulos posteriores, tal la recordada y estupenda “La armada Brancaleone” (1966) o la popular y sobrevalorada “Habitación para cuatro” (1975). Tampoco, evidentemente, renunciaba a las estrellas, con las que siguió trabajando, más o menos gustosamente, hasta los años ochenta. El espectador inadvertido, vistas nuestras palabras, también podría sorprenderse al constatar que un ramalazo de sentimentalismo acababa adueñándose de muchas de sus películas de esa primera época, como sucede con “Guardias y ladrones” (1951) o “Totò y Carolina” (1953). Sin embargo, se debe advertir que, por un lado, la dulcificación de algunos momentos, más que a la inclinación de Monicelli, pudo deberse a imposiciones de la censura italiana, a condicionantes de producción o al canon que pagar al formar tándem con Steno…, si bien alguna película aislada como “Donatella”, rodada en solitario por el toscano, podría poner en entredicho su alergia a los sentimentalismos.
La posterior separación de la carrera de los dos compagni dejó bien clara la postura de ambos, pues mientras Steno se dedicó a un cine, más que popular, populachero, Monicelli empezó a abrir recónditas brechas en la comedia italiana que acabarían por llevarlo por derroteros personalísimos. Él mismo declaró que, pese a que ambos escribían los libretos en colaboración (y con el concurso de otros múltiples guionistas), de la dirección solía encargarse preferentemente uno de los dos, ¡que era el que aparecía en los créditos en primer lugar! Gracias por el detalle, pero no hacían falta tantas pistas: es evidente, por la mayor elegancia y el mayor ingenio de la puesta en escena, por su ya extraordinario uso de los planos enteros, por su mayor acidez, que películas como “Vida de perros” (1950), “Las infieles” (1953) o “Guardias y ladrones” pertenecen a Monicelli, mientras que, por ejemplo, la infame “Totò y las mujeres” (1952), rodada ya hacia el final de la entente, por sus chapuceros recursos formales y su detestable ideología (es tan burdamente misógina que debió de soliviantar a muchas mujeres y también a muchos hombres, incluso en la época, e incluso en Italia), debe adjudicarse a Steno.
No deja de ser revelador que, en cuanto Monicelli pasó a dirigir en solitario, se decantara en primera instancia por el melodrama y ofreciera “Proibito” (1954), como tantas otras de sus películas, inédita en España. Cierto, que ya “Vida de perros” conjugaba Talía con Melpómene, pero la mezcolanza no acababa de resultar acertada, y sobresalía la excelente parte de comedia en un todo lastrado por la más tópica melodramática (en parte, por fáciles soluciones de guión; en parte, por la antipática presencia de la glacial Tamara Lees, cuya inexpresividad obligó al cineasta a utilizar más primeros planos que en ninguna otra obra de su carrera). Y también es cierto que la quizá más sobresaliente colaboración del dúo, de la que al parecer se encargó en el plató solamente Monicelli, ya había sido otro melodrama: “Las infieles”, película asombrosamente cáustica y despiadada, que ya anuncia el feroz escalpelo de la madurez del director, e igualmente hace gala de brillantísimas soluciones de puesta en escena: así, durante el interrogatorio final; o en ese extraño momento en que el truhán de Osvaldo se lleva las manos a la cara para fingir amor por Liliana, vigilándola a través de los dedos entreabiertos e impostando la voz (que, en arriesgadísima elección del director o directores, presenta un timbre falso y discordante, como si no surgiera de él). Con esos precedentes, no resultó una sorpresa que “Proibito”, melodrama casi puro, se revelara una estupenda película, la cual mostraba a un Monicelli que brindaba especial atención a lo etnográfico y hacía gala de admirable capacidad para fotografiar el paisaje y extraer de él enjundia dramática. Y si hemos calificado el film de melodrama casi puro, es porque, pese a que la acción se localiza en Cerdeña, muchas de sus soluciones visuales y de sus secuencias, de acción o no, parecen extraídas ¡de un western!, lo que la convierten en el film más insólito de Monicelli. “Proibito” es, pues, uno de los casos manifiestos de que la obra de un director (entendámonos: de un director capaz), podría haber tomado muy distinto rumbo si se hubiera decantado por otros géneros o por otros intereses; y también pone en evidencia a todos aquéllos que sólo valoran una película en función de la marca “autoral” y no de su calidad real: “Totò y Carolina” es más propia de Monicelli, al menos del Monicelli de esa época, pero “Proibito” es mucho mejor.
La opción melodramática de “Proibito” y “Las infieles” fue acto seguido abandonada por el director toscano, pero dejó bien claro que necesitaba ahondar en sus discursos y conseguir una mayor gravedad de tono de lo que le permitía su emparejamiento con Steno y su servidumbre a Totò. Su siguiente film sería cómico, y ciertamente uno de los mejores, pero hay un abismo enorme entre él y las comedias anteriores, y ya se vislumbran las semillas que no tardarían en ir distanciando a nuestro hombre del género en gran parte de sus mejores películas. La acidez de “Un héroe de nuestro tiempo” (1955) es impensable en las películas anteriores y casi inusitada para el género en que se enmarca, hecho al que contribuyó no poco el canalla y melifluo personaje creado por el genial Alberto Sordi (sin duda, uno de los más grandes actores de todo el cine). La película saca definitivamente a la luz, sin ningún sentimentalismo que la amortigüe, sin que el sarcástico final la empañe, sin que tantos desternillantes momentos la pongan en solfa, antes al contrario, la misantropía que caracterizará ya la obra de nuestro hombre, para el cual los seres humanos construyen sus relaciones por el interés, sin ningún atisbo de lo que sea la solidaridad, envanecidos continuamente con su ridículo egoísmo. Evidentemente, semejante crítica social habría sido prácticamente imposible de colar en una película más adusta, pero la adscripción de “Un héroe de nuestro tiempo” al género cómico, con éxito indudable (el film es francamente divertido, incluso hilarante), y el hecho de que en 1955 todavía perdurara la picaresca de posguerra en un país que aún no había experimentado el miracolo económico, posibilitó que la película tuviera excelente acogida en taquilla y garantizó la continuidad de la obra del director.
“Un héroe de nuestro tiempo” abre la que es, indiscutiblemente, la mejor etapa del director (pese a que en ella se colara la nefasta “Donatella”), etapa que, a falta de conocer “Padres e hijos” (1956), en principio continuaría la senda cómica. En efecto, “El médico y el curandero” (1957) es una estupenda comedia costumbrista, que sin embargo enlaza con “Proibito” por su gusto por lo antropológico; y “Rufufú” (1958) no sólo le trajo a Monicelli el éxito internacional, sino que se constituyó en la puesta de largo de la comedia italiana. Ahora bien, “Rufufú” ya marca el cambio de rumbo, pues, en realidad, su guión, salvo un par de detalles, podría haberse ajustado igualmente a un drama. Y es más, aunque en primera instancia es una irresistible (y merecida) parodia del antipático subgénero americano de los atracos perfectos (de hecho, el título español toma como referencia el “Rififí” francés del estadounidense Jules Dassin), hay en ella un poso de amargura (esos nocturnos, esas mañanas lluviosas, ese gris amanecer que cierra el film) que, aunque no se ponga en primer término, abrirá el camino de los siguientes filmes, que ya no pueden considerarse cabalmente comedias: su obra maestra “La gran guerra” (1959) y las excelentes “Llegan los bribones” (1960), “Renzo e Luciana”, episodio de “Bocaccio ‘70” (1962), e “I compagni” (1963), que cierra el ciclo. Y aunque Monicelli volviera al género con mayor o menor asiduidad, es significativo que en el período más rico y compacto de su obra prevalezcan los dramas.
En esta época también, desde “Un héroe de nuestro tiempo”, y sobre todo desde “Rufufú”, acaba por cuajar el estilo del director, basado en tomas muy largas (los mal llamados planos secuencia, aunque a veces lo sean realmente) que, en combinación con la profundidad de campo, recogen las evoluciones de múltiples actores. Monicelli fue, sin duda, el primero en experimentar con éxito y de forma continuada la fórmula coral (el cine del Berlanga de los sesenta, sin ir más lejos, le debe mucho al del italiano), a la que se mantuvo fiel hasta el final de su carrera, con algunas excepciones. Sin duda, para poder realizar este cine coral, basado en planos muy largos, había que contar con actores muy capacitados, pues la puesta en escena y los actuantes se confunden con este método, se unen casi indisolublemente. Y aquí la obra de Monicelli desmiente otra de las falsas creencias del cinéfilo: que el cine se hace más dependiente de los actores cuantos más primeros planos utiliza. Pues no; es justo al contrario: lo es cuantos más planos enteros y generales usa. Es evidente (o debiera serlo) que las tomas prolongadas requieren mayor experiencia de los intérpretes, sobre todo escénica (y así, el cine de Monicelli puede ser considerado teatral en el sentido noble del término); pero, al mismo tiempo, hacen más difícil, si no imposible, ocultar las deficiencias de los actores (por ello, el italiano recurre a más primeros planos cuanto más insuficientes son ellos). Pero que nadie se llame a engaño: este mayor distanciamiento del actor con la cámara no revierte necesariamente en que haya menores corrientes de empatía con el público, pues todo depende de la personalidad de cada intérprete. Y en concreto, la obra de Monicelli cuenta con el concurso de soberbios actores rebosantes de ese magnetismo que se propaga incluso en los planos más amplios, esas estrellas que sabían generar la complicidad inmediata de quien ha sudado haciendo teatro popular y se ha empapado de la técnica de la pantomima: así, Aldo Fabrizi, Totò, Alberto Sordi y la ocasional Anna Magnani. Otros favoritos de Monicelli, menos bregados en el campo de las variedades, eran asimismo grandes actores de cine, especialmente Marcello Mastroianni y Vittorio Gassman, o los americanos, también ocasionales, Ben Gazzara y Shelley Winters.
Sin embargo, a partir de mediados de los sesenta, el cine de Monicelli fue acusando, más que su efímero abrazo a la moda psicodélico-sesentera, el envejecimiento de sus intérpretes y la intermitente sustitución por otros menos capaces. Los finales de los sesenta muestran a un Monicelli desorientado, entregado a la confección de vehículos para el lucimiento de las estrellas del cine italiano (nada de cine coral, por tanto, salvo en la curiosa “¡Vaya, se ha muerto la abuela!”, 1969), donde la cuidada planificación se atempera y el entramado social simplemente se esfuma: la mejor de estas películas es, sin duda, la agradable y divertida, aunque no sustanciosa en exceso, “Casanova ‘70” (1965), a la gloria de uno de sus actores favoritos: Marcello Mastroianni. Pero aquellos encargos que filmó al servicio de las actrices Claudia Cardinale (“Fata Armenia”), Monica Vitti (“La muchacha de la pistola”, 1968) y Sofia Loren (“La mortadela”, 1972), en cuyos guiones significativamente no participó, conforman uno de los momentos más bajos, por superficial y artificioso, de toda su carrera. Aunque sí escribiera el guión de “El frigorífico”, fragmento del film “Tres parejas” (1970), este cortometraje es ejemplar respecto al déficit interpretativo, pues en él la impecable puesta en escena monicelliana acaba esbafándose como la gaseosa ante el concurso de unos horribles Monica Vitti y Enzo Janacci; y tan escasamente dotada para la comedia era, de hecho, la antigua musa de Antonioni, que en la posterior y, pese a todo, interesante “Habitación de hotel” (1981) Monicelli pareció verse obligado a utilizar primeros planos a tutiplén: no, claro está, por el extraordinario Vittorio Gassman, sino por una alelada y sobreactuada Vitti, secundada por un limitadísimo Enrico Montesano. Entre los sustitutos masculinos que irían incorporándose a la troupe, algunos, como Ugo Tognazzi o Philippe Noiret, estaban mucho más capacitados que sus contrapartidas femeninas; sólo que estos actores, que seguramente en las tablas estarían impecables, en cine no resultan tan sobresalientes, pues no poseen la extraordinaria capacidad mímica de la hornada previa. Eso, por no hablar del adusto Giancarlo Giannini, cuya fría mirada, gesto imperturbable y antipática presencia imposibilitaban toda empatía, si bien lo convertían en ideal para algunos de los más despiadados análisis del toscano. Finalmente, tal y como le sucedió a Hitchcock tras el fiasco estelar de “Cortina rasgada” (1966), Monicelli, llegados los noventa, fue abandonando las estrellas para contar con actores apenas conocidos, pero muy capaces y perfectamente adecuados a sus papeles: así, en “Parientes serpientes” (1992), “Queridos jodidísimos amigos” (1994) o “Las rosas del desierto” (2006), su último largometraje.
Volviendo a nuestro tema principal, Monicelli siempre defendió cierta opción de la comedia que poco tiene que ver con la comúnmente aceptada como tal: una comedia que se basa en la mirada distante y escrutadora, que busca destilar todo lo que hay de ridículo en el comportamiento humano (y hay mucho, demasiado); una mirada (seamos un poco tópicos por una vez) tan entomológica, o más, que la de Luis Buñuel; como, por cierto, bien confiesan los créditos, a base de imágenes de artrópodos, en “¡Vaya, se ha muerto la abuela!”. La comedia para Monicelli es, pues, más que cuestión genérica, razón de estilo y de posicionamiento moral, y en realidad, no tiene ni por qué ser divertida. Por ello, su forma de rodar siempre se mantuvo en las antípodas del género de la risa, y qué decir del de la lágrima: poco o nada de primeros planos, sino preferiblemente planos enteros o americanos; nada de interpretaciones grandilocuentes, con los típicos Dos de pecho, sino limitación al tono menor. Y por ello, tantas películas suyas son, en efecto, poco divertidas, e incluso algunas acaban siendo tan trágicas, como tantos de sus mayores logros: “La gran guerra”, “I compagni” o “Llegan los bribones”, aunque en esta no se muera nadie…, más que de vergüenza. Evidentemente, la comedia según Monicelli no es, aunque pueda utilizar a veces recursos de ella, la commedia dell’arte, sino la commedia della vita, diferente, pero no tan ajena de lo que a primera vista pudiera parecer, de la comedia de la vida sirkiana que mostraba a Jane Wyman sola, hundida en la pantalla de su televisor, en “Sólo el cielo lo sabe” (1955). En la mirada del cineasta italiano, tanto se imbrica y se confunde la trágica realidad con la mirada irónica sobre esos pícaros descabellados que pueblan su obra, que sus películas debieran constituir un género distinto, del que hasta el momento él sería prácticamente el único asiduo cultivador destacado en toda la historia del cine: la tragicomedia (la cual, en su vertiente más hilarante, también comprendería una “comedia” como “Rufufú”: no por nada, uno de sus “gags” más sorprendentes es el atropello por un tranvía de uno de los bribones). Al lado de la filmografía del italiano, otros intentos, como las famosas y estupendas, aunque algo sobrevaloradas, “El bazar de las sorpresas” (1940) y “El apartamento” (1961), resultan casi inocuos: les pesa demasiado el sentimentalismo, y finalmente, más que tragicomedias, resultan ser cruces de comedia y melodrama.
Tenemos, pues, dos importantes y bien acabadas contribuciones de nuestro hombre a la cinematografía, que por sí solas bastarían para reivindicarlo y recuperarle el prestigio que siempre ha merecido y que, cada vez más, se le ha negado: el cine coral en plano secuencia y la tragicomedia.
Que pese a todo, a Monicelli se le siga considerando equívocamente sólo como director de comedias, debe achacarse también al propio director. Por un lado, lo fue casi en exclusiva durante el bache que atravesó su carrera de 1965 a 1973, donde tan sólo “La armada Brancaleone” y “Brancaleone en las cruzadas” (1970) mantuvieron un excelente nivel. Por otro, él mismo intentó disfrazar de cómicos muchos de sus filmes que no lo eran, seguramente con vistas a la taquilla. Así, continuó trabajando, si bien cada vez más intermitentemente, con muchos de sus actores preferidos, cuya sola presencia ya parecía asignar el film al género: por ejemplo, igual que antes había contado con Totò para “Llegan los bribones”, una especie de oda crepuscular que continuamente congela las sonrisas que suscita (“Risas de alegría” es su título original: más adecuado habría sido empero “Lágrimas de pena”), más tarde contaría con Sordi para diversas películas, entre las que destaca poderosamente “Un burgués pequeño, pequeño” (1977), crónica decididamente negra, sórdida y horrenda a más no poder, donde más vale llorar que reír.
Tras el bache sesentero de Monicelli, su recuperación artística (relativa, pues ya no alcanzaría la gran altura de su época de gloria) viene sellada por su abandono casi definitivo de la comedia fácil (“La mortadela”) y la sátira transparente (“¡Vaya, se ha muerto la abuela!”), a favor de su más afín tragicomedia. En cuanto a su cine coral, que no había llegado a extinguirse del todo (“¡Vaya, se ha muerto la abuela!” y “Queremos los coroneles”, 1973), el director continuaría alternándolo con las historias centradas en dos o tres personajes. “Apasionada” (1974) abre este nuevo capítulo de su obra y, siendo irregular como es, resulta mucho más interesante que la mayoría de las películas que la preceden, pues sabe conjugar con acierto el humor con el sentimiento, la sátira con la crónica social. En esta nueva etapa del director abundantes películas (las mejores de ella, en conjunto) se empadronan en el exclusivo terreno monicelliano de la tragicomedia: no sólo “Apasionada”; también “Viaje con Anita” (1979), “El marqués del Grillo” (1981), “Esperemos que sea mujer” (1986), “El mal oscuro” (1990), “Las rosas del desierto” y, claro está, “Parientes serpientes”, su film más admirable desde los tiempos de la clásica “I compagni”. E incluso existe esa buena película que es “Querido Michele” (1976), uno de los escasos dramas puros del director, así como la magnífica “Un burgués pequeño, pequeño”, que, pese a la presencia de Sordi (o más bien, gracias a ella), resulta tan atroz que ni siquiera se le ajusta el término de tragicomedia, sino que más bien pertenecería a otro género que propondremos en el próximo Tópico: el cine sórdido. La obra más destacada del toscano podría ser descrita por las palabras que Thomas Mann escribió en “Tonio Kröger”: “Aquel poder […] le abrió el alma de los hombres y la suya propia, lo hizo clarividente y le mostró el interior del mundo y todo cuanto se esconde detrás de las palabras y los hechos. Y todo lo que vio fue comicidad y miseria, miseria y comicidad.” Para comprender la tragicomedia según Monicelli, la evolución de su mirada, bastaría con comparar la divertida caída en el escenario de Gina Lollobrigida en la fundacional “Vida de perros” con el repentino accidente mortal de Philippe Noiret en “Esperemos que sea mujer”, cuyo absurdo, acentuado porque el único posible testigo, su hermano discapacitado mental, no se entera del suceso, lejos de provocar la carcajada, deja al espectador pasmado y como desnudo (algo así, por lo inesperado y grave, como el asesinato de la ducha de “Psicosis”). El paso del tiempo parece traer, en la obra de Monicelli, cada vez menos comicidad y más miseria.
Una de las películas que más claramente define la tragicomedia de la ruindad humana que propone el director es la infravalorada “Viaje con Anita”, aparte de ser aquélla donde el equívoco del Monicelli comediante se hace más patente. Para empezar, al inicio los gags son más o menos abundantes, incluido un destrozón accidente múltiple; y para seguir, Monicelli contó con una actriz americana supuestamente cómica, muy en boga en esos años, Goldie Hawn… aunque, desde luego, el adusto Giancarlo Giannini de cómico no tiene nada. Sin embargo, a la media hora, el film da un bandazo inesperado: la pareja viajera recaba (sana) en un hospital y Giannini echa un vistazo a un destartalado pasillo abarrotado de enfermos, algunos de los cuales se adivinan terminales: casi se llega a aspirar el olor de la muerte. La gravedad de tono se adueña inesperadamente de la película, y a partir de ese momento el humor se enrarece y se agosta. Así las cosas, la situación “cómica” subsiguiente del film se constituye por los intentos de Giannini por ocultarle a su ligue guiri, recluido en un hotel, que su padre está agonizando, y a su entristecida familia que no ha viajado con su esposa, sino que está echando una cana al aire; Goldie Hawn pasa de ser una americana impertinente y graciosilla a ser una americana impertinente y malcarada; y Giancarlo Giannini muda de galán atractivo entrado en años a galán patético, agarrotado por su temor a la muerte. En fin, todo se corona con el entierro del padre; pero nadie espere un funeral cómico a la manera de “Totò y los reyes de Roma” (1951), ni un velatorio vagamente melancólico y lleno de lugares comunes sobre la existencia como en “Rufufú”, sino una despiadada muestra de la sordidez de las rivalidades humanas, cuya acritud les impide siquiera respetar un sepelio.
En cierto sentido, lo esencial de la mirada monicelliana se alcanza en la tardía “Parientes serpientes”, donde, con la excusa de una celebración navideña familiar, Monicelli ofrece el análisis más despiadado que imaginar quepa sobre la sociedad actual y los seres que la pueblan, acentuado por elecciones de casting de tipos rematadamente feos (por lo demás, excelentes actores) y por una selección de vestuario abominablemente hortera. Es evidente que el hecho de que el director ya estuviera rozando la ochentena revierte en un mayor distanciamiento del ambiente retratado, pero también es cierto que la demolición se hace necesaria en semejante sociedad, donde el narcisismo, la autolástima más que la autoestima, un aplatanante mal gusto y un deleznable egoísmo hacen estragos; una sociedad que si en 1992 en Italia era seguramente así, pero quizá podía parecer en España demasiado caricaturesca, hoy ya resulta imposible de disimular en nuestro país: no por nada, esos veinte años de ventaja que el país transalpino nos llevaba en el despegue económico siguen marcando cierta distancia. De cualquier forma, “Parientes serpientes” se constituye como un escalofriante reflejo de muchos hogares, no sólo italianos, también españoles o europeos; un ajuste de cuentas de su director con la institución familiar, de calidad muy superior a otros intentos suyos, lo mismo anteriores (“¡Vaya, se ha muerto la abuela!”) que posteriores (“Paños sucios”, 1999).
Asistir a la celebración navideña de esta familia formada por el matrimonio de los abuelos, cuatro hijos maduritos, tres consortes y dos nietos es una de las experiencias más bochornosas que ha ofrecido el cine: todos sus miembros están bien satisfechos de su mediocridad (sólo faltaba que alguna de las hijas se hubiera calificado como “miembra”); todos se creen el ombligo del mundo, superiores a las otras familias del “mundo mundial”, y desprecian veladamente a los demás (especialmente, a la nuera y yernos); sus más selectas muestras de cariño consisten en improvisar canciones a su mamma gritando y desentonando patéticamente a más no poder; sus diversiones, en hacer bailar al hermano soltero, ya entrado en años, un numerito que montaba de pequeño, de esos típicos de horrible programa de cargantes niños prodigio. No hay duda. En “Parientes serpientes” ya no hay lugar para la risa: la ha desbancado la vergüenza ajena.
Pero Monicelli no sólo ataca el pésimo gusto del italiano medio, sino también las supersticiones que todavía lo dominan y su egoísmo avasallador, el cual, con la notable excepción de “Un héroe de nuestro tiempo”, no se desplegaba tan sin sonrojo en décadas anteriores (las de la guerra, las de la miseria de la posguerra)…, quizás porque entonces simplemente se confundía con el afán de supervivencia. La puesta en evidencia de la superstición se concreta en la secuencia, de vagos ecos fellinianos, de la misa de gallo, a la que todos los pueblerinos van de punta en blanco, casi como quien acude a una recepción oficial, o mejor, papal; secuencia que culmina con todos ellos, en puro alarde de hipocresía, besando los pies de la figurita del niño Jesús. O también, en ese otro instante, decididamente mágico, en que, al paso de la procesión, los hijos, carnales y políticos, besan respetuosos las manos de los padres; un rito retratado por Monicelli desde el exterior, mientras la nieve cae frente a la ventana, casi como si esa rancia familia italiana se exhibiera en el escaparate de un anticuario, o simplemente, se hubiera conservado desde tiempo inmemorial encapsulada en una urna. Ese signo de respeto ancestral se verá contradicho, ya hacia el final, por una impúdica exhibición de la siguiente tara del italiano medio (cabe decir, del ser humano), su egoísmo atroz, cuando la cámara recorra los rostros calculadores de hijos, nuera y yernos rumiando una “solución” al problema de quién se hace cargo de los “adorados” padres; y ese raro momento de poesía (amarga) en el cine de Monicelli, el de las reverencias a los padres, acabará demolido cuando, subsiguientemente, la prole les regale a los viejos la estufa fatídica, con las caras largas y el paso quedo como si asistieran a un funeral.
Aunque aún vivió dieciocho años más, no es de extrañar que Monicelli se despidiera del mundo suicidándose: llegado el momento final, no hay mejor muestra de desprecio a una sociedad aberrante y monstruosa.
Continuará.