El patrullero de la Filmo: «Poderoso Aldrich»


Por Don Quiterio

 

    Supongo que la mayoría de los cinéfilos serán capaces de situar, en una sesión, en un familiar, en un amigo, o en una película, el momento en que despertaron al cine.

    Yo, al menos, sí lo soy, y no porque me haya empeñado en recordar, que también, sino porque el recuerdo nunca me ha abandonado. La película que me descubrió que el cine podía provocar emociones desconocidas se llama “Apache” (1954). Podría haber sido cualquier otra, más mítica, más brillante, con más glamour, pero eso, como sucede con tu equipo de fútbol, no se elige, lo tienes y punto. Ahora esta película se programa en la Filmoteca de Zaragoza en una retrospectiva dedicada al director estadounidense, nacido en Evanston, Robert Aldrich (1918-1983).

    Se trata de un western basado en una novela de Paul Wellman y el tercer largometraje de Aldrich, un cineasta que, con los años, se convertiría en un nombre importante para el cine del Oeste americano (y, también, del policiaco y el bélico), aunque en este caso los condicionantes de género, que sin duda los tiene, cedan peso en beneficio del aliento dramático y de denuncia que la película posee, ya que se trata de uno de los primeros filmes que reivindican la figura del indio y deploran el exterminio y la discriminación de que es objeto. Protagonizado por el indio Massai (un sorprendente Burt Lancaster), narra su intento de incorporarse a la civilización de los blancos, el conflicto dramático que deriva de ello y su fracaso final. Esta interesante película, magníficamente fotografiada por Ernest Laszlo (uno de los grandes y habitual colaborador del director), y con evidentes intenciones de alegato contra la segregación racial si tenemos en cuenta su fecha de realización, supone la revelación de Aldrich ante la crítica y público internacionales, por su manera de abordar la hasta entonces monolítica figura del piel roja en los westerns.



   Los westerns de Aldrich revelan, al mismo tiempo, un sentido del humor envidiable en los dinámicos desarrollos de sus tramas. En “Veracruz” (1954), según una historia de Borden Chase, dos aventureros yanquis (Gary Cooper y Burt Lancaster) se alían por distintos motivos con los rebeldes mejicanos en lucha por su independencia, y se ven alterados por la irrupción de una bella mujer, una Sara Montiel que en nada desentona en el reparto. Con “El último atardecer” (1961), basada en la novela de Howard Rigsby, realiza un intenso y violento cruce entre western y tragedia griega en la piel de un pistolero atormentado (Kirk Douglas) que entabla, sin saberlo, relaciones con su propia hija, a través de un inmenso guión del siempre inteligente Dalton Trumbo que engrandece el superficial esquema del original literario. “Cuatro tíos de Texas” (1963) es una suerte de western paródico para el lucimiento del clan Sinatra, cuyo argumento se diluye entre bromas, descomunales peleas y complicidades entre los personajes. Narrado igualmente en tono de comedia, “El rabino y el pistolero” (1978) es otro simpático filme, aunque algo desilvanado y torpe, acerca de un rabino y un ladrón de bancos que emprenden viaje hacia el lejano Oeste en plena fiebre del oro. Más interés ofrece “La venganza de Ulzana” (1972), un western seco, naturalista y metafórico, en torno a una patrulla en persecución de un indio apache, responsable de una matanza, que huye de la reserva con varios hombres de su raza.

     Licenciado en Ciencias Económicas por la Universidad de Virginia, Robert Aldrich establece allí sus primeros contactos con el mundo del espectáculo. En 1941 se instala en Hollywood, donde entra a formar parte de la RKO en diferentes funciones de producción. En esta tarea participa en filmes de Michael Kanin, Willis Goldbeck, Robert Parrish, Frank Tashlin, Allen Miner o Lee Katzin. Pero donde realmente aprende el oficio de cineasta es en su trabajo de ayudante de dirección para realizadores tan singulares como Leslie Fenton, Mervyn LeRoy, Jean Renoir, William Wellman, Fred Zinnemann, Lewis Milestone, Albert Lewin, Robert Rossen, Richard Fleischer, Abraham Polonsky, Richard Wallace, Ted Tetzlaff, Irving Reis, Charles Lamont, Joseph Losey (con quien también participa como actor en “The big night”) o Charles Chaplin (“Candilejas”). Diez años trabaja como ayudante y tiene la suerte de colaborar y aprender con los más grandes.

   En 1953 se inicia como realizador, para la cadena de televisión NBC, con la serie “The doctor”, a la que siguen “Schilitz Playhouse”, “Author’s Playhouse” o “Four star theatre”. Ese mismo año, la Metro-Goldwyn-Mayer le da la ocasión de dirigir su primer filme como director, “The big Leaguer”, un documental de argumento sobre la pelota base. Al año siguiente, confirma su reputación de director rápido e inventivo con la película de aventuras “World for Ransom”, realizada en sólo once días, en torno a un científico nuclear raptado en Singapur.

    De estilo potente, retorcido y glacial, seguro de sí mismo, algo teatral, las ideas de Aldrich, siempre generosas, quedan particularmente bien expuestas en el terreno del cine negro. El cineasta utiliza este género para reflexionar sobre los peligros de los nuevos salvadores, autoproclamados jueces y verdugos, que surgen y crecen sobre la base del miedo social, y deja claro el peligro que suponen estos personajes en “El beso mortal” (1955), sobre la novela del discutible Mickey Spillane, donde el violento detective Mike Hammer (estupendo Ralph Meeker) se ve envuelto en un turbio asunto criminal que acabará remitiendo al peligro nuclear. El protagonista, al contrario que el mediocre original litarario, no es mostrado como un héroe, sino como un ignorante que desencadena una catástrofe con su heroica irresponsabilidad. Dos años después, el jefe de la Columbia, Harry Cohn, expulsa a Aldrich del rodaje de “Bestias de la ciudad” cinco días antes de que quedara concluido y dos semanas antes de que se llegara a término el montaje, por lo que poco puede aportar al filme, inspirado en un artículo de Lester Velie, el director definitivamente titular, el anodino Vincent Sherman, sobre las conexiones entre gangsterismo y sindicato con respecto al negocio de la confección.



    Es en el policiaco, en efecto, donde el cineasta se mueve como pez en el agua. Estas películas apasionan no tanto por su mensaje como por su ritmo, su poesía y su manera de materializar el vértigo. En “La banda de los Grissom” (1971), Aldrich retoma al más puro y brutal género negro al narrar una dulce y patética historia de amor en un contexto de la década de 1930 de asfixiante violencia y sordidez, visualmente logrado hasta la exasperación, y trasciende la esquemática primera novela de James Hadley Chase –“No orchids for miss Blandish”- para provocar en el espectador esa inquietud por el plano siguiente. La tensión y la angustia, efectivamente, invaden al espectador desde el primer momento, con una cámara helada y deshumanizada, fijada en ciudades barroquizadas con planos cortos y bruscos, lo que desemboca en un ritmo tremendo, nervioso y enérgico. Incluso en la menos lograda “La patrulla de los inmorales” (1977), Aldrich remata una crítica a ciertos estamentos del poder, en la que el juego, la bebida y el sexo son los desencandenantes de una trama inspirada en las memorias del expolicía Joseph Wambaugh, autor de otras obras llevadas a la pantalla como “Los nuevos centuriones” o la serie televisiva “El hombre de azul”.

     Descubierto por la crítica francesa como un realizador de enorme habilidad –en la mítica revista “Cahiers du cinèma”-, Aldrich refleja en su filmografía una postura crítica, con protagonistas que alcanzan dimensiones heroicas, y con un estilo narrativo vigoroso, no exento de grandilocuencia. Sus películas de acción bélica son espectáculos de trasfondo amargo, de una limpieza narrativa y visual tan notables que hasta los recovecos ideológicos de sus moralejas no parecen tales. Y lo hace, además, con la fuerza de la naturaleza, la influencia del paisaje, la tierra como motor verdadero de los comportamientos, de los sentimientos, de los giros de la vida, a veces de los volantazos de la trayectoria existencial, para reflexionar en “Ataque” (1956) sobre la sordidez y el absurdo de la guerra, a través de la obra original de Norman Brooks que nos introduce en la incursión, en la Bélgica de 1944, de una división americana al mando de un capitán cobarde. En 1959 realiza “Diez segundos al infierno”, producida extrañamente por la británica Hammer –entonces en sus inicios como experta en cine fantástico-, y “Traición en Atenas”, dos títulos malditos ubicados en la Segunda Guerra Mundial e inspirados, respectivamente, en los relatos de Lawrence Bacharann y Leon Uris.

     En “Doce del patíbulo” (1967), basada en la magnífica novela homónima de E.M. Nathanson, Aldrich trasciende las hazañas bélicas en todo un espectáculo sobre un mayor (Lee Marvin) al mando de una docena de condenados a muerte para llevar a cabo una operación suicida contra una fortaleza nazi. Más modesto es el modelo de “Comando en el mar de China” (1970), que alcanza, no obstante, cotas notables de angustia y tensión hacia la parte final, cuando una patrulla británica intenta destruir las transmisiones japonesas un año después del desastre de Pearl Harbour. O esa excelente fábula antimilitarista de 1976 titulada “Alerta: ¡misiles!”, basada en la inteligente novela de Walter Wager “Viper Three”, en torno a un oficial del ejército americano que se apodera de un centro de lanzamiento de misiles nucleares y exige al gobierno que haga públicos sus planes respecto a Vietnam.

    “Soy contrario a la idea de un destino trágico del hombre”, escribe Aldrich en sus memorias. “Pinto caracteres heroicos y cada hombre debe actuar aunque se sienta destrozado. El sacrificio voluntario es el colmo de la integridad moral. El suicidio es un gesto de rebelión: hay que pagar el precio de la lucha. El mostrar personajes despreciables sin matizarlos me repugna. No es que se trate de encontrarles excusas, es cuestión de explicaciones. Siento una debilidad por el lenguaje florido. Pero en los ensayos, al darme cuenta de lo que puede tener de exagerado, procuro humanizarlo. En mis películas nunca se ha descrito el amor con mayúscula. Es la base de la vida, del hombre, pero el afecto que éste pueda sentir por un modo de vida, o por una causa, acaso sea más duradero que el afecto por una mujer”.

    Y de todo esto, y mucho más, nos habla en “El gran cuchillo” (1955), sobre un guión de James Poe (ese gran poeta) a partir de la pieza homónima de Clifford Odets, una cínica visión del mundo de Hollywood, de sus manejos, compromisos e hipocresías, alrededor de una estrella de moda (Ida Lupina) destruida por los intereses de sus representante (Jac Palance), que Aldrich realiza con gran libertad –no en balde participa de la producción-, declarando haberse inspirado al configurar el retrato del odioso productor en tres importantes personalidades de la meca hollywoodense: Louis Mayer, Jack Warner y Harry Cohn, quienes, cada uno a su manera, no tardarán en vengarse del cineasta…

    Y, también, en “Hojas de otoño” (1956), un melodrama donde aflora ostentosamente el idealismo, una de las recónditas pero tenaces características de Aldrich. Y en “¿Qué fue de baby Jane?” (1962), basada en la novela de Henry Farrell, otro ejemplar melodrama granguiñolesco, aunque de excesivo gusto por el sensacionalismo morboso, de considerable crueldad y espesa solidez, con dos actrices (Bette Davis y Joan Crawford) rivales desde su triunfal juventud, convertidas en dos viejas solteronas que viven juntas, cuya historia es también la historia de dos almas que concilian sus propias soledades porque están condenadas a encontrarse. Y en “Canción de cuna para un cadáver” (1964), revisitación del universo del título anterior, otra vez sobre una historia de Henry Farrell y otra vez con Bette Davis de protagonista, que destaca tanto por su atmósfera inquietante como por su peculiar reparto de secundarios. Y en “El asesinato de la hermana George” (1968), inspirada en la pieza teatral de Frank Marcus sobre la crisis que se cierne en torno a una pareja de lesbianas. Y en “La leyenda de Lylah Clare” (1969), basada en una obra televisiva de Robert Thom y Edwar DeBlasio, donde Aldrich arremete con sorna contra los entresijos de la industria de Hollywood en una abierta estructura melodramática que alude, acaso, a las relaciones entre Joseph Von Sternberg y Marlene Dietrich…

    Aldrich, en fin, se impone rápidamente como un maestro del ritmo, en virtud de su gusto por las escenas brutales y las acciones violentas, con un estilo nervioso y, a veces, desmedido, y una constante y frenética oscilación entre lo trágico y lo irónico, aunque matizado siempre por una cierta lúcida amargura. En su obra se cuentan filmes significativos por su espíritu independiente y polémico, con problemática moral, a la manera de un Richard Brooks o un Nicholas Ray. Y lo hace como un “todoterreno”: igual te filma sorprendentes películas policiacas como “thrillers” de espionaje, películas de acción bélica como del lejano Oeste, dramas, comedias, cine de aventuras, género histórico. Ahí tenemos, para corroborarlo, “Sodoma y Gomorra” (1962), un “peplum” adecuadamente truculento y perversamente melodramático que tiene su clímax en el legendario castigo bíblico sobre las ciudades del título, realizado en colaboración con el italiano Sergio Leone –sí, el de los “spaghetti-westerns”- y con una fantástica partitura del gran Miklos Rozsa, habitual colaborador del cineasta. O el drama inspirado en la novela de Elleston Trevor “El vuelo del Fénix” (1965), a partir de un esquema clásico dentro de las situaciones límite. O el cruel y duro duelo entre un diestro vagabundo y un sádico revisor de tren en “El emperador del norte” (1973). O las ya gratuitas e intrascendentes “Rompehuesos” (1974), “Destino fatal” (1976) y “Chicas con gancho” (1981).

    Entre los nombres clásicos del cine norteamericano (Ford, Mann, Huston, Hawks), Robert Aldrich quizá sea el cineasta al que más cueste adjudicar el sello de autor por su decidida caracterización de artesano al servicio de la industria (al igual que sucede con los Sturges, Siegel, Fleischer, De Toth, Hathaway, Wyler, Wellman), aunque lo cierto es que su poderosa mirada hace que, en sus manos, los géneros resulten distintos y en todo momento estén contemplados desde el prisma de la acción, con unos protagonistas, tanto masculinos como femeninos, empeñados en actuar por encima de todo, ya sea el Gary Cooper de “Veracruz”, la Ida Lupino de “El gran cuchillo”, el Jack Palance de “Ataque”, el Kirk Douglas de “El último atardecer”, la Anouk Aimée de “Sodoma y Gomorra”, la Joan Crawford de “¿Qué fue de baby Jane?”, el Frank Sinatra de “Cuatro tíos de Texas”, la Bette Davis de “Canción de cuna para un cadáver”, el James Stewart de “El vuelo del Fénix”, el Lee Marvin de “Doce del patíbulo”, la Kim Novak de “La leyenda de Lylah Clare” o el Charles Durning de “La patrulla de los inmorales”.

    Con una atmósfera agobiante –calor, sudor, moscas, violencia, intoxicación etílica permanente-, Aldrich trasciende en sus películas mayores el mero relato de una aventura en los infiernos y la recreación del paisaje social para erigir unas fábulas existenciales sobre la condición humana. El cineasta, en efecto, nos ofrece una galería de personajes atractivos, arrogantes, dignos, turbios, mordaces, amargos, bordes, individualistas, torturados, complejos y sombríos, y nos habla con lenguaje y sentimiento imperecedero de las personas y las cosas, la esencia del cine, la gente fronteriza, seres atrapados y en caída libre, aquellos cuyo camino jamás fue protegido por una estrella, de sí mismo. Y aunque a veces sus historias corren el peligro de desviarse hacia el terreno de los clichés, al final terminan enganchando gracias a la atmósfera que retrata y a la atmósfera que inspira.

    El cineasta construye, en última instancia, unos ambientes asfixiantes y opresivos que son capaces de devorar a los propios personajes y el salto al vacío que propone no se mitiga ni con la fuerza irremediable de lo ignoto. Poderoso Aldrich.

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