Fernando o la elegancia / Julio José Ordovás


Por Julio José Ordovás

   Regresa Fernando Sanmartín de pasar un mes en Venecia, donde ha estado persiguiendo metáforas con la misma concupiscencia…

…con la que Nabokov perseguía mariposas por las laderas suizas, y en sus ojos de chico que nunca ha roto un plato brillan todavía los rescoldos del embeleso que provoca la Serenísima.

   Tengo que preguntarle, cuando quedemos a tomar un Aperol, si ha vuelto a dejar una botella de Chianti en la tumba de Brodsky, como hacía cuando visitaba con su hijo Jorge el cementerio de la isla de San Michele para rendir homenaje a aquel poeta ruso al que, como a tantos otros, Venecia le robó el alma.

   Fernando es el escritor más elegante que conozco. En su caso, la elegancia es tanto un atributo estético y un valor literario como una cualidad moral. En Zaragoza la cosa de la literatura va por barrios y Fernando es el poeta de Ruiseñores como Ayuso es el titiritero del Gancho y Notivol el biógrafo de Montemolín. No hay aquí nadie tan cosmopolita como él y pocos que amen y sientan nuestra ciudad como él la ama y la siente.

   Fernando nos ha enseñado a mirar Zaragoza con los ojos limpios de tópicos y a escribirla, pintarla y fotografiarla como se acaricia un cuerpo no por conocido menos excitante. También nos ha enseñado a contemplar el mundo desde Zaragoza, sin complejos, y a contemplar Zaragoza desde cualquier ciudad del mundo.

   En el pasillo de su casa tiene un foco de un barco ballenero de bandera noruega, como sacado de una novela de Julio Verne. La luz de ese foco, que es una luz puramente literaria, ilumina la ciudad en las noches de niebla, cuando el Canal Imperial se transforma en un canal veneciano y Fernando, evitando la niebla, escribe: “Necesito que no me abandone lo lejano”.

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