Por José Luís Bermejo Latre
Profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza
Sin necesidad de apelar a los datos, aunque bien procesados arrojarían una información más elocuente y aprovechable de la que normalmente se maneja, parece incuestionable…
…que el mercado de vivienda en España padece una crisis aguda. Hay una escasez de unidades disponibles, una distribución desequilibrada de las mismas en el territorio y, en todo caso, los precios de venta y de alquiler son excesivos en términos relativos, lo que dificulta el acceso y disfrute de un bien de primera necesidad tan esencial como este.
Tradicionalmente, las políticas públicas dirigidas a solucionar esta escasez han pivotado sobre una prácticamente una sola técnica: el fomento gubernamental de la construcción de vivienda protegida. Otros instrumentos han incidido, voluntaria o inadvertidamente, sobre la cuestión: el engrase del mercado hipotecario, la regulación expansiva –pero siempre fallida- del suelo urbanizable, la intervención en los precios de los alquileres (ahora de renovada actualidad), la satanización de la vivienda turística…
Aunque todas esas medidas -y muchas otras que las acompañan- pueden tener cierto sentido y relativa utilidad, se observa que suelen ser intempestivas o tardías, raramente procíclicas, escasamente ponderadas entre sí y normalmente descoordinadas. En cualquier caso, se trata de medidas basadas en una premisa bien intencionada pero errónea, populista y ajena a la realidad esencial de la vivienda, que no es el objeto de un derecho sino un bien de mercado. Literalmente, la Constitución cifra el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada en un mandato a los poderes públicos para que intervengan y regulen el uso del suelo en el sentido de impedir la especulación. Centrar únicamente todos los esfuerzos políticos en la finalidad de la disposición, al tiempo que se canoniza el prometedor principio que la sustenta, es justamente lo que viene frustrando las aspiraciones de una sociedad renuente ante una realidad superior. Esta realidad no fabricada, no dogmática pero inexorable, es que para acceder a una vivienda es preciso que ésta exista previamente y que, por ello, la vivienda es un artificio que necesita de insumos cuyos costes afectan al precio del producto final (suelo, trabajo intelectual y manual, maquinaria y materiales de obra). De cómo se contemplen y se regulen todos y cada uno de esos factores depende también el mercado de la vivienda, y no solo de los mecanismos de distribución de rentas entre contribuyentes y beneficiarios de ayudas, o entre propietarios e inquilinos. No obstante, los citados mecanismos de reparto de derechos y obligaciones fiscales y subvencionales, y también arrendaticias, importan mucho a la hora de diseñar y obtener un sistema justo, eficaz y eficiente de acceso a la vivienda.
Una legislación de alquileres excesivamente intervencionista o demasiado escorada del lado de una de las partes intervinientes en los contratos puede ser destructiva, por exceso o por defecto. La duración de los plazos, el régimen de prórrogas y actualizaciones de rentas, la responsabilidad sobre unos u otros gastos y la arquitectura del sistema de resolución de conflictos afecta incuestionablemente a la cantidad y calidad de vivienda disponible en alquiler, pero raramente se invocan estas causas cuando se analizan las disfunciones, o se invocan en sentido opuesto al que dicta la razón. Tal es el caso de la semicongelación de las rentas de alquiler desde la pandemia (teóricamente transitoria): los inquilinos vulnerables que ya están alquilados disfrutan de la calidez de esta medida, pero los entrantes se topan con enormes problemas para alquilarse, siendo preferibles para los arrendadores los inquilinos con menos riesgo de incurrir en la protectora vulnerabilidad: los que acrediten mejores y mayores garantías (empleo fijo, remuneración bastante, ausencia de desdendencia de corta edad…). Está demostrado empíricamente que los recientes cambios regulatorios han acabado perjudicando a los más débiles, a quienes se pretendía favorecer. Lo mismo sucede con la regulación de las rentas, que se ha correspondido con la evolución del mercado en sentido expansivo (cuando se ha relajado) y contractivo (cuando se ha endurecido): basta echar la vista atrás y observar las relaciones entre los ensanches de las capitales entre 1848 y 1920, gracias a una consagración de la libertad de pactos que afluyó inversiones para la construcción destinada a alquiler, hasta que el decreto Bugallal de 1920 estableció una prórroga forzosa de los alquileres -inicialmente transitoria- en poblaciones de más de 20.000 habitantes, mantenida hasta el decreto Boyer de 1985, que liberalizó las rentas. Las fincas con pisos de “renta antigua” fueron una ruina en sentido figurado pero también en el literal, porque los propietarios de los inmuebles les resultaba antieconómico rehabilitarlos: cuando la inversión en vivienda destinada al alquiler obtiene una baja rentabilidad, los agentes abandonan el sector en busca de mejores oportunidades.
No obstante, sigue siendo imprescindible analizar estos movimientos en la legislación de arrendamientos en el contexto de las sucesivas coyunturas económicas nacionales e internacionales, y contemplando también los movimientos paralelos en una legislación civil (hipotecaria, de propiedad horizontal) y administrativa (de urbanismo y de vivienda protegida) que reorientó el mercado hacia la producción de vivienda destinada a venta a pequeños propietarios.
Por otro lado, la legislación tributaria en materia de vivienda atiende a propósitos a veces alejados o a veces inversos a los deseables. Por ejemplo, últimamente se aboga por la imposición de una fiscalidad dirigida a la desamortización de la vivienda vacía, con la pretensión de aumentar la disponibilidad de la misma. Dejando aparte las dificultades prácticas de articular una operación como esta, dada la evanescencia del concepto de “vivienda infraocupada”, lo cierto es que un impuesto de esta naturaleza está más próximo a la coerción que al incentivo, y que la capacidad de carga tributaria de la sociedad española se acerca peligrosamente a sus umbrales límite. Sin embargo, se deja de transitar por otras vías tributarias, cuando no directamente de explorarlas. Por ejemplo, se habla poco de que el impuesto sobre la propiedad (IBI) es relativamente bajo, ridículo en todo caso comparado con los que gravan la venta (IVA, ITP), lo que resulta en la congelación de la tenencia. España abarata fiscalmente mantener una vivienda incluso infrautilizada, y encarece venderla, mientras que Estados Unidos, con un régimen completamente inverso, potencia los intercambios, agiliza el mercado. El resultado es que en Estados Unidos la gente cambia de casa cada 7 años, mientras que en Madrid lo hace cada 30 y, en Barcelona, cada 48 años. Mientras tanto, toda la inteligencia fiscal se aplica a la corrección del mercado de vivienda mediante desgravaciones y bonificaciones, ora del alquiler, ora de la compra (reforma Borrell de 1995 propiciando el alquiler, contrarreforma de Aznar de 1998 privilegiando la adquisición, y así sucesivamente).
En definitiva, se quiere advertir aquí de las consecuencias de imponer reglas impulsivas, reactivas, monofocales y desconectadas: a pesar de sus mejores intenciones, las políticas públicas y sus vehículos (las leyes), vienen generando escasez de vivienda en lugar de la abundancia pretendida. Aumentar la oferta de vivienda disponible no solo se consigue construyendo o subsidiándola, ni siquiera gravándola o desgravándola. Para hacer efectivo el pretendido derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada que pomposamente proclama la Constitución, las autoridades deben hacer más cosas que solo “regular la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación”: deben interiorizar otro mandato más abstracto y exigente, pero también más eficaz y en todo caso recogido en el mismo artículo, cual es el de “promover las condiciones necesarias y establecer las normas pertinentes”. El pensamiento lateral y la lógica difusa pueden ayudar a superar los esquemas tradicionales que gobiernan nuestro disfuncional mercado de vivienda.