Almodóvar


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano  

  Para (casi) todos los críticos cinematográficos que pululan por la geografía española, Pedro Almodóvar es “el primer nombre de la historia de nuestro cine” y uno de “los grandes de la cinematografía mundial”.

     Y “empalidecer a una de las estrellas que parpadean en el firmamento español es un ejercicio de envidia altamente deleznable”. Pero, maldita sea, no se trata de erosionar y malherir a la entera figura de Almodóvar o de quien sea. Ni de ser cicateros. Ni cainitas. Ni envidiosos. No es eso, no es eso. A Mariano Ozores, pongo por caso, le dieron los honores del Goya y eso no significa que sea el Preston Sturges patrio. A Fernando Esteso, otro que tal, le concedieron el Simón honorífico y tampoco parece que sea el Nino Manfredi aragonés. Ya decía Alfonso Zapater (¿alguien se acuerda de él?) que no le gustaba nada que hiciera de pueblerino el zaragozano para, en el fondo, ridiculizar nuestro temperamento. Pero al grano, que me voy de madre.

   Acaba de estrenar Almodóvar en los cines comerciales su último artefacto, un paso más hacia la aldultez y el adulterio del director manchego, rodado íntegramente en la lengua de Shakespeare, su primer largometraje con fondo neoyorquino. ‘La habitación de al lado’ lo llama, y a uno se le queda cara de tonto. La película, repleta de situaciones dramáticamente estáticas, adapta la novela ‘Cuál es tu tormento’, escrita por Sigrid Nunez, y habla de una amistad femenina, y quizás algo más, la enfermedad terminal y la eutanasia. Pero todo resulta artificial, impostado, empezando por dos actrices de prestigio, meras estatuas con diálogos sermoneadores, entre retóricos y teatrales, más portavoces de ideas que de sentimientos: Tilda Swinton, como una antigua corresponsal de guerra con la enfermedad sin remedio de un cáncer de cérvix, y Julianne Moore, en el papel de una escritora de éxito que se limita a firmar libros en una librería cuqui. Dos mujeres, rodeadas de belleza, que se enfrentan a la muerte con la dignidad y la determinación de quererse. La primera ha aprendido a aceptarla, impregnada de sus tules negros, y la otra la observa con terror, pensándola desde la ficción, como si la literatura pudiera retrasar su experiencia. La hora de la muerte y la hora del auxilio.

   Y luego está el juego con la obra de Edward Hopper que cuelga de una pared de la casa y que da el tono de algunas escenas, con las butacas y paisajes correspondientes. ¿Y la manera de hablar todos en voz baja, con pausas estudiadas? ¿Y los frailes carmelitas enfangados en sus apetitos sexuales? ¿Y el amante que las dos protagonistas compartieron en sus vidas pretéritas, interpretado por un cargante John Tuturro -alter ego de Almodóvar- en sus disquisiciones sobre la bondad y la maldad? Por no hablar, claro, de la referencia al ‘Dublineses’ del gran John Huston (y James Joyce), o sea, la nieve como melancolía, esa nieve lenta, brillante y extrañamente conmovedora sobre los rascacielos de la ciudad o sobre los árboles de la naturaleza. Dos veteranas amigas alejadas del mundanal ruido, que no se ven en mucho tiempo, ahora suspirando mientras ven nevar. O los innecesarios por convencionales flashbacks de naturaleza explicativa que no terminan de encontrar un acomodo orgánico en el armazón dramático del filme. El Almodóvar de la supuesta madurez, la probable sutileza, la melancólica serenidad. El Almodóvar contenido y edulcorado de la cita culta: Keaton, Dreyer, Cukor, Rossellini, Thoreau, Faulkner, Hemingway, Dora Carrington…

   Puro formalismo autocomplaciente. Pura nadería. Porque ya puestos a citar cultismos, solo nos queda, como regalo del arriba firmante, invitar a dar a ‘La habitación de al lado’ el sentido que le da san Agustín, en su cuarta carta: “La muerte no es nada, solo he pasado a la habitación de al lado. Y soy yo, vosotros sois vosotros. Lo que somos unos para los otros seguimos siéndolo”. Y en ese mismo sentido se expresa el filósofo francés Charles Peguy: “La muerte no es nada. Simplemente el pase a la habitación de al lado. Yo soy yo, ustedes son ustedes. Lo que fui para ustedes lo seguiré siendo siempre”. El filme tiene pretensiones, sí, y el misterio reside en saber cuáles. Al final del metraje, maldita sea, uno sigue esperando a Godot. Y puestos a no ir a ningún sitio, esta película es el mejor viaje.

   Un cineasta, a mi modo de ver, decididamente sobrevalorado, menor, de grandes limitaciones y estilo patatoide. E intentaré argumentarlo. Porque tanto los elogios como las críticas deben estar argumentados. La crítica no es una opinión, es un juicio. La opinión es indiscutible, es un derecho. Pero un juicio es otra cosa. Exige un conocimiento de lo que se está hablando. No puedes enjuiciar a un artista sin saber lo que está haciendo. Si un cineasta se pasa años luchando contra un filme, rodando la mejor película posible, tú no puedes llegar y echar por tierra ese trabajo con una simple opinión. No. Tienes el deber de argumentarlo. El prefijo más hermoso que tenemos es ‘dis’: discurso, discutir, discurrir, discrepar. Eso es lo fundamental para la crítica.

  ‘La habitación de al lado’ es un producto –otro- realizado más para satisfacer el ego del realizador que para hacer más sólida su creación, con estructuras narrativas que, como siempre, rompen la fluidez del conjunto. Y todo para hablar del manido perdón, de la necesidad de comprensión del otro, de cómo curar heridas muy dolorosas. Si lo que quería hacer Almodóvar es un retrato digno de los melodramas clásicos americanos, o así, el tiro le sale por la culata, aunque dispare en todas direcciones. Y sin una gota de humor. Drama seco, a lo Bergman, pero en plan folletín. Y con la deriva política de fondo, la denuncia del cambio climático, el horror ante la guerra y las malas prácticas del neoliberalismo, que hay que estar con los tiempos, o sea. Con los años, ya ven, Almodóvar se ha ido agriando, ensombreciendo. Un estilo depurado, austero, o así, que Almodóvar lleva practicando desde ‘Julieta’ (2016). Lo agrio y lo sombrío como nuevas marcas del narciso. La fiesta acabó en una larga resaca a la que ahora no sabemos cómo engañar.

    Cela, cuando era dominado por el narcisismo, rezaba a san Policromio de Catania, el santo pájaro que, movido por el aura de su modestia, volaba por encima de los tejados. La soberbia, de origen jesuítico, sigue siendo, junto a la envidia, la pasión nacional. Y no hay más que quedarse con la copla para entender la vanidad de ciertos cineastas, de ciertos físicos, de ciertos matemáticos, de ciertos químicos, de ciertos decoradores, de ciertos músicos, de ciertos escribas, de ciertos fotógrafos, de ciertos cocineros, de ciertos periodistas, de ciertos pintores, de ciertos arquitectos, de ciertos historiadores, de ciertos políticos. Acaso sean la soberbia y la vanidad los motores propulsores de un hombre llamado Pedro Almodóvar. Del mismo modo que hay veces que el tiempo pone las cosas en su sitio, a otras las cambia de lugar. Desde una perspectiva psicoanalítica, a ‘La habitación de al lado’ le correspondería, dicen sus heraldos y jaleadores, un lugar privilegiado en el olimpo de los dioses. No podían dejar de faltar las loas y alharacas que son parte fundamental de la impostura en la que nos movemos. Sin embargo, es imposible acercarse a esta película de Almodóvar, y al resto de su cine, sin reflexionar sobre tales despropósitos.

    Quien no conozca a fondo el mal cine, no sabe muy bien cuál es el bueno. Los grandes cinéfilos y críticos “lo han visto todo”. Quiero decir que han –hemos- visto con atención buen y mal cine de todos los géneros: en el área del drama, de la comedia, de la tragicomedia, del suspense, de la ficción científica, del wéstern, del péplum, del policiaco, del terror, del ensayo, del documental… El celuloide de Almodóvar, que insiste en sus habituales abusos de forma, sin lograr el menor equilibrio entre lo que cuenta y cómo lo cuenta, es cine malo. Su obra es tan falsa que deviene en puro trampantojo. Son, para qué engañarnos, naderías envueltas en colorines. Pedro Almodóvar, al parecer, ya no quiere ser el mismo tipo extrovertido y excéntrico que agitase la llamada ‘movida madrileña’. Desde ‘Todo sobre mi madre’, a finalísimos del siglo veinte, el director circula por unas carreteras en las que sus gestos y tics se funden con universos más oscuros e intrincados. Pero todo resulta banal y folletinesco, pretencioso e intrascendente. El cine de Almodóvar, en efecto, es relamido e impostado, enfático y artificioso, hinchado y falsamente artístico, inútilmente retorcido y cansino. Y siempre con anhelos de pretenciosidad y una falsaria búsqueda de la pureza narrativa.

   Está claro que una buena película es aquella que la inicias con expectación y la terminas con satisfacción. Los melodramas de Almodóvar, empero, alternan momentos de desmelene pasional con otros con la fuerza de una gaseosa abierta ayer. Hay más disfraz que sentimiento, más entrega en los tejidos que en la piel. Como canto al vacío, su cine puede que no esté del todo mal. Porque sus películas no hay modo de encontrarles un asa por las que agarrarlas. Todo es fofo y con la misma largura dramática que el rabillo de una boina. Su filmografía, en fin, es toda ella una verbena de inanidades que producen sonrojo.

    Entre carnes trémulas, líricos parloteos con ella, educaciones sin consistencia, recovecos del alma y las pasiones que devoran al ser humano, Almodóvar se ha puesto serio y los disparates se acumulan. Se ha metido de lleno en una apuesta personal por convertirse en un maestro del melodrama a la manera de Douglas Sirk, o de John Stahl, dejando atrás la comedia festiva y colorista. El cambio de registro sigue confundiendo al público, y son muchos los que se ríen ante situaciones pretendidamente tensas. Almodóvar, en fin, ha sabido vender una marca de autor que sigue la estrategia exportadora de la moda, y a la que la fabricación de un determinado producto defectuoso no le resta imagen en el exterior. Pero vayamos por el principio.

    Todo empezó hacia 1968. Después de pasar su infancia y adolescencia en Calzada de Calatrava, Almodóvar llega a Madrid, se hace inmediatamente jipi y entra en contacto con el cine, haciendo de extra en varias películas de consumo, a cuyos directores les entusiasmaba meter, sin venir a cuento, a un montón de jipis, esto es, con los carrillos llenos de calcomanías. Después de esta inapreciable experiencia, ingresa en Telefónica y empieza a leer libros como un poseso. En 1974, a pesar de la crisis mundial del petróleo, descubre las cámaras de súper-8 milímetros y decide contar en imágenes todas esas historias que antes enviaba, ilusionado, a los concursos literarios de provincias. A pesar del pequeño formato, no se arredra ante ningún género: grandes epopeyas bíblicas, melodramas domésticos, ostentosos musicales americanos, películas conceptuales… Los títulos de los cortometrajes son elocuentes: ‘Dos putas’, ‘Sexo va, sexo viene’, ‘La caída de Sodoma’, ‘Blancor’, ‘Sea caritativo’, ‘Salomé’… Por fin, en 1980, realiza, a trompicones, ‘Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón’, su primer largometraje, un engendro sin parangón sobre las aventuras de tres mujeres como muy modernas, entre policías, marihuana y mucha marcha en un Madrid de onda expansiva, “con bandas de rock, poetas barbudos, fotógrafos, pegamoides con imperdible en la oreja, sastres de traje descosido y mucha peña festejando hasta que la luna da la vuelta al día”, por decirlo con Antonio Lucas.

    Almodóvar pasa por una etapa de actor, como miembro del grupo teatral Los Goliardos. Las malas lenguas dicen que su presencia precipita el final de dicha compañía. También interviene en otros montajes, de los cuales más vale olvidarse: ‘La casa de Bernarda Alba’ y ‘La manos sucias’, entre otros. Flirtea, asimismo, con la literatura. Existe un libro colectivo, ‘Sueños de la razón’, donde aparecen varios de sus relatos. También publica simples cotilleos en lugares tan variados como ‘Star’, ‘Vibraciones’, ‘Night’ y ‘El País’. En 1982 aparece su primera novela breve, ‘Fuego en las entrañas’, y una fotonovela porno, ‘Toda suya’, incluida en un número extra de ‘El Víbora’. Solo le faltaba marcarse el numerito de ‘La bien pagá’ con su socio de movida, Fabio McNamara.

    Su máxima ilusión ha sido siempre seguir haciendo cine sin parar y escribir novelas de esas que no aportan nada a la cultura de nadie. Porque, evidentemente, existen dos clases de cineastas famosos: los unánimemente reconocidos por su talento en todas las historias del cine y aquellos que, siendo mediocres, han sabido aprovechar la coyuntura para ponerse de moda en su época, conectando con los anhelos y frustraciones, psicológicas o materiales, de amplios sectores de la sociedad. Está claro que este desclasado ascendente, autodidacta callejero carente de una sólida base cultural llamado Pedro Almodóvar, pertenece a este segundo apartado. Su cine, en fin, es una plasmación de gustos horteras y una defensa de valores evanescentes a la definitiva entronización de una ideología marcadamente reaccionaria. Unos guiños cómplices y triviales que nada tienen que ver, desde luego, con la seriedad y el realismo de la óptica, desde o sobre la homosexualidad, utilizada por autores como Pasolini o Fassbinder.

    Y, así, entre chicas del montón, laberintos de pasiones, tinieblas enfermizas, toreros asesinos, ataduras sin cordeles, interrogantes merecimientos, leyes del deseo, mujeres al borde de un ataque de nervios, tacones lejanos, flores secretas, pieles habitadas, carnes trémulas, abrazos rotos, amantes pasajeros, julietas sin espíritus, glorias con dolores (de cabeza), malas educaciones, madres paralelas, voces humanas y extrañas formas de vida, entre otras zarandajas, Almodóvar se autoproclama, en un acto de soberbia y vanidad, heredero de los grandes, en una suerte de  mezcla, dice, “del surrealismo de Buñuel, la comedia mordaz de Wilder y el drama bergmaniano”, y no sabe, el pobre, que sus comedias de finales del siglo veinte, pretendidamente festivas y coloristas, están más cerca, ay, del universo de un Pedro Lazaga (¡ya quisiera!) o un Ramón Fernández. ¿Qué hemos hecho para merecer esto?

  Sus películas valen lo que valen las labores del operador (ahora, en ‘La habitación de al lado’, el elegante y exquisito Eduard Grau, que ha tomado el relevo de José Luis Alcaine) o el músico (Alberto Iglesias, incapaz de hacer una banda sonora rutinaria o desganada). Cuando el reparto, la banda sonora y la fotografía son lo mejor de una película… mala cosa. Lo demás, agua de borrajas: tramas que no se cierran, gusto por el plano en detrimento del desarrollo, personajes mal dibujados, situaciones coyunturales e insufribles, dramatizaciones incoherentes que alcanzan el grado de folletines, chorradas graciosillas que hace pasar por humor inteligente, infernales diálogos, rijosidad barata, cansino tonillo teatral, falso populismo… Es decir, el todo vale sin la estilización y estructuración adecuadas. Una carrera que se ha deslizado por terrenos cada vez más inconsistentes e incluso artísticamente dubitativo, que ha dicho adiós al humor castizo y ha dado la bienvenida al cineasta académico y solemne.

  Desde luego, para gustos están los colores, porque, a mi modo de ver, el manchego siempre pierde los papeles al rodar cualquier historia. Y el espectador medianamente inteligente, que los hay, a ponerse, en efecto, al borde de un ataque de nervios. Como muchos de los que acabaron recalando en Madrid, Almodóvar es a la vez un urbanita y un cateto. Presume de Coetzee y disfruta con Lola Flores. El tiempo se le ha venido encima con su escasa levedad. Es el compadecerse de la piltrafa que atraviesa el espejo, que viene siendo un vampiro que ya succiona la poca sangre que encuentra envasada. Un cineasta, decía, de grandes limitaciones e insuficiencias.

  Hacer buen cine, a fin de cuentas, es algo más difícil y complicado que escribir situaciones, personajes y frases teniendo como única referencia sus peculiares recuerdos y su personales fantasmas de asiduo cinéfilo adolescente frecuentador de salas de barrio, porque el drama viene después, en la puesta en escena, al intentar dar coherencia y rigor expresivos a todo ese caótico e inconsistente magma de particulares caprichos e ingeniosidades. Parece muy claro que Almodóvar no es, ni de lejos, lo que siempre se ha entendido como un director de cine. En todo caso, un burgués sobrevenido del underground.

    De un tiempo a esta parte, además, parece como si Almodóvar sufriese un ataque de importancia y ya no encontrara motivos para la alegría. Con los años, en efecto, el manchego ha pasado de la ligereza a la gravedad (y el aburrimiento), acaso porque todo viaje acaba siendo un ejercicio de contrastes. El escritor irlandés John Banville lo diría de otro modo: “No debemos ser solemnes, basta con ser serios”. Qué hortera condenarse a ser sublime sin interrupción.

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