Quioscos como alcantarillas / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
(Subdirector del Pollo Urbano)

     El gran Tom Wolfe fue quien mejor supo analizar, con influyentes artículos periodísticos, el fenómeno jipi, el ácido lisérgico, el ridículo del arte moderno y la impostada izquierda caviar de Park Avenue en los entusiastas años sesenta del pasado siglo…

…, núcleo irradiante de los cambios que llegarían en los setenta, calificados –por muchos- como “los años del desmadre”. Aquellos quioscos de antaño daban fe de ello, porque en sus expositores quedaba reflejado el cambio contracultural. Hoy, sin embargo, los lectores de la cada vez menos adictiva letra impresa han (hemos) sido noqueados.

  El tardofranquismo vio, no sin cierto enfado y preocupación, ese “desmadre”, no solo político, que también, sino de forma radical de los jóvenes de entender el mundo que fue instalándose en la sociedad. La muerte de Franco en 1975 marcó el punto de fuga de esa profunda alteración social, unos cambios vitales y culturales a los que dieron forma literaria, a través del periodismo, gente de la estatura de Francisco Umbral, José Luis Alvite o, en menor medida, Manuel Alcántara, reciente fallecido a pie de ring. Gerardo Diego dijo que “el periodista es un cantor de lo cotidiano y un salvador de instantes”.

  Y los quioscos se frotaban las manos con todas esas publicaciones, novelas y revistas que impregnaron de modernidad a España entera. Las más vistosas fueron las revistas eróticas, de ‘Interviú’ a ‘Playboy’, pasando por ‘Lib’, ‘Yes’, ‘Clímax’, ‘Macho’, ‘Bazaar’ o ‘Penthouse’, seguidas de las contraculturales, donde comenzaron Alberto Cardín, Jiménez Losantos, Gallardo y Mediavilla y Martí Gómez. Y el cómic ‘underground’ de ‘Ajoblanco’, ‘Star’, ‘El pollo urbano’, ‘Disco Express’, ‘La piraña divina’, ‘Makoki’ o ‘El Víbora’, el que aunó a la mayoría de los dibujantes jipis, desde Mariscal y Nazario a Ceesepe y Dani Torres.

  También proliferaron, en esos años, las revistas de humor, del más ‘razonable’ al más bestia o sangriento, que siguieron la senda de ‘La Codorniz’: ‘Por Favor’, ‘Hermano Lobo’, ‘Hara Kiri’, ‘El Papus’, ‘El Jueves’… Asimismo, los cambios en los gustos literarios se vieron reflejados en dos editoriales: Anagrama, con su colección ‘Contraseñas’, y Tusquets, que de la mano del cineasta Luis García Berlanga inició con la colección ‘La sonrisa vertical’ la moda de la literatura erótica. Y los quioscos, puntos de referencia y reunión, se frotaban las manos ante tanto surtido y demanda de letra impresa. Eran buenos tiempos para la lírica.

  Hogaño, sin embargo, son cada vez menos los lectores que se acercan por un quiosco para comprar su ejemplar en papel. Un negocio en vías de extinción. Como el milano real. Los carteles de cierre menudean por las esquinas de cualquier ciudad. Acaso la puntilla brotó el día en el que se autorizó la venta de publicaciones en los supermercados. Y las nuevas tecnologías han hecho el resto. Todo se ha convertido en prosa distraída, mientras los quioscos que quedan se pueden contar con los dedos de una oreja.

  Una época aquella, en fin, en la que leer periódicos era un placer sin parangón, con unos lectores, además, divididos entre umbrales y alcantarillas. El arriba firmante prefería el grupo de los umbrales, pero justo es reconocer la labor de Manuel Alcántara, que contó con prosa sencilla y duende, sin descarriarse por caminos de metáforas, lo ocurrido en España desde que Franco era cabo. Y contaba de todo. En una ocasión, en Barcelona, vio un combate de boxeo en el que tiñeron de negro a un púgil para dar a la pelea un mayor exotismo. Pero el engaño salió mal porque el boxeador empezó a desteñir por el sudor antes de finalizar la contienda, provocando la rechifla de los asistentes.

  De tanto escribir de boxeo, a Alcántara se le había puesto cara de boxeador. Como a Alvite, el número uno, un plumilla bebedor y fumador como él. Analizaba las hostias sobre un ring como el gran Joaquín Vidal lo hacía de las faenas de aliño. Y no tenía miedo de escoger mal las palabras adecuadas. Tras su muerte, a Alcántara se le presenta su única cuestión existencial: “Cuando llegue la muerte / si dicen a levantarse / a mí que no me despierten”.

  No solamente tecleaba Alcántara en su vieja Olivetti –a la que nunca traicionó- sus columnas diarias, sino unos poemas llenos de incertidumbre. Quien escribe poemas y columnas se pasa la vida compartiendo lo íntimo que tiene. “Solo hago”, decía, “cosas que pueda empezar y acabar en el mismo día, un poema, un soneto, un artículo”. Había llegado a Madrid tras pasar la infancia y la adolescencia en su Málaga natal, y se buscó un hueco en los periódicos para contar la vida desde la mañana de la noche anterior. Se evadió del yugo y las flechas a través de la literatura y el alcohol cordial de las madrugadas. Como Buñuel, fue otro viejo “lobo de bar”. Y escribió todos los periódicos y nos escribió a todos también. El columnista es un desalmado que vende su cerebro a cucharadas en la esperanza de que lectores curiosos remuevan con ellas su café cada mañana.

  Vivió tantas épocas que ya no supo a cuál pertenecía. Pero tuvo claro que firmaría con el apellido materno. La alcántara, recuerden, era el cofre de seda que se utilizaba en los antiguos telares para guardar la tela. Pero, maldita sea, poca tela queda ya en la vida agonizante de los quioscos. Aquellos años de los setenta han quedado apresados entre la exuberancia estética y musical de los sesenta y la revolución económica y vital de los ochenta, “la década púrpura” para Tom Wolfe. Y para todos los quiosqueros de cualquier esquina.

  Porque, por decirlo con Manuel Alcántara -el penúltimo gran lector de prensa y el paradigma del columnismo, como Cassius Clay lo fue del boxeo-, lo curioso no es cómo se escribe la historia, sino cómo se quiere borrar.

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