Inmensos bosques de coníferas y helechos arborescentes cubrían los continentes, purificando la atmósfera de anhídrido carbónico. Eso, al parecer, sucedió hace mucho, muchísimo tiempo; no tanto, empero, como cuando mi quiosquero, de frente romana y zaragozana, fue monaguillo de la parroquia del barrio, en la que también fue bautizado.
Y preparaba, un suponer, el vino, las hostias y así. Católico, pues, por la gracia de dios (con minúscula, inquiere el quiosquero), porque un bautizado es católico hasta la tumba, a no ser que apostate. Para su edad, que tampoco hay que exagerar, el quiosquero de la esquina tiene un aspecto jovial, dicharachero, siempre sonriente.
Y dios le libre de ofender a los creyentes en general o a los católicos en particular. No solo por corrección política, que también, sino porque se faltaría a sí mismo. Como el personaje umbraliano, el quiosquero se quitaba el hábito, lo planchaban las sacristanas y beatas y él se estaba, tan pancho, en el retrete frío, húmedo y claro, por la decencia, en puros calzoncillos, esperando, y en la espera se hacía manolas, gayolas y pajotes, se la meneaba bien y fuerte, con la izquierda o la derecha, arriba y abajo, abajo y arriba, enjalbegando la vieja cal del retrete.
A la manera de la película del uruguayo Federico Veiroj, la apostasía del quiosquero sigue las fases desesperantes de todo proceso kafkiano que se precie, con el añadido de que la burocracia eclesiástica está diseñada para desanimar al litigador más tenaz. Darse de baja en la iglesia (con minúscula, inquiere otra vez el quiosquero) es más difícil que en telefonía, que ya es decir, con la diferencia de que en este caso el trato se produce entre seres humanos más o menos civilizados y no con la mediación de robots al otro lado de una línea telefónica, esto es, que se corta a la menor interferencia. No hay cosa más triste que hablar con una máquina y encima te dé órdenes. Pierde tu miedo, repite el quiosquero, y llegarás a pastor y no a cordero. De hecho, el quiosquero espera que el papa Francisco, juglar de dios, ponga algo de su parte y acabe con esas dificultades –interesadísimas- y los ciudadanos, al fin, puedan elegir entre apostatar o quedarse como están.
En cierto modo, la iglesia representa la infancia condicionante de la que se quiere desprender el quiosquero para dejar de ser, maldita sea, un niño de por vida. El quiosquero, al fin y al cabo, es una voz extraña y singular en un panorama en el que proliferan los coros monotónicos. Para él, para qué engañarnos, la apostasía es más un gesto político que el producto de la reflexión de un sujeto decepcionado con la religión (o, mejor, la fe cristiana). Al quiosquero no le van las reglas, pero las conoce, y en su refutación se fundamenta un método que consiste en burlar la legislación. Recuerden la cita ordovasiana, que tanto gusta al quiosquero: “Las leyes, al igual que las presentaciones, están hechas para saltárselas”. ¿O era al revés?
Uno no es nada si no está contra algo. El infierno es siempre el otro, parodiando a Sartre. Y, encima, allá abajo, la temperatura es altísima, con lo caluroso que es el quiosquero. Nuestra identidad, en efecto, se establece en la oposición a los demás. El mundo, de este modo, puede dividirse de muchas maneras: los platónicos frente a los aristotélicos, los sádicos frente a los masoquistas, los monárquicos frente a los republicanos, los liberales frente a los conservadores, los anticlericales frente a los católicos. Y así. El mundo, en fin, también puede dividirse entre los que, como el quiosquero, dudan de todo y los que no.
De lo que no tiene dudas el quiosquero es que las instituciones públicas, como prolongaciones del estado, son aconfesionales. Nos recuerda el quiosquero de la esquina un artículo de la constitución: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”. Para el quiosquero sigue siendo inconcebible que muchos ayuntamientos, universidades públicas, hospitales, ejército, guardia civil y cementerios sigan ostentando su carácter confesional –católico, claro, aunque habría que referirse, matiza el quiosquero, al nacionalcatolicismo-, mediante la presencia de capillas, confesores, curas castrenses y crucifijos. Sin ir más lejos, la procesión en honor a la virgen del Pilar no es una costumbre, afirma con contundencia el quiosquero de la esquina.
Una costumbre es un plato de pollo al chilindrón –o, últimamente, un plato de siluro en salazón, a la vinagreta, a la parrilla, al horno, rebozado o en forma de croquetas- cuando te apetece, te lo comes con quien te da la gana y donde quieras. Como las lentejas, o las tomas o las dejas. La procesión del rosario, pone por caso el quiosquero, pertenece al ámbito de la tradición, que es rígida, normativa, ritual, canónica. Una costumbre, dice el quiosquero que dijo Wagensberg, es un producto fresco, pero una tradición es una conserva cuyos aditivos son los ritos y las ceremonias. Y las conservas, ya lo sabemos, tienen una fecha de caducidad.
No es cuestión que las misas y las procesiones se supriman, y encima en unas fechas tan señaladas como las del Pilar. No es eso, demonios, no es eso. Simplemente no es una competencia corporativa. Quizá lo fuera en la edad media y en el nacionalcatolicismo que no respetaba la libertad de nada ni de nadie. Hoy, no lo es. Porque la jauría que llevó años enganchada a la yugular ha terminado por agotar el hilo dental. Y el quiosquero lo tiene claro: la misa y la procesión son actividades de carácter religioso, donde se manifiesta la fe de una ciudadanía hacia una virgen, un santo o hacia lo que se quiera. Su organización, convocatoria y recorrido pertenecen a la iglesia, la cual pedirá el permiso correspondiente a la autoridad laica para que pueda invadir la calle con su espectáculo. Asistir a los actos religiosos en nombre de la corporación es usurpar la representación de toda la ciudadanía, que es plural y diversa. Este principio normativo de no confesionalidad y de laicidad, aunque muchos sectores no lo compartan o no lo comprendan, es un dispositivo fundamental para el desarrollo de la convivencia y del respeto que se debe a la ciudadanía.
La iglesia católica y sus secuaces todavía no han aceptado que la constitución y el código civil son los instrumentos normativos de todos, y no el catecismo y la religión por la que se rige la conducta de algunos cristianos. No todos, desde luego. Sin olvidar que ser creyente no es incompatible con la defensa de la laicidad del estado. Que se lo digan, si no, al quiosquero de la esquina, que en estas pasadas fiestas pilaristas ha vendido de todo en su establecimiento: recuerdos varios, vírgenes protectoras, capillas de la basílica, recortes de hostias sin consagrar, baturros y baturras, cachirulos y adoquines, frutas de Aragón y piedras del Ebro y del Huerva y del Gállego, papel de fumar, petardos, condones… Y aún le daba tiempo, entre tanto trajín, a desahogarse en su pequeña trastienda quiosquera, al fondo a la izquierda, pero ya sin traje de monaguillo. Es eso, estúpidos, o la apostasía al quiosquero debida.
Así fuéramos un páramo, un desierto, una laguna seca, una charca a la deriva, un salivazo en medio de un desagüe, un acertijo en ruinas. Así se aguara el vino, así no hubiera pan sobre la mesa, así no hubiera mesa, tampoco sol ni estío. Porque el quiosquero está harto de golpes con charol y charreteras; harto de campeadores y cachulis, de nazarenos y de macarenas, de pelayos, pizarros, poceros y pantojas; harto de escapularios, mantillas y peinetas, de la vaca lechera y de los borbones de copas; harto de su torpeza, de su necedad, de su arrogancia; harto de su intolerancia, de su impune violencia; harto de los que nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino.
Harto de los altos y afilados muros que occidente (sin mayúscula, inquiere otra vez el quiosquero) construye para impedir el paso de las hordas de desheredados. Harto de los políticos, y de las políticas culturales, a quienes se les llena la boca con la palabra ‘libertad’, pero realmente, ay, quieren decir ‘libertad de mercado’. Harto de los políticos, y de las políticas culturales, a quienes se les llena la boca con la palabra ‘democracia’, pero realmente, ay, quieren decir ‘ornitorrinco’. Harto, en fin, de compartir cartelera con los anuncios de los grandes y pequeños almacenes que nos marcan el ritmo emocional.
Acabadas las fiestas pilaristas, el quiosco de mi amigo, uno de los centros culturales del barrio, vuelve a la normalidad. Después de la tormenta, las olas, el vendaval y la riña, siempre llega la calma. La soledad es también esto. Sentirse esclavo de ti mismo, con apostasía o sin ella. Hacer tiempo en ninguna parte para llegar a casa tarde y nunca.