Por Guillermo Fatás
Publicado en http://www.heraldo.es
Después del seísmo electoral del domingo pasado, muchos gobiernos autonómicos y locales cambiarán de manos. Todos los partidos empezando por el PP, gran triunfador, tienen dicho que es preciso `reducir el gasto´ sin merma de las prestaciones sociales importantes ni de la inversión productiva. Lo uno, para mantener la paz social; lo otro, para lograr una reactivación económica sin la cual es imposible crear trabajo.
El sistema político español está abusivamente intervenido por las directivas de los partidos y ni en medio de una crisis nacional como la presente habrá pactos PP-PSOE: se detestan. El cambio de hegemonía si producirá muchas cesantías en el preciado pesebre, casi como cuando la Restauración borbónica, el régimen oligárquico del que Costa fue característico debelador. Los ciudadanos intuyen (porque no tienen noticias claras) que hay miles de puestos directivos inventados por los partidos en autonomías, diputaciones y cabildos, ayuntamientos y comarcas. Solo en el Departamento de Presidencia de la DGA leo que hay cincuenta y uno. Y no los ha votado nadie. De esos millares de empleos, que cubre y crea a su albedrío el gobernante de turno, muchos son puestos directivos. Ahora cambiarán de manos unos cuantos. Los cesantes sin oficio conocido necesitan el amparo de su partido para vivir, salvo que hayan generado derechos en los años de bonanza. Ocurre que los directivos públicos se rigen por una ley estatal muy criticable. Recuerda José Bermejo (`El personal directivo en las administraciones públicas´, Civitas, 2011) que, según la Constitución, la Administración ha de ser eficaz y eficiente (arts. 31 y 103). O sea, no solo resolutiva, sino inteligente, porque ser eficaz a costes altísimos lo hace cualquiera. Hacer las cosas bien es ser eficaz y, además, eficiente. Ello requiere que los directivos públicos, sobre ser honrados, sean inteligentes y estén cualificados. Tanto es así que la Unión Europea ha definido como derecho fundamental del ciudadano el de la “buena Administración”. Y a eso se opone la práctica del pesebre, es decir, del abuso de los nombramientos a dedo, que es una corrupción como otra cualquiera. En España, desde 2007, los funcionarios son objeto de una ley, llamada Estatuto Básico del Empleo Público (EBEP) en la que queda desdibujado algo que convendría mucho precisar: qué se entiende por “personal directivo”. Muchos sospechan que tal concepto se formuló en la ley de modo vago e impreciso para dejar así las manos libres al gobernante. Sea como fuere, es patente que ha ido aumentando el famoso “personal eventual” (gente de confianza asimilada al funcionario), cuyas nóminas son el sueño del paniaguado político. No todo este personal es superfluo, ni mucho menos. Pero la Administración aragonesa ha sido objeto de denuncias frecuentes por su opacidad en este reglón, lo que aumenta la suspicacia.
En el libro citado, coordinado por Bermejo, apunta Elisa Moreu que la ley tiene defectos garrafales, pues define la función pública directiva . Viene a decir la ley que directivo es el que ejerce como tal. O sea, nada.
Para mas incertidumbre, no concreta si el régimen legal del directivo público debe aplicarse también a los directivos de las empresas públicas, que han crecido como las setas; y cede el desarrollo del régimen de los directivos a los Gobiernos centrar y autonómicos, cuando habría de ser materia de ley de Cortes. Para remate, tampoco el EBEP aclara cómo ha de ser su selección, ahora libérrima, ni la evaluación de su ejecutoria (el qué, el cómo y el cuándo).
Ante los fallos tan garrafales de la ley básica, y en el supuesto probable de que el PP reordene las Administraciones aragonesas, habrá que exigirle inteligencia. Porque no se trata solo de ahorrar en sueldos. Debe ser transparente y elegir a personas capaces de hacer las cosas bien, con solvencia y rigor. Es lo que procede. Y, más aún, en estos tiempos de aspereza.