Colombia: Instantes de Bogotá


Por Victor Ibáñez

   Escribo estas líneas desde mi total desconocimiento de Colombia. Llevo ya más de dos meses residiendo en Bogotá y no me creo capaz de analizar un país tan grande y complejo. Es por eso que no entraré en temas que se escapan de mi saber. Ante la incertidumbre del folio en blanco, sumada a mi ignorancia…


Víctor Ibáñez.
Corresponsal del Pollo Urbano en Colombia

…he sido incapaz de escribir un solo artículo sobre Colombia en todo este tiempo.

    Fortuitamente me enteré de que Martín Caparrós presentaba su libro «Ñamérica» muy cerca del apartamento en el que estoy viviendo. Sin embargo, siempre tarde, cuando quise inscribirme para asistir a la presentación ya habían cerrado el formulario y terminé viéndola por Instagram. Más allá del tema del libro, la américa hispanohablante que tanto me interesa, y la figura del cronista, que tanto admiro, lo que más me llamó la atención fue una de las preguntas del final. En realidad, no recuerdo la pregunta, pero estaba relacionada con una de sus obras que yo desconocía: “Postales”. Caparrós mencionó que intentaba contar historias a raíz de fotografías que había tomado en el pasado como si se trataran, efectivamente, de postales.

    Es ahí cuando pensé que podría hacer algo parecido, salvando las distancias. No creía ser capaz de analizar Colombia, pero sí de narrar mis impresiones en un mundo nuevo para mí partiendo de algo que tanto me gusta como es la fotografía. Y es a ello a lo que me dispongo.

   Cuando el horizonte es edificios te das cuentas de que nunca conocerás realmente una ciudad. Esa es la sensación que uno tiene al caminar por Bogotá, que llega a su máxima expresión al subir a Monserrate y contemplar la urbe. Un mar de edificios a 2600 metros sobre el nivel del mar. Inmenso, sin fin. Normal que allí vivan, como mínimo, 8 millones de personas. Aunque creo que nadie sabe realmente cuantas almas circulan en esta jungla de asfalto.

     Entre tanta vida es normal llevarse sorpresas. Creí haberlo visto todo mientras estaba en un puesto de venta de libros en la calle y descubrí “El Diario de Ana Frank” y “Mi lucha” -de Adolf Hitler- el uno al lado del otro. Lo más curiosos o extraño de todo es que el suceso se repite en varios puestos del mismo estilo. Era apenas mi primera semana de estancia en Bogotá. Al poco tiempo, yendo a comprar, vi un perro vomitar frijoles en medio de la calle. La dueña, impasible y sosteniendo la correa como si nada, me hizo pensar que era algo normal. Yo sabía que es un alimento común acá pero nunca hubiera imaginado que tanto. Desde entonces, siempre que pido un plato que viene acompañado con frijoles, algo bastante habitual en Colombia, se me viene la escena a la cabeza.

      Durante mi primer fin de semana me dedique a hacer freetours. En uno de ellos, sobre grafitis de la ciudad, pasamos por delante de la casa de un artista. Víctor Tapias se llamaba. Casualmente abrió la puerta en ese momento y nos invitó a entrar. Tuvimos que hacer equilibrios para no pisar la obra en la que estaba trabajando en ese momento. Todas las paredes estaban llenas de pinturas. Nunca había visto tantos cuadros juntos en un lugar tan pequeño. Mi tocayo explicó que había vivido en Nueva York y expuesto en diversas galerías del mundo. Mostro la evolución de su obra. Analizo a sus invitados, habló de la vida y de Dios. Radiaba en su forma de hablar y de comportarse esa especie de “locura” y espiritualidad que uno espera encontrar en este tipo de artistas. Imagino que ahí reside la fuente creativa de toda una vida dedicada a la pintura. No sé hasta qué punto estaba preparada la visita, o si realmente era una casualidad, pero fue toda una experiencia.

    Bogotá es caos y ruido, pero parece fluir bien. Es como mi escritorio, pese al desorden sé dónde están las cosas -la mayoría de las veces- y por qué están ahí. Los pasos de cebra son simbólicos, el peatón solo tiene preferencia si hay un semáforo y aún así hay que mirar dos veces antes de cruzar. Los trancones (atascos) son habituales y mucha gente prefiere moverse en moto o en bicicleta. Lo primero lo entiendo, pero lo odio: seguramente sea el transporte más eficaz en una ciudad tan grande, sin embargo, el rugido de algunas es excesivo incluso para una ciudad tan ruidosa como Bogotá. Lo segundo me gusta, pero no lo entiendo: es el transporte más limpio que hay y haces ejercicio, sin embargo, rodar media hora por Bogotá equivale a fumarse medio paquete de tabaco. El humo negro que sale de algunos autobuses o camiones hace apetecible el uso de la mascarilla, de nuevo por razones sanitarias. Algo que podría aplicarse incluso a caminar por según que zonas.

   Entre tanto ruido sobrevive la música. Salir a rumbear es algo mágico. Aún recuerdo la primera vez. Yo era consciente de que no sabía bailar, pero me di cuenta de que en España no sabemos bailar. Suena salsa, merengue, ballenato y bachata, entre otros géneros. Hay vida más allá del reguetón. La gente baila, y cómo baila. Es un juego de complicidad, sensualidad y miradas. Cuerpos poseídos por el ritmo, caderas con vida propia, pies que se mueven -con elegancia- al son de la música de un lado a otro sin parar… Da gusto verlo. Es fascinante. Y eso que, según me han dicho, en Bogotá no saben bailar.

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