Por Don Quiterio
Fotografías: Rafael Esteban
Paloma Marina (Zaragoza, 1975) y Alfonso Val Ortego (Zaragoza, 1960) miran las obras expuestas en el espacio “Ry”, en el número siete de la céntrica calle zaragozana Lupercio y Bartolomé Argensola, con una tensión sonámbula.
No es que jueguen a redescubrirlas. Las conocen de memoria. Pero saben que dentro de cada una de ellas vibra algo extraño, difícil, surgido por un golpe de azar, por una búsqueda que siempre escoge el itinerario imprevisto. Paloma Marina y Alfonso Val Ortego se muestran como dos artistas singulares, distintos pero complementarios. Digamos que van de comando autónomo. Todo un capricho.
Una muestra que incita a reflexionar mediante el diálogo con las obras, como lugar de narrativas para ser creadas por el espectador. Aunque diferentes en lo formal, las obras participan de una misma medida, provocan diversas reacciones, evocan recuerdos, historias. El espectador debe actuar y, frente a ellas, reflexionar partiendo de su pasado. Los artistas ponen de manifiesto el lenguaje fotográfico y el lenguaje pictórico para abordar unas capacidades a la hora de provocar historias, reflexiones. Una vida nunca se reconstruye de la misma forma y, mediante estos trabajos –memoriales, si se quiere-, los autores quieren dar fe de las ausencias, las sombras, el silencio, los paraísos perdidos, los olvidos, las gotas de gozo y el lamento, del tiempo pasado al incierto presente, de algo que ha sucedido, testigos mudos de experiencias. La relación con la historia o la experiencia personal de cada visitante al experimentar las piezas y el espacio que las acogen son algunas de las claves para comprender esta sorprendente (y tremenda) exposición. Puro capricho.
Fotógrafa y pintor, o pintor y fotógrafa, muestran dos conceptos diferentes, pero, al mismo tiempo, muy compatibles. Saben que son amigos y proponen algo conjunto en esta exposición que habla de la luz, del color, del blanco y negro, de la esperanza, del sentido emocional. La exposición tiene dos partes claramente diferenciadas: las pinturas de Alfonso Val Ortego, como trabajo eminentemente mental en un proceso pictórico de taller, y las fotografías de Paloma Marina, un recorrido más directo –pero trabajado- sobre el cuerpo humano. La amistad que les une es la base de una muestra donde la frontera entre ambas disciplinas es difusa. Es un trabajo personal de cada uno, pero unido por una idea común cuando la fusionan, cuando establecen el punto íntimo del encuentro. La obra de cada autor puede verse por separado, pero en cada caso se trata de una producción global, coherente, dos trabajos unidos y separados a un tiempo por las personalidades de cada artista. Todo un capricho.
Picasso ya lo dijo: “La fotografía vino a tiempo para liberar a la pintura de toda literatura, de la anécdota e incluso del tema”. La fotografía es una innovación que nace a mediados del siglo XIX y toma prestados los códigos pictóricos y, en ocasiones, se los apropia (encuadres, contraluces, ausencia de fondos) y ocupa su terreno. La mujer mira y la fotógrafa la retrata. Frente a frente. Las dos se dan cosas, se van acercando, se huelen, se empiezan a entender, trabajan juntas en algo y va creciendo una amistad, una intimidad, se enganchan a la vida y al trabajo en una suerte de plenitud del ser humano. O de los seres humanos que pueblan sus fotografías, repletas de ambigüedad sexual (¡esos zapatos rojos!), de una frialdad estética apabullante, a la manera de los cuerpos de ballet, teatrales. El hecho artístico como refugio y liberación, espacio de recogimiento, morada y viaje, estación de paso y vehículo de transmisión de afectos. Mesas doradas, las tres gracias, diosas, máscaras, desnudos exquisitos en blanco y negro… Puro capricho.
Alfonso Val Ortego pone color sobre un lienzo y se deja llevar por el instinto y el azar, que tan importantes son en el arte (y en la ciencia). La abstracciones clásicas (la manzana), violentas (el vaso) y tiernas (el gato) nos introducen en la ceremonia de la memoria y el olvido. El símbolo de la manzana es la mujer, el cuerpo y lo intelectual, el encuentro con el conocimiento y su pérdida, cómo se diluye, cómo se desvanece. Si “Manzana” es el libro de la sabiduría, “Vaso” es la herida, los cristales rotos, lo cortante, la fragilidad que hiere. Por el contrario, “Gato” es la visión objetiva, la infancia, el cuadro más íntimo, más autobiográfico. La mujer del cuadro, esa especie de Eva redescubierta, es la clave de la exposición, y Paloma Marina utiliza esa herramienta para establecer fotografías en color, en blanco y negro, de carácter lúdico, radical, de orgía. O de juicio final.
La muestra lleva por título “Puro capricho” y es un exploración por el dolor, por el alumbramiento, por todo aquello que lo imprevisto ofrece. Ajeno a modas, a caprichos de mercado, a gustos oficiales, a Val Ortego le sobra con el pálido rebaño de sus obsesiones. A Paloma Marina le interesa la realidad, quiere estar en ella, no hay nada más fascinante, más sorprendente. En esos viajes trabajan con distintos elementos que van formando la voz de un mismo relato. A estos artistas zaragozanos les atrae reflexionar sobre esa idea de tiempo que se da en el trance entre la vida y la muerte, donde reside con toda su intensidad lo perdido y el instante, la representación y el laberinto. Y de ese tiempo de silencio traen la memoria de la poesía, siempre en el fondo del trabajo, en sus modos de mirar. El dolor, dicen, siempre produce memoria.
Y entre el dolor y la memoria, entre el olvido y el recorrido, estos autores apuestan por sacar a la luz su intuición, su apuesta personal en unas claves complicadas para ese instante en el que hay que convencer a quien, sobre el papel, debe poner los medios que te ayuden a levantar un sueño, una entelequia. Así es el arte. Una idea que precisa de nuestra confianza. Una mirada al mundo que nos permite sobrevivir a realidades ininteligibles, a heridas tan profundas como la mismísima existencia. Hay que seguir. Hay que continuar interpretando este camino lleno de amaneceres que gracias a quien se detiene a componer un laberinto de emociones, una imagen, una melodía, nos resulta más conmovedor, nos envuelve. Y eso se convierte en una excepción que hay que cuidar. En la única posibilidad. O no. Porque esta exposición (que se prolonga hasta el quince de octubre), y querría equivocarme, no puede sufrir el clásico apagón informativo –siempre con tonterías, con argumentos establecidos- que deje a muchos ciudadanos sin conocer lo que verdaderamente importa. Y eso duele. Solo lo que duele importa.
Una muestra, entre el conocimiento y la comunicación, que trata de una experimentación desde la experiencia creadora de Paloma Marina y Alfonso Val Ortego, de una profundización sobre sus propios mundos. Y les parece crucial el reto creador, es decir, crear arriesgando, no complaciendo. Y en el panorama actual hay mucha complacencia, sin duda, muchas ocurrencias mediocres, la falta de talento, el timo de la estampita y la tontería. La industria ha promovido un tipo de acabados complacientes. Sin embargo, los retos fuertes son lo que cultivan las pasiones, la pasión de perturbar. Un buen artista pone firmes a sus espectadores. Y los perturba. Y los hace felices.
Para ser feliz hay que haber vivido muy profundamente la infelicidad, de otro modo no es posible. Percepciones de este tipo pertenecen a la sabiduría de la edad. La sabiduría de quien ha quemado todas las naves y no le queda más que la sabiduría y la melancolía. “Somos nuestra memoria”, escribe Borges, “somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”. Un día sucede que el mundo cruje en pedazos bajo las suelas de nuestros zapatos, sí. Ojalá que estemos a la altura a la hora de barrer los cristales. Ojalá que no nos cortemos jamás con esos filos. Ojalá que siempre entendamos aquello que dijo un enfermo mientras se encogía de hombros: “Olvido, pero todavía siento”.
Hacía tiempo que no nos sorprendían ni atrapaban tanto unos artistas como Paloma Marina y Alfonso Val Ortego, fotógrafa y pintor, distintos pero complementarios, unos creadores temperamentales que les une la muerte como la clave del arte, ya sea física o intelectual, la muerte del conocimiento o la muerte del estado real. Arte e impulso físico, de reflexión y descubrimiento, de trazo y pensamiento, de perdón y toma de conciencia, de viajes de ida y vuelta, de persuasión y confidencias. Un territorio, en fin, abierto, intenso, contundente. Formas que están ahí y solo hace falta estar atentos para percibirlas. Piezas delicadas, como cantos que inmovilizan el tiempo. Y ese instante es una plenitud, la consciencia de nuestra soledad, un antes del lenguaje, puro capricho, casi dando más valor a lo no dicho que a lo dicho. Y callan.