Forqué, historia de una voluntad


Por Don Quiterio

   Se cumplen cien años del nacimiento, en el barrio zaragozano del Gancho, de José María Forqué Galindo, un hábil realizador, pero sin gran personalidad, que cultiva…

…todos los géneros, desde dramas sombríos a comedias ligeras, pasando por policiacos, cine de espionaje o musicales. En su cine hay muchos bodrios, sí, pero también películas hechas con mucho oficio, y bien sólido, y no poco gusto para las imágenes y la narración. Cursa estudios de arquitectura en Barcelona y, atraído por el teatro, colabora en el TEU de la capital aragonesa, del que no tarda en convertirse en director. Interesado luego por el cine, ya en Madrid, realiza varios documentales que le permiten abrirse paso en la profesión. Su debut en el largometraje de ficción se produce en 1951, al dirigir junto a Pedro Lazaga ‘María Morena’, flojo folletín sobre un desconocido que llega a un pueblo andaluz de finales del siglo diecinueve, entablando relaciones con una gitana.

   Ese mismo año, ya en solitario, realiza ‘Niebla y sol’, financiada por el mecenas zaragozano Miguel Herrero, una tragedia amorosa ambientada alrededor del ballet de Antonio y Rosario, que deviene en tremebundo melodrama, con la participación del propio Lazaga en labores de guionista y jefe de producción. Estamos ante sus dos primeras películas de una larga carrera con más de cincuenta títulos, a los que hay que añadir varias y muy dignas series de televisión, resueltas con mucha habilidad, como ‘Ramón y Cajal, historia de una voluntad’ (1981), ‘El jardín de Venus’ (1983), ‘Gayarre, romanza final’ (1985) o ‘Miguel Servet, la sangre y la ceniza’ (1989).

   Según un relato de Noel Clarasó, Forqué apuesta en ‘El diablo toca la flauta’ (1953) por una comedia sobrenatural de tres episodios en torno al demonio, de apariencia inocente pero con trasfondo crítico, incluso negro, que tiene como protagonista, esto es, a un diablillo de ínfima categoría que se hace carne en un pueblecito del Mediterráneo (las localizaciones son en Sitges) para tentar a los hombres, pero cuyos propósitos se le vuelven en contra generando solo armonía y felicidad. Ambientada en el mismísimo infierno, la película es poca cosa, aunque tiene sus momentos, con un tipo de humor algo más ingenioso de lo habitual que desemboca en situaciones surrealistas.

   Un año después, el cineasta zaragozano vuelve a contar con Clarasó para armar ‘Un día perdido’, otra humanitaria comedia sobre tres jóvenes monjas misioneras que tropiezan con un bebé abandonado y un taxista bondadoso las acompaña a lo largo del día en busca de la madre. Con ‘La legión del silencio’ (1955), codirigida por José Antonio Nieves Conde, fabrica un endeble filme entre el folletín y el espionaje político en plena guerra fría, con chapuceras maquetas (escena del accidente del autocar), aunque con buena puesta en escena y excelente fotografía en blanco y negro del gran José Aguayo.

   ‘Embajadores en el infierno’ (1956) es un drama bélico en torno a la odisea de un grupo de soldados españoles en el seno de un campo de concentración soviético. Estamos ante un subproducto de la victoria militar franquista según la novela de Torcuato Luca de Tena (premio nacional de literatura en 1955), basada en los testimonios del capitán Teodoro Palacios Cueto –aquí Adrados, el incorruptible protagonista-. Antes de los títulos de crédito, una voz en off nos dice: “Esta obra aspira a ser una síntesis de la aventura vivida por aquellos oficiales y soldados que, enrolados en la División Azul y prisioneros más tarde en los campos de Rusia, sirvieron a los mismos ideales que inspiraron nuestra cruzada. Los episodios que jalonan la obra son históricos, históricos son sus protagonistas e histórico es el drama interior de sus corazones”. Una película, pues, de propaganda anticomunista que acaba en manos de Forqué después de haber sido un proyecto de, primero, Nieves Conde y, luego, José Luis Sáenz de Heredia. Según la comisión episcopal española de cine, radio y televisión, el filme “adolece de algunos defectos, tales como la extraordinaria frialdad en el aspecto religioso y pintar unos personajes rusos demasiado buenos y blandos para con los prisioneros”. ¡Toma ya!

   Su primer gran éxito es una historia de bandoleros, ‘Amanecer en Puerta Oscura’ (1957), pero también una pintura social y una parábola sobre ‘el buen ladrón’ y ese concepto tan hispano de ‘tirarse al monte’, que obtiene un premio en Berlín. A partir de una idea de Alfonso Sastre y la participación en el guion de Natividad Zaro, la película se basa en la tradición de liberar un preso en Viernes Santo. Se trata de un exponente de wéstern a la española, es decir, ese subgénero de bandoleros en la sierra andaluza, al que Forqué entrega un enfoque áspero y emotivo, sintético e intenso, en torno a la inquietud política y el malestar social que condicionan la vida del país y alientan la lucha y la revuelta. El filme, pues, tiene un fuerte sustento social, de fluida narrativa, convincente clima neorrealista y notable recreación de época en las procesiones de la Semana Santa malagueña. Y un sorprendente final, condicionado por la censura, con ese Jesús el Rico cuyo brazo ‘articulable’ señala al indultado.

   En 1958, y a través también de sendas ideas de Sastre, el cineasta zaragozano dirige dos filmes nada desdeñables: ‘Un hecho violento’, curioso thriller donde un recién casado atraca una farmacia para conseguir el medicamento indispensable para la curación de su mujer, pero lo captura la policía y es condenado a un campo de concentración al mando de un sádico capitán, y ‘La noche y el alba’, el paralelismo entablado entre dos parejas, una de vida burguesa y otra sumida en la frustración y la miseria. Por su parte, ‘De espaldas a la puerta’ (1959) es otro atractivo thriller sobre una mujer que escapa de su pueblo para buscarse la vida en la gran ciudad, con protagonismo de la excelente Emma Penella y eficaz fotografía en blanco y negro de Enrique Guerner.

   Con jazzística banda sonora de Augusto Algueró, ‘091: Policía al habla’ (1960) es un drama estructurado como filme de episodios hilvanado por la tragedia personal del protagonista, un comisario a bordo de un Seat que ha perdido a su hija a causa de un atropello seguido de fuga. El conjunto es demasiado deshilachado, pese a la atractiva atmósfera, y el agregado de toques humorísticos (a cargo del dúo de rateros interpretado por Tony Leblanc y Manolo Gómez Burr) desdibuja el tono. Es, sin embargo, en el terreno de la comedia donde más destaca Forqué. En este género realiza películas de gran seriedad en la puesta en escena y los diálogos, que apenas permiten entrever los dramas que hay detrás, pero que consiguen que se ‘esbafe’ la comedia como una gaseosa agitada.

   Un año después de su estreno en las tablas, dirige ‘Maribel y la extraña familia’ (1960), versión cinematográfica del original homónimo de Miguel Mihura, pionero en el teatro el absurdo, en una reflexión sobre la bondad que parte de lo costumbrista para deslizarse hacia terrenos casi surrealistas. Es la historia de un apocado viudo que presenta a su madre y a su tía a su nueva novia, sin que las ancianas sospechen que es prostituta. Como se trata de una comedia, la cosa no va muy allá, por lo cual la gracia e intriga del asunto es que las amigas de la novia comienzan a sospechar que el tipo mató a su difunta. Los guiños a ‘Rebeca’ y ‘Arsénico por compasión’, los diálogos ingenuos pero bien escritos y el adecuado reparto (Silvia Pinal, Adolfo Marsillach, Julia Caba Alba, Guadalupe Muñoz Sampedro, Gracita Morales) alcanzan para entretener.

   Según la comedia teatral de Alfonso Paso, ‘Usted puede ser un asesino’ (1961) es la típica película de enredos, pero llevada con mucha gracia y buen pulso por el director, quien saca todo el zumo de Alberto Closas y Amparo Soler Leal, la más divertida de la función. El grueso de la intriga transcurre en un piso de París hasta el desenlace de los maniquíes, donde Forqué hace notar que ha visto y saboreado los clásicos. La historia de los ‘rodríguez’ que se ven implicados en un caso de chantaje y muerte tiene suficientes vericuetos, giros y sorpresas como para mantener el suspense, apoyado por la partitura de Algueró.

  Afortunada comedia menor y una de las más representativas del cine español, ‘Atraco a las tres’ (1962) es tan divertida como atmosférica, con un conjunto de excelentes comediantes (Alfredo Landa hace su primer papel importante cuando Gómez Burr no puede interpretarlo), todos en su salsa, aportando el combustible necesario, para reflejar los tics, las neuras y las frustraciones de la España de la época. La fuerza de la película radica en un guion de humor salvaje (a cargo de Masó, Coello y Salvia) y una puesta en escena sencilla, tan fluida como ágil. Destacan momentos como el memorable Manuel Alexandre piropeando a una chica por la calle, con esa voz única, gangosa, y recibiendo de ella un improperio. O José Luis López Vázquez haciendo la pelota a su bella cliente Karia Loritz con ese inolvidable “¡Fernando Galindo, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo…!”. Estamos ante un gran homenaje paródico a los filmes de atracos perfectos, según el modelo marcado por ‘Rufufú’ (Mario Monicelli, 1958) y ‘Rufufú da el golpe’ (Nanni Loy, 1959), historias italianas realizadas, a su vez, al amparo de la francesa ‘Rififí’ (Jules Dassin, 1955). De paso, el relato sirve como despiadada excusa para radiografiar arquetipos sociales del momento.

  También en esa época dirige dos irregulares coproducciones con Argentina: ‘El secreto de Mónica’ (1961), drama sobre las habladurías que cuentan a un hombre acerca de su esposa, y ‘Accidente 703’ (1962), una de las múltiples colaboraciones entre Pedro Masó (guion) y el zaragozano. Pero, ante todo y esencialmente, realiza mucha comedia ligera, alimenticia, de supervivencia, aunque siempre con su impronta: una mirada de ternura, de proximidad con sus criaturas. Y Forqué sabe filmar con suma soltura y los relatos se deslizan con fluidez. Al mismo tiempo, le gusta contar las cosas “con ese humor subterráneo que los aragoneses llamamos somarda”. Un humor, el ‘somarda’, que no es ni blanco ni negro, ni sutil ni grosero, que tiene que ver con lo socarrón, lleno de erres, como retranca y baturro, y que no tanto se apoya en el ‘chiste’ como en las solapas de la situación.

   Pero Forqué, poco a poco, va perdiendo soltura, no consigue traspasar la frontera de las mediocridades y los títulos se van sucediendo sin mayor relevancia: ‘La becerrada’ (1962), faena de aliño con la participación de los toreros Antonio Ordóñez y Antonio Bienvenida; ‘El juego de la verdad’ (1963), trillado melodrama escabroso; ‘Casi un caballero’ (1964), sobre un ladrón de altos vuelos redimido por amor a una raterilla; ‘Tengo diecisiete años’ (1964), especie de contemporización del cuento de Blancanieves con una Rocío Dúrcal encarnando a una suerte de Marisol adolescente; ‘Vacaciones para Ivette’ (1964), costumbrismo de baja intensidad a través del contraste entre la España del desarrollo franquista y la Francia democrática y liberal; ‘La muerte viaja demasiado’ (1965), coproducción de episodios junto al francés Claude Autant-Lara y el italiano Giancarlo Zagni; ‘Yo he visto la muerte’ (1965), cuatro dramáticos episodios sobre el mundo de los toros con entrevistas y documentos de faenas y de cuatro reconocidos maestros matadores; ‘Las viudas’ (1966), tres episodios en colaboración con Lazaga y Julio Coll, o ‘Zarabanda bing bing’ (1966), coproducción tripartita (España, Italia, Francia) de aventuras, humor y turismo balear, coescrita por el realizador Duccio Tessari.

   Forqué, en 1967, funda su propia productora, Orfeo Films, con la que ejecuta casi todos los géneros, iniciándose en las recurridas comedias ‘Las que tienen que servir’ y ‘Un millón en la basura’, con bandas sonoras a cargo del turolense Antón García Abril. La primera es una pueril y maniquea historia basada en la aberrante pieza teatral de Alfonso Paso, sobre dos criadas españolas que sirven en un hogar de estadounidenses y se debaten entre sendos pretendientes yanquis y sus novios de toda la vida. La segunda, de mayor calado, es un sainete navideño combinado con melodrama neorrealista, a la manera de amargo retrato social, en el que prevalece el apólogo moral sobre el humor negro, en realidad una capriana comedia dramática de ingenuo desenlace y resultado divertido.

   Con estética del pop-art y siguiendo la estela que The Beatles crean con el filme de Richard Lester ‘¡Qué noche la de aquel día!’ (1964), Forqué filma en 1968 ‘¡Dame un poco de amooor…!’, una película que produce y coescribe el zaragozano Eduardo Ducay, con las canciones yeyés de la banda de rock española Los Bravos –que visten de superhéroes- y un argumento a modo de parodia del mito de Fu-Manchú, tan estrafalario que tiene algo de genial: los chinos tienen una fórmula para dominar el mundo, y Mike Kennedy y los suyos tienen que impedirlo… Los chinos son, entre otros, José Luis Coll y Luis Peña. Todo es de traca, pero si se pilla el punto se convierte en mascletá. Se incorpora, incluso, una secuencia en animación resuelta por Francisco Macián. Una delirante e inverosímil locura sicodélica que hay que verla para creerla.

   Del mismo año son ‘Un diablo bajo la almohada’, adaptación de ‘El curioso impertinente’ a ambientes cosmopolitas, y ‘La vil seducción’, basada en la comedia teatral de Alonso Millán, con música del mítico organista de jazz Lou Bennett. Al año siguiente, Forqué rueda otros dos filmes: ‘El monumento’, donde participa Rafael Azcona en el guion, y ‘El triangulito’, el noviazgo feliz de dos chicos enamorados de una joven ingenua. También Azcona colabora en los guiones de ‘El ojo del huracán’ (1971), flojo drama de intriga con pequeñas dosis de erotismo suave, y ‘La cera virgen’ (1972), denuncia facilona del hipócrita moralismo de provincias, una comedia musical con momentos surrealistas para explotar la inocente belleza de Carmen Sevilla.

Salvando ‘El segundo poder’ (1976), cuidada biografía del inquisidor Juan de Bracamonte, y acaso ‘La mujer de la tierra caliente’ (1978), con un argumento largo tiempo acariciado por el realizador, la decadencia de Forqué se ve definitivamente reflejada en su última etapa, tan morbosa como fallida, tan cómoda como convencional, en la que no falta el cine frívolo del destape: ‘Tarots’ (1972), ‘No es nada, mamá, solo un juego’ (1974), ‘Una pareja distinta’ (1974), ‘Madrid, costa Fleming’ (1975), ‘Vuelve, querida Nati’ (1976), ‘El canto de la cigarra’ (1980) y ‘¡Qué verde era mi duque!’ (1980). Su testamento cinematográfico, ‘Nexus 2431’, lo rueda en 1993, demencial despropósito de ficción científica con guion de su hijo Álvaro, quien también rueda alguna escena, y rodado en unos estudios de Praga, en principio un proyecto de Juan Piquer. Dos años después, el zaragozano muere en Madrid.

   “El cine ha sido toda mi vida y he querido gustar al público. En el fondo, los directores somos un poco como las putas: si tu película agrada, el productor te contrata. Por el contrario, si no gustas, nadie te quiere”. Palabra de un productor, guionista y director llamado José María Forqué Galindo. La historia de una voluntad.

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