Florián Rey visto por Vicky Calavia


Por Carlos Calvo

  Hubo un tiempo en que un documental era un producto muy querido, en todas sus versiones, por el mundillo cultural. Ahora, de golpe, el público ha descubierto que adora los documentales y por eso se hacen en cadena, como los churros. Y los documentales que supuestamente adoran…

…distan mucho de ser como los de antes.

   Su democratización, por así decir, los ha acercado al gran público, pero también ha desvirtuado –o pervertido- la vocación de este género.

  Cuesta dios y ayuda encontrar una opinión diferente a la de quienes acaparan título y contenido. Todo lo contrario de lo que debería ser un documental y su implacable búsqueda de información inédita, imparcial, pura. Porque la mayoría son todos ellos luces y ninguna sombra, loas al protagonista supuestamente homenajeado. No son documentales, sino hagiografías que poco o nada descubren. Y si alguna novedad se les cruza en el camino, ay, la esquivan. La anécdota por encima de la profundidad. Lo políticamente correcto. Por no hablar, esto es, de la ingente cantidad de loas o, directamente, ‘autoloas’ de los propios bustos parlantes.

  La edad de oro de los documentales, que ha llevado el interés por este género a nuevos públicos, ha derivado en una sobreproducción  y una inevitable pérdida de calidad. Esto ha hecho que del esplendor de los documentales se haya pasado, en un visto y no visto que diría Julián Marías, a la era de los autobombos y se utiliza el término ‘documental’ por puro postureo. Porque todo se reduce a convencionales reportajes televisivos, sin estilo fílmico. Hay, claro, excepciones que salvan el fango en el que se está convirtiendo el género, pero esto no sucede, maldita sea, con ‘Florián Rey, de luz y de sombra’, el reciente artefacto de la zaragozana Vicky Calavia.

  Sin tapia no hay fuga, en efecto, porque la realizadora vuelve a tropezar en sus torpezas, en el imperio del montón. El género documental (y el ensayístico) debería ser la expresión más pura del séptimo arte. Como la poesía es la élite de la literatura y en cada palabra el verso se juega su vida y la tuya. Ganar es la única categoría y perder es lo contrario de ganar y palidecen las mentiras del pensamiento débil y la funesta pedagogía barata.

 Vicky Calavia, en su mediocre carrera como cineasta, ha tocado a muchas personalidades (muertas) del hecho cultural y artístico, sobre todo de Aragón. En su filmografía –o churrería- aparecen desde Alberto Sánchez Millán hasta Manuel Rotellar. O de Félix Romeo Pescador a Eduardo Ducay. O de María Moliner a Ramón Perdiguer. O de Natividad Zaro a Elvira de Hidalgo. Y así. Ahora, digo, le toca el turno a Florián Rey, el director zaragozano cuyo verdadero nombre es Antonio Martínez del Castillo, nacido en 1896 en La Almunia de doña Godina, creador fecundo y personal dentro del cine español, que muere, solo y arruinado, en Alicante en 1962, aunque la retrospectiva que le dedica el festival de San Sebastián ese mismo año es calurosamente acogida.

  Colaborador desde 1915 de ‘La Crónica de Aragón’, en 1920 se traslada el zaragozano a Madrid, donde conoce a Jacinto Benavente. Recomendado por este a José Buchs, protagoniza, tras una prueba y bajo su dirección, ‘La inaccesible’ (1920). Con este mismo realizador colabora en ‘La señorita inútil’ (1921), ‘Víctima del odio’ (1921), ‘La verbena de la paloma’ (1921) y ‘Alma rifeña’ (1922). Y aunque se inicia en el teatro junto a Catalina Bárcena con ‘La maña de la mañica’, de Arniches, sigue actuando en películas como ‘Maruxa’ (Henry Vorins, 1923) o ‘La casa de la Troya’ (Alejandro Pérez Lujín y Manuel Noriega, 1924).

  En 1925, Florián Rey aborda la dirección con ‘La revoltosa’, filme producido y protagonizado por Juan de Orduña. Y ya no para en esta década: ‘La chavala’, ‘Los chicos de la escuela’, ‘El lazarillo de Tormes’, ‘El pilluelo de Madrid’, ‘El cura de aldea’, ‘Águilas de acero: los misterios de Tánger’, ‘La hermana san Sulpicio’ (una segunda versión en 1934), ‘Agustina de Aragón’, ‘Los claveles de la virgen’ o ‘Fútbol, amor y toros’.

  En este grupo de películas, bastante limitadas, habría que resaltar ‘Gigantes y cabezudos’, de 1925 (perteneciente, por tanto, a la época del cine silente), una suerte de ensayo general de ‘Nobleza baturra’, realizada nueve años después. Se basa en la famosa zarzuela homónima de Manuel Echegaray y Manuel Fernández Caballero, de 1898, estrenada en el teatro Principal de Zaragoza, y marca un antes y un después en la historia del cine, pues logra fundir al séptimo arte con uno de sus grandes rivales, la zarzuela (o el teatro por horas), siempre hablando en términos de captación de audiencia. Una época, en efecto, en la que el público prefiere asistir, antes que a las salas cinematográficas, a los escenarios teatrales. Y convierte la zarzuela en un aliado gracias al empuje de la jota aragonesa.

  Es en 1930 cuando rueda el cineasta aragonés ‘La aldea maldita’, considerada como la primera obra importante del cine español, de la que realiza, ya sonora, una segunda –y muy inferior- versión en 1942, porque la lucha de la trama deja de ser aquí una epopeya para transformarse en un folletín, pese a que su forma –argumento, localización, personajes- siga siendo la misma, aunque no tanto en el fondo, más suavizado, menos duro e implacable. La historia de la familia rural destrozada a causa de la dureza de la tierra y los rígidos códigos sociales, donde el progenitor lucha por unas condiciones de mayor prosperidad económica y más humanas condiciones, pese a la escasez de recursos de los campos y a los elementos en contra, no parece hablar, doce años después del filme homónimo mudo, de víctimas en general, sino de gente que merece o no merece ser castigada. Pese a todo, esta segunda versión tiene su valor narrativo y plástico, con fotografía, decorados y vestuario notoriamente más estilizados que el original.

  El almuniense sigue rodando y codirige con Louis Gasnier ‘Espérame’ (1932) y ‘Melodía’ de Arrabal’ (1933); con Louis Mercaton, ‘Su noche de bodas’ (1931); con E.W. Emo, ‘Lo mejor es reír’ (1931); con Blumenthal, ‘El cliente seductor’ (1932); y supervisa ‘Deber de esposa’, película realizada en 1943 por Manuel Blay. Y aunque después de la guerra civil todavía realiza una veintena de películas, el cine de Florián Rey ya nunca brilla con el fulgor de sus comedias musicales con Imperio Argentina realizadas antes de la contienda, ni tampoco con el de ‘La aldea maldita’, su título más prestigioso.

   Sin embargo, en este largo periodo de decadencia –‘Polizón a bordo’ (1941), ‘Éramos siete a la mesa’ (1942), ‘Ana María’ (1943), ‘Ídolos’ (1943), ‘La luna vale un millón’ (1945), ‘Audiencia pública’ (1946), ‘La Nao Capitana’ (1947), ‘Brindis a Manolete’ (1948), ‘Cuentos de la Alhambra’ (1950), ‘La moza del cántaro’ (1953), ‘La cruz de mayo’ (1954), ‘La danza de los deseos’ (1954) o ‘Polvorilla’ (1956), con la que se retira definitivamente del cine-, hay obras de cierto interés como ‘Orosia’ (1943) o ‘La cigarra’ (1948), esta última en su reencuentro con la mítica cupletista.

  Casado con Imperio Argentina, la dirige, en efecto, en una serie de filmes musicales –los mayores éxitos populares de la época- que, dentro de sus naturales convencionalidades, contienen secuencias tratadas con una intuición cinematográfica desconocida hasta entonces en el cine español. Así, ‘Nobleza baturra’, de 1934 (el mismo año que realiza ‘El novio de mamá’), es una comedia ambientada en el Aragón de principios del siglo veinte, la historia de una muchacha honesta que ve su buen nombre mancillado cuando un antiguo pretendiente rechazado la acusa, por despecho, de haber mantenido relaciones sexuales fuera del matrimonio. Y la calumnia pronto se extiende por toda la comarca.

   Muy similar al argumento del mito de ‘La Dolores’, se trata de una segunda versión de la película homónima dirigida nueve años antes por Juan Vilà Vilamata y Joaquín Dicenta (autor de la obra teatral de origen y guionista del almuniense), quien sabe jugar con la hombría, la honra femenina y otros valores caros a las capas inferiores de la sociedad española. El filme conserva prácticamente intactas algunas de las secuencias cómicas de su antecesora, especialmente las protagonizadas por Perico y su burro (“Chufla, chufla, que como no te apartes tú”, dice al tren mientras camina a lomos de su corcel sobre las vías del ferrocarril). Sin embargo, Rey introduce importantes cambios en la trama principal respecto a la narrada en el original, esa calumnia que hiere, esto es, la honra de una mujer. Entre la comedia y el melodrama musical, con sus típicas jotas y modismos maños, la trama se desarrolla con fluidez y hay situaciones realmente graciosas.

  En ‘Morena Clara’ (1936), según la obra homónima de Antonio Quintero y Pacual Guillén, Imperio Argentina es una gitana sevillana que va a juicio con su hermano por robar unos jamones y acaba sirviendo en la casa del fiscal, que se ha enamorado de ella e intentará refinarla. Con un guion bien construido de interesantes personajes, influyente fotografía de Heinrich Gärtner (Enrique Guerner) y un sutil trasfondo de denuncia social, como comedia romántica tiene momentos melodramáticos (sin pasarse) y como musical se queda corta, con solo tres coplas: ‘Échale guindas al pavo’, ‘El día que nací’ y ‘La falsa moneda’. El resultado es un atractivo y divertido filme de equívocos impregnado de populismo y costumbrismo, si bien los clichés del argumento sobre payos y gitanos producen sarpullidos en la cabeza moderna.

  ‘Carmen, la de Triana’ (1938) es un drama ambientado en la Sevilla de 1835, durante la época de la ocupación francesa, la historia de otra gitana, la del título, que es la cantante más famosa del país y cuyos principales enamorados son el torero Antonio Vargas Heredia y el exbrigadier y contrabandista José Navarro. Estamos ante una de las cinco coproducciones entre la España en guerra y la Alemania nazi, filmada íntegramente en territorio germano, y en donde se pone especial atención en las posibilidades folclóricas de la trama, según la célebre obra de Merimée. Y es que el levantamiento militar franquista sorprende a la pareja formada por Florián Rey e Imperio Argentina en París, donde preparan una versión de ‘La casta Susana’, y aceptan, ante la imposibilidad de regresar a España, una propuesta del gobierno alemán, que en esa época incorpora a su industria cinematográfica a un buen número de talentos llegados de diferentes lugares. El almuniense propone hacer una versión de ‘Carmen’, que es aceptada y rodada como si de una superproducción americana se tratara. El filme sirve para consagrar definitivamente a la actriz, demasiado excesiva, que interpreta una doble versión de la historia, esto es, en español y en alemán (‘Andalusische nachte’), para la que tiene que aprenderse fonéticamente los diálogos y las canciones.

  Tras el éxito de este filme, el matrimonio rueda otra ‘españolada’ coproducida con la Alemania nazi, ‘La canción de Aixa’ (1939), esta vez en un exótico entorno marroquí. Es un drama musical sobre dos jóvenes musulmanes, hijos de dos familias enfrentadas y que han puesto fin a las rencillas, quienes se enamoran de la misma mujer, la bellísima mestiza del título. La película acusa menor intensidad que la anterior, tanto en diálogos como en puesta en escena, y acaso solo se salvan un par de canciones de la protagonista o el número musical en el harén de ‘La danza de los velos’.

  ‘La Dolores’ (1940), según la pieza teatral homónima de José Feliú y Codina, con música de Tomás Bretón, versa sobre la mujer del título, que trabaja en el mesón de Daroca y es pretendida por el barbero del pueblo y por el labrador más rico de la comarca, pero un día se presenta en la taberna un estudiante del que se enamora irremediablemente y será difamada. Se trata de la primera versión sonora de esta historia donde se mezclan amor, deshonra, calumnia y muerte, ya llevada a la pantalla silente en 1908 (versión dirigida por Enrique Jiménez y Fructuoso Gelabert) y en 1923 (Maximiliano Thous). La protagonista permanece fiel a su prometido, lo que da lugar a que un despechado propague la famosa jota ‘Si vas a Calatayud, pregunta por la Dolores, que es una chica muy guapa y amiga de hacer favores’… Al final, pese a los problemas que esto le acarreará, su fidelidad triunfará sobre los calumniadores. En principio, iba a interpretarla Imperio Argentina, pero su separación del cineasta zaragozano propicia que sea Concha Piquer quien protagonice esta muestra de (buen) cine costumbrista.

  Con todo y con eso, Vicky Calavia firma un documental (o, más bien, reportaje televisivo) decididamente fofo y con la misma largura dramática que el rabillo de una boina. Todo más previsible que una película porno. O tan predecible como el tiempo que hizo ayer. Un documental, en fin, más simple que el asa de un cubo, algo así como visitar un museo del que se han retirado todos los cuadros. Como canto al vacío, pues, no está del todo mal. Porque es de justicia considerar que la mejor película es la que ofrece una profunda sabiduría vital a través de otra máxima sabiduría: la expresión cinematográfica. Esto, lo sé, no sucede a menudo y la zaragozana tampoco lo ha logrado a lo largo de su carrera. Acaso, decía más arriba, el público ha descubierto que adora los documentales y por eso se hacen en cadena. Como los churros.

 Un cine documental donde lo principal sería la aventura de la percepción y la visión descubridora más próxima al arte abstracto. El cine documental (o del género que sea) entendido como medio de expresión artístico y educación vital, para comprender mejor casi todo: la propia condición humana, lo que sucedió en épocas anteriores, lo que existe y pasa en nuestro tiempo e, incluso, lo que podría existir y suceder. Al fin y al cabo, el cine –en celuloide o en vídeo-  es un medio de representación completo, que permite descubrimientos, reflexiones, revelaciones.

   Agustín Sánchez Vidal, autor del libro ‘El cine de Florián Rey’, es uno de los bustos parlantes de este artefacto audiovisual que cojea por todos los lados. A lado del catedrático salmantino, también cuentan la historia del cineasta almuniense los testimonios de Luis Alegre, José María Pemán, Juan Mariné, Antonio Resines o Ángeles Castro Martínez del Castillo, sobrina del realizador y script en algunas de sus películas.

   Al fin y al cabo, ‘Florián Rey, de luz y de sombra’ contiene todos los defectos de tantos documentales que rellenan los catálogos de las plataformas. Una historia apasionante, sin duda, pero plagada de esos tics de algoritmo que valen los mismo para hablar de tirios que de troyanos. Y así, maldita sea, la película no contagia cercanía ni humanidad, nunca respira, resulta robótica, sin alma, sin provocar destello alguno.

  Porque si no hay tapia no hay fuga. Solo churros, ay. Y puestos a no ir a ningún sitio, este documental (o lo que sea) es el mejor viaje. Aunque la culpa la tuvo el tren (“Chufla, chufla, que como no te apartes tú”), o sea, quienes financian, con dinero público, a supuestos cineastas para semejantes mediocridades. Las subvenciones, en fin, deberían ir en dirección a voces distintas, menos trilladas. ¡Menuda tropa y el general con sarna!

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