Por Don Quiterio
A la controvertida figura del escritor y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini (1922-1975) se le homenajea en un ciclo que la filmoteca de Zaragoza ha programado.
Tras una vida itinerante por toda Italia (su Bolonia natal, Parma, Belluno, Conegliaro, Saciele, Cremona, Reggio Emilia), se afinca en 1949 en Roma. Novelista, filólogo y poeta, revela un preciosismo realista y una fuerza lírica cuya riqueza de inspiración son poco comunes. Varios de sus libros son llevados al cine: en 1960 de la mano de la realizadora Cecilia Mangini en el cortometraje ‘La cantata delle Marane’ y en 1962 con ‘Una vita violenta’, largometraje codirigido al alimón por Brunello Rondi y Paolo Heusch.
Autor interesante y desigual, la obra cinematográfica de Pasolini constituye, a mi modo de ver, solo un complemento de su labor literaria, aunque ha sabido utilizar el cine con un talento e intuición como muy contados escritores. Preconizador de un cine de poesía, se acerca a él como guionista, colaborando con directores como Luis Trenker, Franco Rossi, Mario Soldati, Mauro Bolognini, Florestano Vancini, Gianni Puccini, Luciano Emmer, Bernardo Bertolucci o Sergio Citti. Como actor, aparte de participar en algunas de las películas que dirige, aparece en el corto documental ‘El cine de Pasolini’ (Maurizio Ponzi, 1964) y en dos largometrajes de Carlo Lizzani, ‘El jorobado de Roma’ (1960) y ‘Requiescant’ (1967).
Gran conocedor de los barrios bajos romanos y especialista en su argot, asesora a Federico Fellini durante la realización de ‘Las noches de Cabiria’ (1957), la historia de una pobre prostituta romana humillada por un hombre que la ha tirado al río, luego por un célebre actor y, finalmente, por un empleado que ella cree enamorado y acaba por robarla y abandonarla, para hablarnos de la histeria religiosa y las zonas irracionales de un catolicismo que no deja de ser inconformista.
Pasolini se presenta como director con el largometraje ‘Accatone’ (1961), filme indisciplinado, brillante y muy personal, que narra con notable sinceridad y lirismo –la música de Johann Sebastian Bach, arreglada y dirigida por Carlo Rustichelli, tiene mucho que ver- la vida y muerte de un chulo de los bajos fondos. Al año siguiente se enfrenta a ‘Mamma Roma’ para tratar un tema semejante, aunque en un tono algo menor. Su brillante episodio del filme colectivo ‘Rogopag’ (1963), titulado ‘La ricotta’, provoca un formidable escándalo, que termina con la incautación judicial de la película. Es el relato de un director americano que rueda la crucifixión de un ‘coloso’ bíblico a ritmo de twist. El resto de episodios están dirigidos por Roberto Rossellini, Ugo Gregoretti y Jean-Luc Godard, y el título alude a las iniciales de los apellidos de los autores.
Tras el documental ‘La rabia’, codirigido por Giovanni Guareschi, y ‘Comizi d’amore’, filme encuesta presentado y comentado por Lello Bersani y el propio Pasolini, ambos realizados en 1963, el cineasta italiano se impone un año más tarde con ‘El evangelio según san Mateo’, donde propone una sistemática demolición de toda una iconografía tradicional para sustituirla por una nueva, nacida de la confluencia de dos fuentes de inspiración muy diversa: las clases populares y la cultura renacentista, especialmente la pictórica.
Pasolini plasma la vida de Jesús en una larga película de excelsa desnudez poética. Sin amaneramiento, ni estilizaciones: con una potente belleza expresionista, humilde, abrupta, seca, en la que las palabras del mesías estallan como latigazos sin concesiones, como gritos que interpelan la conciencia. El cineasta se distancia, esto es, de la iconografía bíblica convencional para componer su relato con una narrativa sincopada, fulgurante, fresca. Su fidelidad a Mateo es literal, incluida la resurrección expresada en una elipsis visual de impactante eficacia estética. La imagen del dolor de María durante la crucifixión, un plano directo del rostro desesperado y contraído, es una cumbre de conmoción emotiva, desgarradora, directa.
Toda la película transpira autenticidad y su propia imperfección, artesanal a veces, contiene la legitimidad de un esfuerzo de diálogo intelectual y moral. El relato surge a borbotones, con el ritmo áspero e irregular de una conversación espontánea. Una parte del fondo musical –además de fragmentos de Mozart y de espirituales negros propios de la época- la constituye la escalofriante partitura de la ‘Matthäus Passion’ de Bach. En ese lirismo dramático coral se acentúa el sacrificio con toda su sobrecogedora potencia. El Cristo de Pasolini crepita más que habla.
‘Pajaritos y pajarracos’ (1965) muestra plenamente las grandes posibilidades de su talento, donde un Totó genial protagoniza esta peculiar comedia, en un papel de caminante acompañado en su peregrinaje por un dicharachero cuervo de izquierdas. Pasolini, al año siguiente, realiza el episodio ‘La tierra vista desde la luna’, dentro del filme colectivo ‘Las brujas’ (los restantes episodios son de Luchino Visconti, Mauro Bolognini y Vittorio de Sica). En 1967 dirige ‘Edipo rey’, versión personal del original de Sófocles con una banda sonora compuesta de música folclórica rumana.
Tras dos episodios, ‘Che cosa sono le nuvole?’ y ‘La sequenza del fiore di carta’, para sendos filmes colectivos, ‘Capricho a la italiana’ y ‘Amor y rabia’, con la participación de cineastas como Mario Monicelli, Pino Zac, Steno, Mauro Bolognini, Lizzani, Bertolucci, Godard y Marco Bellocchio, y los documentales ‘Apuntes para un filme sobre la India’ y ‘Orestiada africana’, Pasolini se embarca en el proyecto de ‘Teorema’ (1968), la historia de un joven misterioso y atractivo, seductor de todos los miembros de la familia que le acoge, sin distinción de sexos o edad.
En 1969 dirige el documental ‘Orestiada africana’ y dos películas: ‘Pocilga’ y ‘Medea’. La primera es la extraña y a la vez esquemática historia de dos jóvenes marginados y el trágico fin de ambos. Por su parte, ‘Medea’ está basada en la tragedia de Eurípides, el choque entre la civilización racionalizada de los griegos y la magia oriental. Tras el documental ‘I muri di Sanaa’ (1971), Pasolini se enfrenta a su llamada trilogía de la vida, formada por ‘El Decamerón’ (1971), ‘Los cuentos de Canterbury’ (1972) y ‘Las mil y una noches’ (1974), una serie de adaptaciones de reputados clásicos de la literatura erótica, desde Boccaccio hasta Chaucer, tan sugerente como atrayente.
El filme que inaugura el tríptico es una sátira social en la que diversos cuentos del siglo catorce nos sitúan ante diferentes casos de burlas licenciosas, agudas críticas del moralismo y el puritanismo. ‘El Decamerón’ es otra comedia con ocho narraciones de peregrinos del mismo siglo catorce cuyo denominador común es el desenfado. El filme que cierra la trilogía es el más poético, optimista e imaginativo, aunque la inspiración en los cuentos homónimos orientales, como cabía esperar, es muy subjetiva. Aquí lo que prima es la exaltación del libre goce de los placeres sexuales.
Su testamento cinematográfico es una adaptación libre del original homónimo del marqués de Sade, ‘Saló o los 120 días de Sodoma’ (1975), uno de los mayores escándalos de la historia del cine y un durísimo ajuste de cuentas con el fascismo. Estamos ante el relato de un grupo de depravados fascistas que, en Saló, tienen recluidos contra su voluntad a jóvenes de ambos sexos y les someten a toda clase de violencias sexuales.
El cuerpo sin vida de Pasolini, al poco de terminar la película, aparece en una cuneta de la ciudad italiana de Ostia.