Fatal y rosa


Por JJ Beeme

     Conozco a Ignacio de cuando se trepaba a muy altas torres, entre campos de arroz, para medir la calidad del aire que respiramos, y de esto hace unos cuantos años.

    En terrenos más ficticios se firma Inazio Laghetasc, seudónimo que toma de un bosque de cipreses calvos de los pantanos, oriundos di Luisiana, que crece no lejos de nuestras respectivas casas, en el norte de Italia.

    Y como tal “laguillo” acaba de producir La rosa número 15, cortometraje de Carla Abadía y Héctor Calvo que he tenido la oportunidad de visionar en riguroso preestreno y que adapta y comprime en 12 minutos el homónimo ensayo narrativo que publicó en 2021, fruto de una pasión genealógica que le ha llevado a fatigar numerosos archivos, registros y nomenclatores.

    En ambos asistimos a la trágica peripecia de Joaquina Goded, parienta suya, una muchacha de Nocito cuya muerte por fusilamiento habría que añadir a las lloradas Trece Rosas, ya acrecidas por Antonia Torre, igualmente acusada del sarcástico delito de “adhesión a la rebelión” pero ejecutada medio año después por un error de mecanografía que trabucó su nombre. Sirvienta de Federico Salmón, ministro del Trabajo por la CEDA, y costurera para Largo Caballero, labores que le procuraron las monjas para librarla de un seguro destino de cabrera, Joaquina fue miembro de las Juventudes Socialistas Unificadas y responsable de agit-prop en un comité revolucionario del distrito madrileño de Buenavista.

    Caída la República, la posguerra fue una prolongación de la furia nacionalista contra quienes no tuvieron la posibilidad o la suerte de huir, y las rosas estuvieron entre las víctimas más fácilmente, más vilmente ultrajadas. Compartió prisión Joaquina, en la abarrotada cárcel de Ventas, con la comunista Matilde Landa, que se batió hasta su triste final por los indultos desde la galería de penadas, y con María Sánchez, pedagoga de la Institución Libre de Enseñanza. Nada ni nadie la libró del paredón, pero Ignacio nos cuenta que acaso hubo una posibilidad, harto escasa, de dar un giro a la historia.

   Se articula ésta en dos tiempos, dados en flash-back tras ser introducidos por una narradora, esposa del abogado Domiciano Abella, que se dirige directamente al espectador desde la noche negra del recuerdo. Junio de 1940: Abella intenta impedir, reunido con el fiscal togado en un despacho bendecido por la cruz y el código de justicia militar, una farsa de consejo de guerra que ha condenado de antemano a su defendida como delatora de Salmón, uno de los fusilados en Paracuellos. Marzo de 1937: Joaquina (briosamente encarnada por Sara Figueres) yace con su novio José en casa de Abella y, mientras razona sobre el sinsentido de la guerra desde un idealismo humanista de raíz cristiana, una partida de anarquistas traslada en un camión a un puñado de supuestos facciosos que ha ido sacando de sus casas; su misión: prender también al abogado católico, sólo que Joaquina se interpone, forcejea con los captores y finalmente les hace desistir, gracias a la intervención de José, teniente comunista, que encañona a los milicianos desde un balcón. 

  Rodada en Casbas y Graus, con armas y uniformes aprontados por Primera Línea, grupo de recreación histórica especializado en el frente de Alcubierre con sus trincheras vivientes y la ruta Orwell mediante visitas teatralizadas, la película pide, para la cabal comprensión de esas dos vidas recíprocamente debidas pero que no alcanzan, ay, un final parejamente feliz, el previo conocimiento del original literario o, por lo menos, de las circunstancias históricas de las que surge, pero así y todo funciona como homenaje personal y como vindicación colectiva de esas desdichadas mujeres que a vivir empezaban y que fueron cobardemente eliminadas por la venganza homicida del franquismo: recuérdalo tú también, con Cernuda y Fraser y con todos los que han llevado, ¿llevan aún?, a esa otra España en el corazón.

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