‘Buñuel, un cineasta surrealista’, documental de Javier Espada

Por Carlos Calvo

  “Los surrealistas queríamos cambiar el mundo y solo hemos cambiado los escaparates de las tiendas de moda”, decía Luis Buñuel al final de sus días. Surrealista, sí, y ordenado. Y español y universal.

   Y burgués y subversivo. Y siempre rodeado de religión y completamente ateo, gracias a dios. Y maestro en incorporar los vericuetos del subconsciente a un campo de reacciones e impulsos desconocidos. Buñuel construyó su mundo de forma obsesiva, un mundo que tenía que ver con la fantasía y el surrealismo, en efecto. Admirable por su libertad y por su rebeldía, en cualquier cosa que rodara lo encontrabas a él. Se las arregló para imprimir su sello personal, intransferible, en cada fotograma.

    ‘Buñuel, un cineasta surrealista’ es un documental realizado por el calandino Javier Espada sobre su paisano, al que se ha acercado en más de una ocasión, y completa el ciclo iniciado con ‘El último guion’, que codirige en su momento con el vasco Gaizca Urresti, gracias a la generosidad del francés Jean-Claude Carrière y el hijo de Buñuel, Juan Luis. La idea parte de una gran exposición, ‘Buñuel, un surrealista en México’, y de la conferencia correspondiente que el propio Espada da en la filmoteca mexicana en 2019. Y, en un visto y no visto, transforma la conferencia al lenguaje audiovisual para poner en valor a uno de los mayores exponentes de la cultura española más universal, condensando sus investigaciones realizadas durante muchos años.

  La película aporta gran cantidad de archivos cinematográficos y fotográficos que han sido restaurados para devolverles el máximo esplendor, incluyendo materiales inéditos, como las poco conocidas instantáneas estereoscópicas realizadas por el padre de Buñuel en Calanda y Zaragoza, además de analizar la influencia de Aragón en la creación del rico imaginario que el cineasta plasmó en su filmografía, impregnada de su peculiar manera de entender el surrealismo. Y poniendo en valor, igualmente, la corriente subterránea que parte de su infancia.

  En el documental se palpa lo que bulle en la cabeza de un terco (y misógino) Buñuel, sus pulsiones surrealistas, sus obsesiones, sus traumas de infancia. Y cómo, poco a poco, como hila la vieja el copo, va moldeando su lenguaje surrealista, en un principio cercano a Salvador Dalí pero que, con el tiempo, pasa a ser menos visual y más humano. Buñuel, que nació con el siglo veinte, se ofrece como una personalidad polémica e inabarcable. Un tipo de voz grave y acento fuertemente aragonés, campechano pero cosmopolita, tan pijo y tan paleto a la vez, que nunca entendió cómo siendo como somos tan listos de niños acabemos tan tontos de adultos.

  Buñuel, al que le gustaba el vino por el sabor y las sensaciones que provocaba, además del placer de beber en compañía, que estaba por encima de cualquier diversión, es un cineasta tan imprevisible como absorbente. Tan surrealista como irresistible. Pero, sobre todo, único en su capacidad para abrir interrogantes en el centro mismo de un absurdo con el aspecto del más inaudito de los vacíos. Tan inverosímil que solo puede ser cierto. Tan real que parece ficción. Su cine, muchas veces, tiene la capacidad de aniquilar a quien se atreva a mirar. Buñuel, esto es, invita a entrar en los vericuetos de la realidad, a través de una mirada que está subliminalmente enlazada, como si se tratara de un hilo eléctrico.

  El problema es dónde y hasta cómo mirar. Y acertar a ver algo. Ya sea la muerte o la luz, tan contradictorias. Lo relevante es el cuestionamiento radical de la propia mirada. Aceptar los patrones clásicos de reconocimiento de una obra maestra se antoja improcedente. La mirada dota de sentido, claro está, pero… ¿dónde mirar cuando nada alrededor lo tiene? Y ahí es donde Javier Espada quiere completar su propuesta por encima, incluso, del propio Buñuel, “ese burgués”, en palabras de Carlos Fuentes, “con cuerpo de campesino y máscara de intelectual”. Porque, en el fondo, vemos lo que deseamos ver o, mejor, lo que nos podemos permitir ver para no sentirnos desplazados. Ese es, precisamente, el universo tan contradictorio de Buñuel. Y es, ante todo, un cineasta de referencias literarias. De sus libros y lecturas cardinales de juventud, en especial en lo que atañe a la literatura española, desde la picaresca, los heterodoxos y la mística.

  Por origen y formación, Buñuel pertenece al mundo burgués dominante, pero con una conciencia crítica despiadada hacia ese mismo universo para intentar humanizarlo a través de las artes y las letras. Sus referencias son literarias, en efecto, y también pictóricas y mitológicas y sociológicas y filosóficas y musicales e históricas. Un esfuerzo por entender y poner a prueba las ideas de los más relevantes pensadores y visionarios liberales. Porque las palabras, más que enseñarnos, nos alimentan. Sus películas han sido y son eso, reflexiones sobre sus propios marcos intelectuales. Sin ideas, no hace falta decirlo, la vida se empobrece. En cierto modo, Buñuel sustituye la pluma por la cámara.

  Buñuel decía que la inteligencia es fría y se aferra a algo mientras que la imaginación es generosa. Muchos temas y personajes de las películas provenían del azar, de las calles, de los paseantes, de los vendedores, de los turistas. Lo esencial consiste en aprender a mirar, a educar el ojo y escoger. Con la realidad del mundo hay que construir una ficción. No aceptar nunca la vida como es o como se nos presenta. Lo abstracto y lo concreto, lo histórico y lo individual, lo racional y lo físico, lo personal y lo político: falsas disyuntivas desarmadas hábilmente por unos planteamientos eficaces, minuciosos e imaginativos. La imaginación, recuerden, al poder.

  Reconocemos a Buñuel en toda su obra y eso, más en un medio como el cine, es una rareza. Y, aunque él negase la misma esencia del cine cortándose el ojo en ‘Un perro andaluz’, en todo lo que filmaba estaba él entero, su personalidad, su ser. ¿Quién puede probarnos que Jesucristo no fuera gitano, y que bailara? ¿Es triste no tener manías? ¿Qué hay de caprichoso y divertido en un obispo? ¿Se puede leer el evangelio sin blasfemar? ¿Lo peor de Pablo Casals es que tocase el violonchelo?

  ¿Hay que dejar de creer en lo que decimos para creerlo verdaderamente? ¿El único mérito consiste en defender las ideas en las que uno no cree? ¿Se puede ser ateo sin creer en dios? ¿Es dios una hipótesis innecesaria? ¿Es inteligible o no la fe cristiana en los ámbitos del pensamiento, de la ciencia, de la escuela, de la medicina, de los medios de comunicación, de la política? ¿Acaso no está Buñuel retratándose un poco a sí mismo a través de sus personajes que, una vez en la cúspide, se ven incapaces de enfrentarse a lo que se espera de ellos?

  A fin de cuentas, ‘Buñuel, un cineasta surrealista’ se extiende al retrato del protagonista, que aparece como el ser humano difícil que era, pero habría que achacar a Javier Espada un exceso por simplificarlo todo. Faltan, a mi modo de ver, zonas de sombra y sobran las explicaciones. La ambigüedad era una de sus marcas de la casa y aquí, maldita sea, brilla por su ausencia. En cualquier caso, es de agradecer un trabajo hecho con tino y humor, mimo y elegancia.

  El documental de Espada es, en su conjunto, un honesto viaje a través del surrealismo cinematográfico, un movimiento al que Buñuel, al final de sus días, miró con cierto desencanto. “Los surrealistas queríamos cambiar el mundo y solo hemos cambiado los escaparates de las tiendas de moda”. Siempre Buñuel, en efecto. Siempre atrapado –atrapados- en su más luminosa, oscura e íntima contradicción.

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